jueves, 31 de julio de 2008

ROBERT A. EVANS: EL CHICO QUE CONQUISTÓ HOLLYWOOD


Siempre me ha intrigado la personalidad de Robert A. Evans (a la izquda. de la foto, junto a Roman Polanski), un productor que, en cierta manera, «revolucionó» la industria del cine en una época que resultaría favorable para ello. Él era la comidilla del Hollywood de finales de los años sesenta y setenta, (co)protagonista de una y mil anécdotas que nunca sabías si se ceñían a la verdad de los hechos o eran simples fabulaciones. Hace años pasé por alto el estreno de El chico que conquistó Hollywood (2002), basada en la propia novela de Evans, pero ahora la he podido recuperar en DVD, llevándome una grata sorpresa porque escapa del habitual formato al que nos tienen acostumbrados los documentales sobre personalidades que basculan entre lo hagiográfico o bien se significan como una reflexión cargada de buenas intenciones, pero de ritmo moroso, cuando no cansino que te retiene ante la pantalla tan sólo si el biografiado es plato de tu gusto.
Este año se cumple el 50 aniversario del estreno de su primera película en la gran pantalla, El hombre de las mil caras (1957), en el que Evans dio vida a Irving G. Thalberg, productor prematuramente muerto y, a la sazón, esposo de Norma Shearer. La menuda actriz descubrió a Evans en una piscina y le invitó a que participara en el film protagonizado por James Cagney, en otra exultante muestra de su talento innato, haciéndose suyo el personaje del actor Lon Chaney. Allí empezó todo. A partir de este fortuito encuentro con Shearer se va tejiendo la historia de Robert A. Evans para con el gran amor de su vida, al que le ha sido más fiel a lo largo de medio siglo: el cine. No podría ser de otra forma en el caso de alguien que ha coleccionado divorcios –un total de seis y un séptimo en trámite, además de tener un récord difícil de igualar: su quinta esposa, Catherine Oxenberg, treinta y un años más joven que él, le duró nueve noches–, el más sonado de los cuales sería con Ali McGraw, a la que se declaró durante el rodaje de Love Story (1970). El mejor cumplido que se puede hacer a El chico que conquistó Hollywood es que posee un estilo propio, que se desmarca de la plana mayor de documentales «vistiendo» el relato de los acontecimientos con una voz en off en primera persona que rebosa sinceridad, que lo hace a corazón abierto de quien se sabe que no tiene nada que perder. El propio Evans confesaría su culpabilidad de la ruptura de conyugal con McGraw, quien buscó refugio sentimental en Steve McQueen en los meses que el productor «enloquecía» con el proyecto de El padrino (1972). Muchos lugares comunes se dinamitan en este documental arbitrado desde un ejercicio de humildad difícil de imaginar en la narración de un hombre que pudo exclamar aquella célebre frase dicha por Cagney en Al rojo vivo (1949): «¡Mírame mamá, estoy en la cima del mundo!». Pero una vez allí, situado en la alturas, Evans pudo ver que aquel mastodóntico decorado que era Hollywood también se encontraba recorrido por cloacas, por un alantarillado en el que se acabaron precipitando tantos sueños e ilusiones... Evans vivió su particular via crucis, ingresando en un psiquiátrico. El tycoon había tocado fondo en los años ochenta, envuelto en asuntos de compra y consumo de estupefacientes, salpicado por un homicidio del que se enteró a través de la prensa y otros tantos asuntos turbios, sin olvidar su rosario de divorcios. Pero Evans se sabía un «inmortal»; estuvo al borde de desaparecer de una forma física (Sharon Tate le invitó pero declinó asistir a una fiesta el mismo día que ésta fue salvajemente «sacrificada» por unos fanáticos inducidos por Charles Manson) y otra desde el plano profesional. Su salvación in extremis resultó ser uno de los hits de principios de los setenta: Love Story. En un tape rodado en un fin de semana por Mike Nichols, Evans sintetizó ante los directivos de la Paramount su propósito de enmienda para con el cine, dejando claro su compromiso con el proceso de producción y con la sociedad que le tocó vivir. Quien tenga una imagen de Robert Evans como un hedonista, un playboy, un gestor cinematográfico que tan sólo olía el dinero detrás de una u otra producción, se equivoca. El chico que conquistó Hollywood nos desvela, en su ejercicio de honestidad, que aquel actor autodefinido «mediocre» pasaría a ser, después de cometer numerosos errores, una persona sabia. La misma sapiencia que le hace abrir su documental con la siguiente sentencia: «hay tres tipos de puntos de vista sobre los hechos: el tuyo, el mío y la verdad», para apostillar, en otra de sus lúcidas reflexiones, ya fuera del contexto de este documental, que «si escribiera la verdad de lo que sé, el libro (El chico que conquistó Hollywood) tendría 10.000 páginas». Pero seguramente con este volumen de páginas, traducidas a un guión, no podría aportar una reflexión tan precisa y certera sobre el género que mejor conoce, el femenino: «si un hombre cree alguna vez lo que piensa una mujer, entonces no sabe nada». Unas mujeres que han sido las «antorchas» que han guiado un camino errático, que han conformado los «días de vino y rosas» de su existencia. De sus fiascos amorosos Mr. Evans apenas puede vanagloriarse, pero sí de haberse involucrado en proyectos que, al menos para un servidor, han ido moldeando en su subconsciente desde pequeño que el cine, a veces, imita al arte e incluso llega a perpetuarse como una pieza de arte. Allí están La semilla del diablo, El Padrino, Chinatown o Marathon Man para certificarlo. Feliz aniversario, Mr. Evans, ahora que no eres famoso y has pasado a ser un sabio. A mi (tu) manera, como diría Frank Sinatra, cuyo divorcio con Mia Farrow se debió a la obstinación de Evans, en uno de los capítulos de este soberbio dcumental más esclarecedores de la determinación de Evans por buscar la excelencia en la gran pantalla, y que pone su broche un Dustin Hoffman en un antológico monólogo donde la peculiar voz del productor neoyorquino toma cuerpo en este «Pequeño Gran Hombre» de la interpretación.

