sábado, 31 de mayo de 2008

LO ÚLTIMO DE «COUNTING CROWS»: ROCK ITINERANTE


Poco baqueteados en los festivales musicales hispanos que proliferan como hongos desde hace una decena de años, los Counting Crows son relativamente desconocidos por estos lares. Pero los de San Francisco aún conservan la aureola de banda de rock independiente que ha vencido la criba de tanto «alternativo» que se quedó en el camino en la misma década que los vio nacer, es decir, la de los noventa. Liderados por Adam Duritz, el cofundador de los Counting Crows junto a su inseparable David Bryson, la banda californiana ofrece en su último trabajo Saturday Nights & Sunday Mornings (2008) —extraído del título (en singular) de una novela de Allan Sillitoe que alumbraría uno de los films fundacionales del free cinema—, a priori, un rock un punto más estridente, desfogado que en sus anteriores trabajos. Pero es tan sólo una impresión que se va difuminando a medida que nuestros oídos recorren los catorce temas de esta producción discográfica. Sin alcanzar la grandeza de Hard Candy (2003), pedazo de la mejor música de rock grabada a principios del nuevo milenio, Saturday Nights & Sunday Mornings es un compacto que rebosa dosis de optimismo y nos transporta por diferentes espacios físicos (lo de viajar es casi una terapia para Duritz y sus colegas a la hora de inspirarse) y emocionales puestos en positivo. Siete son nada menos que los integrantes de los actuales Counting Crows, con un legado musical a cuestas que algunos les señalan como una mezcla de R. E. M., Van Morrison y The Band, cuyo cantante, Robbie Robertson, se deshizo en elogios al escuchar su álbum de debut, August and Everything After (1993). De éste destacaría el tema Mr. Jones (Ver YoutTube), por el que muchos empezaron a seguirles la pista. Una pista que no siempre ha sido clara, pero por fortuna ahora vuelven al ruedo, sin defraudar a la parroquia tras las excelencias de Hard Candy. Ya sea montados en el «potro mecánico» del hard-rock (1492, Cowboys), en el rock más melódico con la imponente voz de Duritz marcando los tiempos (Washington Square) o en el más puro desahogo emocional que les aproxima a Antony and the Johnsons (On a Tuedsay in Amsterdam Long Ago). Si recuperáramos el antiguo formato en vinilo de caras «A» y «B» hablaríamos de dos estilos musicales bien diferenciados. Algo de ese peso de la nostalgia hay en el postrero trabajo de los Counting Crows. Evidencias: la superficie del CD está serigrafiado cuál vinilo, su formato cuadra, a escala inferior, con el de un doble vinilo, y asoma una influencia en especial que se dejaba sentir en Hard Candy. No es otra que la de Todd Rundgren, multidisciplinar músico de culto, del que se escuchan sus ecos en el tema Anyone But You. Un recorrido, en suma, por la nostalgia de una escena musical inexistente hoy en día, la de los 70, para mí sin ningún género de dudas «la edad de oro del rock». Eso sí, presentado como dos caras de una misma moneda, la de la calidad sonora en las voces y la ejecución instrumental de siete tipos que saben cada cuál que papel juegan en el engranaje de los Counting Crows. Seguiremos «contando cuervos»...

miércoles, 28 de mayo de 2008

MISIÓN A MARTE: MANIOBRAS ORQUESTALES EN LA OSCURIDAD


La lógica de la vida nos dicta que tras un gran abrazo siempre le antecede o le sigue una (gran) decepción. En la NASA estos días están de celebración tras el amartizaje de la sonda Phoenix, con una misión muy clara: cavar el suelo del «planeta rojo» con la intención de recoger muestras de posibles rastros de microorganismos una vez constatada la existencia de agua congelada en anteriores exploraciones. Fundadas esperanzas deben tener los científicos de la NASA de encontrar vida microbiana en Marte y, de esta forma, continuar vaciando los fondos del estado en aras al conocimiento científico. Pero, pongámonos en el mejor de los casos: se hayan partículas orgánicas. En realidad, ¿cuál es el propósito final?, ¿pensar que con este punto de partida Marte es un planeta susceptible de crear colonias habitables para la especie humana? No hay más que evidencias hoy en día que apuntan a que pudo haber vida en el «planeta rojo»... si, pero en el mejor de los casos hace centenares de millones de años. Esto quiere decir que no existe programa alguno que pueda plantear la creación de un espacio habitable en Marte, pongamos a un millón de años vista. Si hay un asunto que a los humanos no se nos da bien es modificar la evolución natural. Si fuera así, podríamos tener el don de variar a nuestro libre albedrío el curso de los ciclones, orientar el sentido de las nubes, evitar la formación de terremotos, de tsunamis... Hagan cálculos. Es como tirar de un hilo infinito, a un coste que puede llegar a acercarse o multiplicar el Producto Interior Bruto (PIB) de muchos de los países de África. Puestos a plantearnos algo, ¿por qué no hacemos algo más por nuestro planeta, que quizás (o no) se vaya al carajo en una escala temporal mucho menor, a doscientos años vista, for example?. Aquí discutimos si hacemos un transvase que conecte unas cuencas hidrográficas como si nos fuera la vida (será la de los políticos temerosos de perder sus poltronas si no hacen caso a la voz de su amo). Eso sí que es un «microorganimo», una «ameba» en comparación con la «ballena blanca» que representa el problema del deshielo de los casquetes polares. Claro, como no lo tenemos en frente de casa parece que el planeta tierra lo pudiera resistir todo. Lo demás, o sea, hacernos comulgar con ruedas de molino sobre la posibilidad de que algún día contemos en Marte con una colonia de seres humanos que residan por tiempo indefinido me parece que no tiene ningún sentido desde la perspectiva de la evolución natural. Puras maniobras orquestales en la oscuridad de los confines del universo. Encontrar vida microbiana es una cosa; «fabricar» vida es otra... La diferencia, pssssss, se mide en millones de años. Una broma con lo que se nos viene encima en el siglo que hace poco inauguramos.

domingo, 25 de mayo de 2008

ANTES QUE LOS «MODERNOS» SEPAN QUE HAS MUERTO

Como si se tratasen de compartimentos estancos se suele dividir, a efectos de extaer una valoración, a los asistentes a una sala de cine, una obra de teatro o un espectáculo musical, entre «crítica» y «espectador». «La crítica dice que», «los espectadores aplaudieron»... latiguillos que representan puros ejercicios de reduccionismo. El cine es un campo abonado para estas prácticas. Pero de ese 0,00000001% de la sociedad del Primer Mundo que se dedica a la crítica, a la valoración de piezas, a priori, con un contenido artístico, parece que se sitúan por encima del espectador raso, al que suelen mirar por encima del hombro como diciendo a la plebe: «pero si no tenéis ni idea, ahora me toca a mí deciros de qué va esto». Claro que la ignorancia, dicen, es una bendición. Y la ignorancia no tan sólo es patrimonio de la humanidad, si no que también aflora, y de qué forma, entre la crítica, más aun si cabe entre los (post)modernos, aquellos que esperan con deleite la última de Aditya Chopra o de Yang Hea-Hoon, por citar un par de ejemplos de una lista que, de escribirse de abajo arriba en un imaginario pergamino, alcanzaría la mesosfera. Tirando de press-books, de algún opúsculo editado por algún sucedáneo de Cahiers du cinéma (su revista de referencia, faltaría plus) o de un escrito de un colega del medio con acceso a distintos festivales nacionales o internacionales, estos (post)modernos sacan unas críticas que dan el pego: que si la Cuarta Generación de los Nihilistas, que si los herederos de John Cassavetes, el padre putativo de los indies... Pero, ay amigo, les pones en un brete al escribir sobre un tipo como Sidney Lumet, uno de los directores en activo con una filmografía más extensa (cerca de las cincuenta producciones) e interesante (a pesar de su socorrida irregularidad) y demuestran un desconocimiento supino. Baste leer la crítica de Israel Paredes en Miradas de cine (Ir a crítica), a propósito del estreno de Antes que el diablo sepa que has muerto para darse cuenta que no sabe qué decir, para al final rematar la faena con una reflexión filosófico-existencial. Claro, de tratarse de Quentin Tarantino y su Jackie Brown (1997), que también emplea distintos puntos de vista sobre una misma historia, detallaría hasta el número de serie de la pipa que lleva Robert De Niro. Pero como el propio Paredes decía al final de un comentario sobre El gatopardo (1963) –otro ejercicio que deja al descubierto que cuando se tiene poco o nada que decir uno se agarra a marear la perdiz con datos biográficos y reflexiones hondas, muy hondas–, «El gatopardo sea una película tan reconocida como obviada en general, porque se sabe de su grandeza, pero se olvida de lo que en realidad reside en su interior. Porque ya nadie quiere entender el pasado, quizá porque incluso el presente les importa bastante poco». Que fácil es arremeter contra el público cuando uno mismo, enfundado en los ropajes de crítico, es incapaz de saber qué argumentar ante uno de los films que, de la cosecha de esta temporada, tiene todos los pronunciamientos para convertirse en un clásico moderno. Pero no nos extrañe que algún día uno de estos críticos postmodernos escriba sobre Antes que el diablo sepa que has muerto «que se sabe de la grandeza, pero se olvida de lo que en realidad reside en su interior». Esperemos, al menos, que se escriba antes que los modernos sepan que ha muerto Sidney Lumet. Quizás entonces quieran entender el pasado del cine, al que ha contribuido con letras mayúsculas el Sr. Lumet, y el presente (el peaje de la modernidad) del denominado séptimo arte lo coloquen en su justa medida, sin la necesidad de querer descubrir un director asiático cada semana resiguiendo el calendario juliano o el chino.