martes, 29 de julio de 2008

EXPEDIENTE X: FIN DE FIESTA

La asistencia a la proyección en salas comerciales de Expediente X: creer es la clave (2008) me ha permitido reencontrarme con los personajes principales de una de las series que seguí con inusitado interés en la década anterior. Como Twin Peaks, Expediente X ha sido una de las pocas series que me ha mantenido atrapado a lo largo de varias temporadas a finales de la pasada centuria sin una explicación demasiado convincente dada mi desconfianza sobre fenómenos paranormales, ufología y demás asuntos que traspasan las fronteras de lo racional. Pero había algo envolvente en su puesta en escena y en su música con apenas cuatro notas (cortesía de Mark Snow), un cuidado por el detalle que hacía posible que durante una hora —sin contar los cortes publicitarios— me evadiera del entorno y conectara con las pesquisas de Mulder (David Duchovny) y Scully (Gilliam Anderson) para resolver sus expedientes «X». Algunos de éstos quedarían en el limbo y se retomarían en otros capítulos posteriores, afianzando de esta forma una audiencia que pronto no dudaría en proclamar a los cuatro vientos que era fan de la serie creada por Chris Carter. Esta segunda entrega cinematográfica de X-Files representa el cierre, el colofón a dieciséis años de fidelidad a unos personajes que se han erigido en estereotipos, a efectos de las series de nuevo cuño, que invaden las parrillas televisivas en franja nocturna. El aspecto desaliñado de Fox Mulder invita a pensar que han transcurrido suficientes años —un total de siete— para que su figura altiva pierda consistencia, a diferencia de la doctora Scully, cuyos rasgos ganan enteros en pantalla grande, luciendo una expresión llena de ternura y bondad que demuestra una porción de su gran categoría interpretativa, desafortundamente desaprovechada en este medio. Despachada por los que nunca han mostrado demasiado aprecio por la serie como «un-capítulo-alargado-de-la-serie-Expediente X», en realidad, EX, Creer es la clave tiene un fundamento más dramático, permitiendo una exploración en la naturaleza de unos personajes que se debaten entre la fe y la razón. Contra viento y marea, Chris Carter, asimismo en funciones de director —labor que no le fue ajena en la serie, firmando algún capítulo tan soberbio como el de The Post Mortem Prometheus (1998), el único en blanco y negro, a modo de homenaje a El hombre elefante (1980), sin excusar el tributo a Máscara (1985)— ha podido preservar uno de los misterios que más debates ha generado X-Files: la relación sentimental existente entre Mulder y Scully. Pero más aún que en la serie, en el film Carter se potencia un «ritual» de miradas que sustituyen al valor de la palabra, dejando asimismo entrever en la parte final el rol paternalista que asume Walter Skinner (Mitch Pileggi) en una pareja de (ex)agentes del FBI que difícilmente podrán reemplazar, a nivel de carisma, otros colegas del Cuerpo en las series creadas al albur del éxito de X-Files. Bien es cierto que, a partir del la octava temporada, que se abría con un capítulo donde se daba por desaparecido a Mulder —por aquel entonces, remiso a renovar su contrato—, la serie entró en barrena y asomaban demasiados casos de abducciones. En un barrido por el espacio sideral sería más que probable encontrarnos a más de uno de los guionistas de la serie Expediente X. La resolución o el plot de algunos capítulos sencillamente no tenían explicación. El regreso de Mulder al redil de la serie no sería aval suficiente para que recuperaran el pulso de sus primeras temporadas, sembradas de auténticas gemas rodadas para la pequeña pantalla en periodo finisecular.
No demasiado convencidos de involucrarse en el proyecto cinematográfico que preparaba Carter tras la clausura de la serie, Duchovny y Anderson acabarían aceptando el envite presumiblemente condicionados (cheques de seis cifras al margen) por la inesperada muerte de Randy Stone el año pasado, el que había sido, por su condición de director de cásting, uno de los principales responsables para que ambos encabezaran una de las series más longevas —con un total de 201 capítulos— y de mayor calidad de la era reciente de la televisión. La siempre estimulante presencia de Amanda Peet y la portentosa composición de Billy Connolly —con una sospechosa apariencia física al propio Chris Carter con su media melena y el pelo cano— ayudan a digerir mejor este fin de fiesta que supone X-Files para los aficionados de largo recorrido a la serie que nos hizo creer que había algo más allá... de la televisión basura. En definitiva, una serie como la copa de un pino.