viernes, 23 de mayo de 2008

A LOS QUE ABURREN: ISABEL COIXET (II)


Casi al principio de haber inaugurado este blog me hacía eco de las declaraciones de la cineasta Isabel Coixet en una entrevista publicada en el dominical de El periódico. Me emplazaba a seguir hablando sobre este curioso personaje. El motivo: el último film que la ha llevado a las primeras páginas de la actualidad no necesariamente cinematográfica, porque después de haber recibido buenas críticas en La Vanguardia se avino a hacer de cicerone gastronómica por el barrio de Gracia, en las páginas color salmón del rotativo barcelonés. Lo de menos es una extensa valoración que un servidor pueda hacer de Elegy (2008), dado que este no es el espacio pensado para tal ejercicio. Abriendo otra vez la «caja de los truenos» que supuso para mí la lectura de susodicha entrevista, Coixet, como el/la que se toma una copa de vino y empieza a soltar, describía con pelos y señales su relación profesional con Philip Roth, el escritor al que adapta aunque en los títulos de crédito tan sólo figura Nicholas Meyer (de éste también largó, explicando detalles de su vida personal). La conclusión, citando palabras textuales: «doy por hecho que no le gustará la película». Dado que Philip Roth me merece mucha más confianza que la Coixet, he leído su obra, El animal moribundo (Ed. DeBols!llo, 2008), y rápidamente calibré que era más un ensayo que otra cosa. Un ensayo, digamos, sobre el desencanto, la inmadurez en la voz de un cínico profesor de literatura, David Kepesh, que huye del compromiso y se refugia en una vida decantada hacia el hedonismo con el sexo como punta de lanza. Pero al entrar en contacto con una mujer que podría ser su hija, Consuelo Castillo, su existencia sufrirá un vuelco, siendo presa de una dependencia emocional que le transformará en un ser posesivo y celoso. Roth no ha inventado la sopa de ajo: esa fórmula de hombre maduro que acaba subyugado por una mujer mucho más joven que él, de cálida mirada y escultural cuerpo, ya estaba en una obra teatral de Paddy Chayesfsky que diera pie a su adaptación al celuloide con el título En la mitad de la noche (1966), con Kim Novak y Fredric March como pareja protagonista. Pero no esperen al final del libro un desenlace bigger than life, un folletín melodramático al estilo Erich Maria Remarque. Como la chica es así, Coixet odia lo que llama «El síndrome La fuerza del cariño» y lo pregona a los cuatro vientos, por ejemplo, durante el proceso de rodaje y de postproducción de Mi vida sin mí (2003). Mejor hubiera sido optar por alguna otra de las obras de Roth que aún no se han llevado a la gran pantalla porque los ensayos tienen mal traducción al cine. Ni rastro de catarsis emocional asoma en la corta novela del neoyorquino. Y claro, luego vienen las decepciones: a nivel emocional, resiguiendo el texto original, la película es más plana que una tabla de planchar. La historia, tamizada por los Grandes Estudios del Hollywood clásico, la hubiera transformado en un melodrama de tintes épicos. Pero ahora se gasta cierto distanciamiento emocional entre la intelectualidad, pertrechado en las típicas coartadas culturales con las que nos suele obsequiar la Coixet: la portada de un libro de Thomas Berger (al que dedicaba La vida secreta de las palabras en los créditos finales) se adivina entre las ropas que Consuelo lleva en la playa; el inevitable Trio Gymnopedies de Erik Satie (tan manido en el cine como efectivo) que acompasa la llama del deseo de la extraña pareja; los intérpretes que repiten en la obra de la directora (Julian Richings y Deborah Harry), a modo de guiño de autoría, y alguna que otra referencia cinéfila (la más destacada, la alusión al Cary Grant en Con la muerte en los talones). Con esas coartadas algunos ya tienen suficiente para seguir encumbrando a la Coixet en la categoría de auteurs caseros. Y eso para el ego de la Coixet va muy bien, pero para el cine, mira por dónde, no demasiado... Al fin y al cabo, lo que cuenta es la historia y cómo la cuenta, pero toda la brillantez descansa en el texto de Philip Roth (un escritor tocado por la genialidad y con un dominio absoluto del lenguaje; de éstos quedan pocos) y el esfuerzo interpretativo de Penélope Cruz y del magisterio de Ben Kingsley (aunque con una mirada resabiada y una voz interior que parece susurrarle continuamente: «fijo, esta tía te va a dejar») y Patricia Clarkson. De parte de Coixet, más bien poco porque ese temblequeo de cámara de la que hacía gala en Mi vida sin mí o La vida secreta de las palabras, desparece en Elegy. Pero, tranquilos, que volverá a mover la cámara con soltura en su anunciada incursión en Japón con la que se presume un Lost in Translation con un toque isabelino...

miércoles, 21 de mayo de 2008

LA (MI) VERDAD SOBRE ETA


A principios de los años ochenta, empecé a tomar conciencia de la existencia de ETA durante una clase en la que una compañera de instituto, natural del País Vasco, Aranzazu (Arantxa) —creo recordar que así, espero, se siga llamando—hablaba sobre la organización terrorista y las razones que la movían a atentar a lo largo y ancho de la geografía española. Desde entonces, me produce asco todo lo que proviene de ETA y de su entorno Abertzale. Defender las ideas está muy bien, pero de ahí al tiro en la nuca, al coche-bomba y demás ataques al ser humano, es un acto de una vileza que no tiene justificación alguna. Pero afortunadamente quedan lejos los tiempos en los que ETA era un auténtico «ejército», en el que semana tras semana nos desayunábamos con uno de sus actos atroces, sembrando el terror hasta alcanzar cotas de locura, de paranoia como en Hipercor en 1987.
He escuchado centenares de veces aquello «del principio del fin de ETA» e incluso lo he interiorizado de tal modo que he llegado a creérmelo. Confundimos a menudo los deseos con la realidad. Una realidad que nos golpea una vez más con el atentado de Navarra a una casa-cuartel de la guardia civil. No obstante, de un tiempo a esta parte tengo el firme convencimiento de que ETA se aproxima cada vez a su final porque ha dejado de ser un «ejército» para situarse en el terreno de los grupos armados residuales, en vías de extinción. Aún no tenemos la perspectiva histórica suficiente, pero hace tiempo que ETA se desliza por la pendiente, un tobogán que les conducirá hasta una inexorable desaparición. Septiembre (otro «septiembre negro») de 2001 fue una fecha determinante para situar a la banda terrorista vasca en el punto de mira de gobiernos como el de los Estados Unidos, excesivamente condescendientes hasta entonces con las informaciones que daban a sus ciudadanos sobre las acciones de ETA, emparentándola con un grupo separatista. Tan sólo faltan unos detalles, sí, porque creo que serán unos detalles los que les llevarán a un callejón sin salida: sus días en Francia están contados si algún ministro galo se le ocurre hacer un inventario de los pisos de alquiler en Francia con el propósito (encubierto o no) de establecer ayudas, de incentivos para la emancipación de los jóvenes frente al problema creciente de la carestía de la vida. Un censo que sacaría de sus «madrigueras» a los etarras. La solución pasa por estas cosas, además de una coordinación policial impecable. Creo más en estas soluciones que los intercambios verbales que se gastan los partidos políticos con lo de «la unidad frente al terror(ismo)» y demás proclamas. Demasiadas víctimas llevamos ya para que convenzamos de una vez por todas al gobierno francés que ellos tienen la clave para que ETA desaparezca da la faz de la tierra y pase a ser algo abstracto, perversamente abstracto (siempre habrá algún desgraciado que haga una llamada en nombre de la organización terrorista como si se tratara del «asesino del zodiaco»), pero al fin y al cabo un mal, pésimo recuerdo del pasado. Su otrora santuario, esperemos que sea también su tumba. Con ello cerraremos el ciclo vital de ETA, quizás a los cincuenta años de su nacimiento, a los sesenta, pero dudo que alcance la tercera edad. Y si así fuera, con un salud tan maltrecha que anunciaría su muerte antes de alcanzar su centenario.

domingo, 18 de mayo de 2008

«LOS VIAJES DE GULLIVER: V PARTE: VIAJE AL PAÍS DE LAS ESPAÑAS» (I)