domingo, 27 de julio de 2008

UNIVERSO BALLARD (II): AUTOPSIA DEL NUEVO MILENIO


Movido por la lectura reciente de dos de sus novelas —una de ellas, una pieza maestra, El imperio del sol (1984)—, la exposición que se tributa a Jim Graham Ballard en el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) hasta el 2 de noviembre ha sido una ocasión ideal, fruto de la pura casualidad, para ampliar miras en torno al gran escritor británico. Bajo el comisariado de Jordi Costa, quien ya había colaborado en idéntico cometido en otra exposición a cargo del CCCB, Autopsia del nuevo milenio responde perfectamente a las expectativas de aquellos que sentimos afinidad por el escritor y, por extensión, pensador del siglo XX y de la primera década del presente siglo, la única que, dada la grave enfermedad que padece, tiene visos de completar. Una larga, infinita escalera mecánica —el primer guiño, intencionado o no, a Ballard y a la portada de su novela que acaba de visitar nuestras librerías, Bienvenidos a Metro-Centre (2006)— nos transporta hasta las entrañas de una exposición en que el acento típicamente british del maestro de la literatura contemporánea resuena en cada una de las salas multimedia habilitadas para la ocasión que resigue un itinerario de fácil recorrido. Pantallas de distintos tamaños —entre las que ocupan el ancho de una sala con proyecciones de algunos films que Ballard sintetiza con una sola y afortunada frase (Mad Max, Alien, el octavo pasajero, etc.) hasta imágenes que se exhiben en un rosario de móviles distribuidos a las puertas de la salida—, facsímiles de New Worlds y The Magazine of Fantasy and Science-fiction en las que Ballard velaría sus primeras «armas» literarias, una colección completa de sus obras publicadas por orden cronológico y una sala que simula la planta de un hospital con un claro regusto a los espacios asépticos, carentes de vida que refleja en sus escritos, forman el grueso de esta exposición. La refrigeración del lugar ayuda a sumergirse en ese universo ballardiano, cuyo «profeta» se proyecta, cuál holograma, acompañado de un discurso tan medido como su prosa, interactuando con el visitante en una performance en la que una batería de preguntas tan sólo tienen respuestas en forma de monosílabo mientras la cámara se concentra paulatinamente en la pupila de su ojo izquierdo. De ahí puedes entresacar la materia humana de la que está hecho Ballard, quien en otro espacios —unas pantallas de reducido tamaño— asevera que el asesinato/magnicidio de John F. Kennedy marcaría un punto de inflexión en la forma que hasta entonces habíamos procesado la comunicación, o esgrime las analogías existentes entre los escritores de ciencia-ficción y los surrealistas. Una influencia que se deja sentir sobre todo en los primeros trabajos literarios de Ballard, cuya publicación pensó que le reportarían el dinero suficiente para comprar un cuadro de uno de los surrealistas por excelencia, Paul Delvaux (1897-1994). Empero, la valoración al alza de esta corriente pictórica en los años setenta y ochenta hizo imposible la compra de ninguna de sus obras. Pero Ballard, lejos de refugiarse en un sentimiento de resignación, contrató los servicios de Brigid Marlin para que hiciera una reproducción del cuadro El espejo, que pasaría a presidir el salón de la residencia de Shepperton del genial escritor. Otra reproducción de la misma obra hecha por encargo del CCCB es la que forma parte de esta exposición que asimismo hará las delicias de los devotos de David Cronenberg, un ferviente lector de Ballard en sus años de juventud al que, al margen de su adaptación de Crash (1973) —la anécdota que tuvo lugar en la exposición del New Arts Laboratory mientras daba forma a esta obra, es impagable— debe extraoficialmente el argumento y la atmósfera malsana de Vinieron de dentro de... (1976), sacada de su novela Rascacielos (1975).
En otro tiempo y en otro lugar, Autopsia del nuevo milenio sería tachada de una exposición con peaje a la polémica: casi oculto en una de las primeras estancias de la misma, se destaca una frase de Ballard, a propósito de sus experiencias vividas durante la Segunda Guerra Mundial en Shanghai: «De no ser por el súbito fin de la guerra, (los japoneses) habían tenido plena libertad para deshacerse de nosotros; y fue únicamente la bomba atómica la que nos salvó la vida. La luz perlada que quedó suspendida sobre Lunghua me recordaría para siempre el milagro salvador de Hiroshima y Nagasaki». Ballard puede que desaparezca pronto debido a su maltrecha salud que le ha impedido a asistir a la presentación de esta exposición. Sin embargo, su literatura permanecerá como una de las que mejor ha sabido describir el futuro que se nos avecina, el que está al doblar la esquina y que arroja más sombras que luces sobre nuestra realidad cotidiana. Y eso que uno es optimista por naturaleza, pero Ballard suele dar en el clavo...

viernes, 25 de julio de 2008

UNIVERSO BALLARD (I)