Releyendo una de esas obras que me cautivaron de pequeño, Los viajes de Gulliver (en una edición impecable a cargo de Mondadori dentro de su colección destinada a los «Grandes Clásicos»), me he imaginado qué sería del aventurero doctor Lemuel Gulliver de haber llegado al «país de las Españas» en 2008, con un decalaje de unos trescientos años en relación a la sucesión de viajes descritos al detalle por Jonathan Swift. Como en los cuatro destinos que conforman, a grosso modo, el célebre libro del escritor irlandés, España está sometido a un reinado, el de los Borbones, desde tiempo inmemorial. Pero se trata de un reinado sin reino, en el que Don Juan Carlos I y su cohorte representan un papel meramente decorativo. Bueno, descontando el annus horribilis en el que el borbón Juan Carlos I perdió su habitual compostura y arremetió contra Hugo Chávez en una cumbre iberoamericana, copando a continuación el triste honor de figurar en el top ten de los politonos más solicitados para satisfacción de las empresas de telefonía móvil. Me imagino el disgusto que se llevaría el bueno de Gulliver al asistir a una recepción en el Palacio de la Zarzuela y ver el rostro compungido de Su Majestad, todo un dechado de afabilidad y simpatía, al leer semana tras semana como del respeto reverencial que se le había tenido en tiempos de la Transición se pasa a la burla de imitadores de tres al cuarto, a la quema pública de su retrato y a ataques incendiarios por parte de la emisora de la Conferencia Episcopal, en «arte», la COPE. Pero el detalle del estado anímico de Juan Carlos I sería tan sólo una anécdota en comparación con lo ininteligible que resultaría para Lemuel Gulliver lo que ocurre en la geografía española. A bote pronto, el monarca se afanaría en explicar que España consta de diferentes comunidades con un carácter identitario muy marcado en tres de ellas, a saber, Cataluña/nya, Euskadi/País Vasco y Galicia, fundamentalmente a causa de sus respectivas lenguas que intentan crear su propio espacio frente a una de las lenguas más habladas del mundo. Sin embargo, una estancia de un mes de Gulliver en nuestro territorio (un suspiro en comparación con los más de treinta años que estuvo transitando de punta a punta del planeta, por lugares tan recónditos como Laputa, Lilliput o Brobdingnag) sería suficiente para comprobar la idiosincrasia de unos pueblos que conviven tirándose los tratos (dialécticos) a diario y hacen un continuo ejercicio de reducción al absurdo, siguiendo un principio matemático. Al interesarse por el sistema de defensa del Estado y quién lo dirige, Lemuel recibiría como respuesta por parte de un cabizbajo Juan Carlos I —a la sazón, jefe de las Fuerzas Armadas, otro título decorativo pero que a veces le permite jugar a ser piloto por unas horas— una señora que se presentó a su investidura de Ministra embarazada de siete meses y que, en su primer cometido en el cargo se planta en Afganistán (no precisamente un paraíso turístico) con el proyecto de bebé más viajado de la historia reciente. Pecata minuta para alguien que se ha sentido un gigante y, al cabo, una hormiga, pero Gulliver ya empezaría a sospechar que España sería un país diferente, nada comparable con otra nación o crisol de naciones, al reseguir la actualidad por distintos flancos informativos: en un mes de lluvias (las más copiosas de los últimos tiempos) a los dirigentes de una comunidad, la catalana, se les ocurre hacer un tubo de sesenta kilómetros para abastecer de agua el área metropolitana de Barcelona; el presidente de otra comunidad, la cántabra, se dedica a llamar a programas televisivos para promocionar productos alimenticios de su tierra y, de paso, ganarse el corazón de una asiática que ejerce (sic) de presentadora, entre otras lindezas. Seguiremos con las aventuras de nuestro Gulliver. Ya lo decía Forges; país, país...

viernes, 16 de mayo de 2008

EL «EFECTO EDWARDS»


Muchos dicen que lo que se asemeja más a una campaña electoral o a unas primarias estadounidenses es un puro espectáculo hollywoodiense. Pero para mí se trata más de un espectáculo de ilusionismo, al menos, por lo que compete al duelo que dirimen Barack Obama y Hillary Clinton por representar al partido Demócrata en la lucha por la presidencia de los Estados Unidos. Perdido el interés por una clase política española y/o (que escoja cada cual) catalana en la que los cabezas de cartel se disputan el voto por saberse quien es el más mediocre de entre los mediocres, me he entretenido en reseguir la campaña política en la que debe resultar escogido un candidado demócrata para pugnar con John McCain —del lado republicano— por la Casa Blanca. Confieso que hasta hace un par de días el tema no estaba claro: un día parecía perder fuelle Hillary Clinton pero al siguiente se recuperaba; otro pensaba que sería el predicador bonzo que había «adoctrinado» a Barack Obama el elemento que haría decantar el fiel de la balanza a favor de la ex primera dama, y así un sin vivir... Sin embargo, el ejercicio de ilusionismo estaba servido con la entrada en liza de un tercer actor en el que se presume el último acto antes de que caiga el telón de estas primarias. Su nombre, John Edwards, al que en los primeros actos de la función se le quitaba de escena, se le «asesinaba» políticamente por unos asuntos pueriles, tales como dejarse cortar su lacia cabellera por 500 $ de bellón en medio de jornadas maratonianas para convencer a los descreídos obreros que él era el mejor candidato. Pero para pasmo de muchos, Edwards vuelve a escena para abrazarse a Obama, lanzar un mensaje a la audiencia y sellar la derrota de Hillary Clinton. Y no hay más. Ha sido en ese instante que me dije: «ni el gran Houdini hubiera podido escenificar mejor el regreso al mundo de los vivos de un ser que se le había dado por desaparecido». Un número impecable en el que el prestigitador Obama, que parece levitar en el ambiente, da la bienvenida al ex senador de Carolina del Norte salido de la más absoluta oscuridad. Pero no se adivina rastro de pesar, de desánimo en Edwards, sino más bien de lozanía, de seguridad, de firmeza... Y además sabe transmitir su discurso, que ahora es el de Obama, como si lo hubiera mamado toda la eternidad. Lástima que se dejara alguna factura por ahí olvidada. Pero eso ya poco importa: los demócratas tienen uno de los tándems más rocosos de las últimas décadas, si me apuran, desde la era Kennedy, el ideario del cual se nutren tanto Obama como John Edwards, por otra parte con un carisma muy similar a Robert F. Kennedy. McCain y los suyos ya piensan en cómo dinamitar esa «roca» que se les ha puesto en el camino, el último escollo para llegar hasta la Casa Blanca. Mientras tanto, Hillary se debe consolar sabiendo que no tendrá que pisar más el despacho oval, de ingrato recuerdo. Si no que se lo pregunten a su marido, la principal fuente de finanzas para la carrera política de la ex senadora de Nueva York que ha tocado a su fin antes de lo previsto. El «efecto Edwards» ha sido la puntilla, el «golpe de gracia» definitivo.