Referirse a la publicación de la literatura fantástica en nuestro país pasa por citar en primer término a la Editorial Minotauro. Cumplido hace unos pocos años —concretamente, en 2005— su medio siglo de existencia, Minotauro prosigue su andadura a la hora de ofertar novedades de la fantaciencia con la reedición de buena parte de su catálogo recientemente adquirido por Planeta. No escapa a nadie que tras esa operación de compra el gigante editorial ha querido exprimir el potencial de ventas de los libros de J. R. R. Tolkien, más aún cuando se anuncia una adaptación a la gran pantalla del Hobbit para los años venideros. No obstante, las nuevas ediciones del fondo editorial de Minotauro permite poner al alcance de las nuevas generaciones autores de la categoría de Jim Graham Ballard (1930). Aunque en mi web personal no lo incluya entre las personalidades que destaco por motivos de espacio, Ballard es uno de mis escritores de cabecera. Sencillamente, se trata de un prodigio a la hora de anticipar mundos. Se ha «acusado» a los escritores de literatura fantástica que la mayoría de sus vaticinios han caído en saco roto y tan sólo uno de ellos fue capaz de predecir el invento que está condicionando nuestras vidas, para bien y para mal: internet. Pero el autor británico ha dado varias veces en la diana, ya que su literatura milita en el terreno de la anticipación con elementos cotidianos que han acabo moldeando y transformando nuestras existencias. Después de una etapa de inmersión en su prosa diáfana —no así el hilo argumental de unas historias, algunas difíciles de seguir— y perfectamente calibrada, he regreso a la lectura de Ballard con dos de sus obras: El imperio del sol —de la que he hecho una reseña en Cinearchivo en función de su carácter de novela adaptada al cine (ver comentario)— y Bienvenidos a Metro-Centre (2006), ambas editadas, cómo no podría ser de otra forma, por Minotauro.
Hace poco escuché unas declaraciones de Arturo Pérez-Reverte, en plena promoción de su última ficción literaria, que abandonaría su actual ocupación antes que sus amigos o allegados le hicieran ver que se estaba repitiendo, que no hacía más que referirse a su propia obra y buscar recursos que ya había utilizado en el pasado. Enseguida pensé en Kurt Vonnegut (1922-2007), otro de mis autores predilectos, pero que sus últimas obras ejemplificaban lo que Pérez-Reverte quisiera evitar a toda costa. A tenor de la lectura de Bienvenidos a Metro-Centre no estoy tan seguro que eso le haya ocurrido a Ballard, quien se sabe al final de su ciclo vital merced al cáncer que se le ha diagnosticado y del que da fe en Miracles of Life (2008), un libro con márchamo de autobiografía (parcial) aún pendiente de publicación en lengua castellana y catalana. Más bien, Ballard trata de cubrir todos los flancos posibles, todos los espacios que habían quedado en el tintero, susceptibles de trazar una visión del mundo donde la religión suprema se llama consumismo. A través del personaje de Richard Pearson, un publicista inglés, a la búsqueda y captura del asesino de su progenitor en pleno