martes, 13 de mayo de 2008

JUGUETES ROTOS

Aún conservo en mi retina las imágenes vistas en un lejano pase televisivo por el VHF de aquella película de Manuel Summers Juguetes rotos (1966), que se abría con un plano general de un hombre hincándole el diente a un bocadillo al lado de los andamios de una obra. Ese individuo no era otro que Guillermo Gorostiza, jugador del Athletic de Bilbao de la década de los 40 que llegó a vestir la camiseta de la selección española. Al abandonar la práctica balompédica, Gorostiza cayó en desgracia y se empleó en la construcción hasta encontrar la muerte sin haber cumplido ni tan siquiera los sesenta años. Han pasado más de cuarenta años desde aquel estremecedor docudrama en blanco y negro rodado en pleno tardofranquismo y vemos cómo se repiten los casos de Gorostiza, del púgil Paulino Uzcudum o del torero Nicanor Villalta, todos ellos agraciados en su día por la fama pero abandonados a su suerte y muertos prematuramente. Es lamentable que figuras, quiérase o no, que forman parte de la cultura popular de nuestro país, veamos deambular por la pequeña pantalla como sombras de un pasado brillante, restos de serie convertidos en despojos humanos. Nunca he comulgado con el cine casposo del dúo Fernando Esteso & Andrés Pajares, pero me entristece que éste último pasee sus miserias, su vertiginoso declive por las revistas de papel couché y los programas televisivos caracterizados por la zafiedad. Parece que sigue estando de moda el «tiro al blanco» del famoso que ha perdido el norte (en el caso de Pajares, el sur, el este y el oeste), en una muestra más de lo cruel que puede llegar a ser para una persona dejar atrás el éxito y caer en manos de seudoperiodistas dispuestos a descarnar al «animal moribundo», no precisamente el imaginado por la pluma de Philip Roth. Ninguno de estos programas o revistas prestarían la menor atención a la labor teatral o cinematográfica, por ejemplo, de Terele Pávez (la inolvidable Régula de Los santos inocentes), pero sí que tienen tiempo para colocar el objetivo en un cajero del centro de Madrid. Ya estaba servido el titular: «Terele Pávez en la indigencia». Pues eso, ya tenemos nuevos «juguetes rotos» en manos de los transformers de los medios de comunicación hispanos. Algunos de éstos si que viven en la indigencia... pero ética y moral.

sábado, 10 de mayo de 2008

PRIMER ENCUENTRO DEL EQUIPO DE CINEARCHIVO Y AMIGOS DEL PORTAL


www.cinearchivo.com va cumpliendo años de presencia en la red y ya va siendo hora de reunir a todos aquellos que nos han ido siguiendo (consultando la base de datos, contrastando opiniones propias con las nuestras, etc.) desde hace poco o mucho tiempo. Numerosos cambios se han producido en los más de siete años que lleva www.cinearchivo.com en internet, pero una vez afianzado un equipo de colaboradores que funcionan a buen rendimiento, ahora toca momento para la celebración. Desde mi blog y en calidad de director del portal, emplazo, pues, a todos aquellos interesados en asistir a una cena que tendrá lugar a mediados de junio en un restaurante aún por concretar de Barcelona. A la cena asistirá el grueso del equipo de Cinearchivo, y se sorteará numeroso material de libros de cine y DVD’s. Garantizamos que nadie se irá con las manos vacías. Una convocatoria abierta a todos, pero con un número de plazas limitada por razones óbvias. Es presumible que esta primera convocatoria sirva para echar la primera semilla de unos futuros premios que www.cinearchivo.com dará a entidades, grupos o personas que merezcan nuestro reconocimiento en pos de la cultura y, en especial, por algún hecho destacado en torno al cine. En próximas fechas se anunciará el lugar y el día donde se celebrará la cena. Avisados estáis. Lástima que no tengamos el don de la ubicuidad para compartir con todos los internautas de este bendito país una afición común por el cine. A todos vosotros, en nombre de Cinearchivo, mi más absoluta gratitud.

jueves, 8 de mayo de 2008

LAS «ÁGUILAS» VUELAN ALTO


Se dice de las águilas que saben dosificar el batir de las alas y las saben mover con precisión; no abusan de esa parte de su anatomía que les lleva a alcanzar alturas imposibles para otras aves rapaces como los buitres. Un vuelo, en suma, elegante que en el panorama musical tiene su equivalencia en la formación californiana homónima que cumple cuarenta años de supervivencia. Al evocar a los Eagles sobrevuela en nuestra memoria temas como Hotel California, Take It Easy o Desperado, mil veces recopilados en ediciones de «grandes éxitos de la música pop-rock» o incluidos, a veces con calzador, en algunos álbumes del grupo norteamericano. Ese sería el caso de Hell Freezes Over (1994), un título escogido casi por obligación cuando dijeron que tan sólo volverían al ruedo musical si «el infierno se helaba». Y ya se sabe que cuando una banda anuncia su retirada, en realidad, nos está diciendo que preparan gira o nuevo disco, con mayor repercusión mediática si cabe. A finales del pasado año, fieles a este principio por el que se rige la música moderna, los Eagles volvieron a la carretera. Long Road Out to Eden (2007) es un doble disco currado, un regalo para los fans de los Eagles, entre los que me cuento. Pasajes sonoros inequívocamente Eagles, pero también asoman, como espectros, fraseos a la guitarra al estilo Mark Knopfler (I Dreamed There Was No War, I Love to Watch a Woman Dance). Los medios tiempos habituales de los Eagles, registrados con un sonido limpio, impoluto con alternancia de voces solistas (Glenn Frey, Don Henley, Joe Walsh y Timothy B. Schmit se turnan en la aplicación de una veintena de canciones) se hace especialmente recomendable su audición mientras conducimos por esas largas carreteras de nuestra geografía. Los espléndidos cortes Waiting in the Weeds y Do Something se sitúan en lo más alto de un vuelo majestuoso que algunos, cuál aves carroñeras con ropajes de críticos postmodernos, esperan una caída en picado. Pero, como Craig Drexler, aquel formidable alero de los Blazers de Portland, lo suyo es planear por un cielo raso y uniforme, de una intensa luminosidad. Pocos nubarrones, pues, en el horizonte musical desde el reencuentro, a mediados los noventa, de la formación base de un grupo de altos vuelos que aún nos deparará más de una sorpresa en el futuro. Schmit, Frey, Walsh y Henley siguen en plena forma. Una buena noticia.
Ir a Youtube para escuchar y ver videoclip de

lunes, 5 de mayo de 2008

PANORAMA DE CALIDAD, PANORAMA DE NARRATIVAS: 700 TÍTULOS


Desde el pasado mes de abril la editorial Anagrama puede presumir de tener 700 publicados dentro de su colección «Panorama de narrativas». Una cifra que por sí sola poco nos puede decir, pero mucho si tenemos en cuenta la labor llevada a cabo durante años por la que, sin duda, es para mí la mejor de todas las que están presentes en nuestras librerías. Y lo es por un doble motivo: la calidad de edición y de las obras literarias que forman parte de esta excelsa colección. Si estuviéramos en un país como Francia, que cierran filas sobre su patrimonio cultural, Jorge Herralde, fundador de Anagrama, sería una figura tan respetada y admirada por los ciudadanos como el ex Ministro de cultura galo Jack Lang. Pero su conocimiento suele reducirse a ámbitos puramente culturales, en foros o tertulias literarias sin llegar a trascender a la opinión pública la descomunal aportación a la cultura de Herralde y de un amplio equipo (traductores, editores, correctores, personal de prensa y de comunicación, etc.) que ofrecen cada mes un buen número de propuestas en formato libro que devienen otras tantas ventanas al saber. Desde hace un montón de años, al llegar a las pobladas estanterías de las librerías que solía y suelo frecuentar casi instintivamente mi mirada busca aquellos títulos con el lomo de color vainilla. Anagrama es un buen salvoconducto para descubrir autores a los que aún no he dado una oportunidad pero también para volver sobre aquellos que me han formado como persona en las voces de Norman Mailer, Vladimir Nabokov, Kurt Vonnegut, Patricia Highsmith o Truman Capote, por citar algunos de mis escritores favoritos. La hermana mayor del sello Anagrama, con el nombre y apellido de «Panorama de narrativas» (el «de» es por su linaje) ya lleva cumplidos 700 títulos. 700 puertas al conocimiento y un valor supremo: contribuir a la calidad humana de cada uno de nosotros. Esa es una de las mejores medicinas para no convertirnos en «entes durmientes» como reflexionaba Richard Ford —a propósito de su nuevo título aparecido en el mercado hispano, Acción de gracias—, el enésimo autor incluido en esta biblioteca del conocimiento llamada Anagrama.

sábado, 3 de mayo de 2008

HACIA UN MUNDO FELIZ... ¿FELIZ?


Con una diferencia temporal de una semana leo en La vanguardia un par de temas en secciones distintas que, a priori, no guardan conexión. Por una parte, un artículo aparecido en la sección Tendencias (2/5/08) sobre la ley que está a punto de aprobarse en los Estados Unidos que ampara la privacidad de los ciudadanos sobre posibles discriminaciones (a nivel social, laboral, sanitario, etc.) a causa de su código genético. Por otra parte, en las páginas de Cultura (26/4/08) leo una entrevista al escritor Richard Ford, a propósito de la publicación en nuestro país de Acción de gracias (Ed. Anagrama) –que cierra su trilogía centrada sobre el personaje de Frank Bascombe--, quien entiende que «los norteamericanos ya no son ciudadanos. Como entidades políticas, son seres durmientes, desde un punto de vista moral, y no quieren ser despertados, quieren solamente que se les permita seguir llevando la vida que llevan –trabajando, comprando, enriqueciéndose a expensas de los pobres, de nuestro propio futuro. No es una imagen agradable». Es curioso el debate intelectual, moral y ético que se produce actualmente en los Estados Unidos y que, como tantas veces ocurre, acabará afectando a Europa y otros puntos del planeta cuál tsunami. A medida que nuestras vidas se decantan cada vez más hacia el ámbito de lo privado, se puede aprobar una ley consensuada por Demócratas y Republicanos que, en síntesis, habla que nuestros respectivos patrimonios genéticos están a buen recaudo gracias a una propuesta del Senado en vías de aprobación. ¿No será que políticos y legisladores en general se aseguran el control de nuestro chip genético para evitar que caigan en manos de las empresas de biotecnología punteras que cotizan al alza en Wall Street? Tan sólo un dato: hace casi dos meses, el mismo rotativo se hacía eco de que en el Reino Unido había cuatro millones y medio de ciudadanos fichados con sus respectivos ADNs. No es demasiado alentador pensar que Un mundo feliz de Aldous Huxley empieza a llamar al timbre de nuestras puertas. Y si no contestamos a la primera, acabarán derribando la puerta. Con o sin ley. Les bastará con un bastoncito de algodón para sacarnos unas muestras de ADN que descansan en nuestro aparato bucal mientras nos leen la Quinta Enmienda o el equivalente en el viejo continente. Lejos de tranquilizarme, esa noticia que canta las bondades de una ley supuestamente protectora, me provoca una inquietud que se refrenda al parar atención sobre las palabras de Ford, perteneciente a una comunidad, la de los escritores, que conocen como pocos la materia de la que está hecha el alma humana. Y si no, que se lo pregunten a su «criatura literaria», Frank Bascombe, quien ya no vivirá lo suficiente para observar con sus dosis de cinismo el «Mundo feliz» que nos aguarda al torcer la esquina.

jueves, 1 de mayo de 2008

MUCHACHADA NUI: MONTY PYTHON CON ACENTO DE ALBACETE


Huérfanos del humor irreverente y surrealista al estilo Monty Python en los últimos lustros, Joaquín Reyes les rinde homenaje en Muchachada nui, que ahora emite la 2 los miércoles al filo de la medianoche. Llamarlo humor inteligente sería un insulto a lo ídem, pero sí que Reyes y su troupe han sabido crear un formato con multiplicidad de referencias a la cultura popular y otras tantas a lo underground. Poco familiarizado con el fenómeno de La hora chanante, debo confesar que Muchachada nui, su prolongación en el medio televisivo de cobertura nacional, me provoca una media hora de absoluto disfrute, aunque mi subconsciente me lleve una y otra vez a aquel silly humor de los Python y su Flying Circus, uno de los primeros éxitos catódicos de Michael Palin, John Cleese y Cia. Exceptuando Los Klanstein, unos dibujos naïf —en la línea de lo que hacía Terry Gilliam con los Python, pero mucho menos elaborado— que son lo más flojo de la función, Muchachada nui representa una gota en un oasis del humor televisivo(sado) sembrado de tópicos, de lugares comunes, de parodias mil veces vistas. Reyes saca partido de un físico que da mucho juego, primando la caracterización de astros de la música (su galería es variopinta: Bono, Robert Smith de The Cure, etc.) o figuras estrelladas del cancionero patrio (Rosa León, rescatada de un largo olvido). En esta gamberrada que se ha colado en horario nocturno en la cadena pública española, Reyes ha reclutado a sus compinches de Cámara café, Alex O’Dogherty y el ubícuo Arturo Valls (impagable el sketch en el que aparecen los tres en un medievo que resulta tan próximo a los Monty Python y sus «locos seguidores»). Merece, pues, la pena asomarse a esta ventana al ingenio, que pone el retrovisor al mirar sobre unos personajes desterrados del imaginario cultural actual. Figuras fosilizadas que vuelven al terreno de los vivos para hacernos forzar el lagrimal mientras esbozamos una sonrisa. O media. Claro que empatizar con la propuesta de Reyes y los suyos uno debe ser un poco «viejuno». Para un «chute» surrealista y delirante, me quedo con la apuesta de Muchachada nui, y cuando se trata de añadirle inteligencia a esa cosa llamada humor siempre nos queda Frasier o Seinfield. Eso sí, preferible degustar después de moderados periodos de abstinencia para que el efecto sea plenamente satisfactorio sino balsámico.