Metro-Centre —punto neurálgico comercial próximo al municipio de Brooksland—, Ballard describe el peor de los escenarios morales a los que parecemos destinados en un futuro próximo. Un centro comercial de una ciudad media del sur de Inglaterra —el Metro-Centre— toma el relevo a las terminales de aeropuerto de Milenio negro (2003) como lugar transitado por terroristas de nuevo cuño que buscan quebrar el orden establecido. Bienvenidos a Metro-Centre podría formularse en el terreno de la fábula social al estilo La naranja mecánica (1962), de Anthony Burgess —un admirador de Ballard, dicho sea de paso—, pero en lugar de los drugos tenemos a una prole de seres ultraviolentos camuflados de supporters del equipo de fútbol local, que practican como «deporte alternativo» la patada al «balón» en forma de tendero pakistaní o kurdo. La mirada de Ballard demuestra que su cargador de mala leche y mordacidad sigue repleto y no se deja ninguna bala en la recámara al hacer de su visión distópica un reflejo del mundo del que acabaremos formando parte, si no lo hemos hecho ya. La connivencia de la policía frente al salvajismo de sus conciudadanos en plena cacería de los tenderos inmigrantes; los squaters parafascistas que reclutan en sus filas a «nobles» representantes de la clase media —muchos de ellos, acreditan profesiones liberales—, actores de tercera fila haciendo las veces de «mesías catódico» en los canales de cable de centros comerciales y la proclama del consumismo como bien supremo se integran en este universo típicamente ballardiano. Pronto, auguro, que este término se irá imponiendo entre los articulistas de prensa del Reino Unido y de otros rincones de Occidente al levantar acta del futuro que se nos avecina. Pocas veces ha sido tan apropiada una sucinta frase que refuerza el valor de compra de una novela como en esta ocasión: «Otros escritores describen; Ballard anticipa. Él nos ha proporcionado nuestros propios mitos del futuro cercano» (Will Self). Volveremos sobre Ballard con motivo de una exposición que el Centro de Cultura contemporánea de Barcelona (CCCB) le dedica desde el pasado día 23 de julio.

martes, 22 de julio de 2008

ESTO ES PARA TU MADRE / AIXÒ ÉS PER A LA TEVA MARE


Quiérase o no, cada uno de nosotros estaríamos prestos a borrar algunos momentos de nuestra existencia, poder rebobinar y rectificar aquel instante que ha quedado grabado a fuego en nuestra memoria. La vida, a menudo, nos tiende una alfombra de brasas que nuestros pies desnudos de inocencia nos llevan a sortear y, al cabo, al final del camino, buscar asidero en un estanque de agua calma y templada que mitiga el dolor y se nos revela en forma de amistad. Hace años, quizás una docena, conocí a una persona llamada Tomás Fernández Valentí, en un entorno poco propicio para cultivar ese bien supremo llamado amistad, en un mundo, el del cine, en el que abunda la mezquindad, la zafiedad y la perenne invitación a una deserción que tomaba la apariencia de compromiso. La modestia de Tomás es una de las múltiples virtudes que le adornan frente a la arrogancia y al ombliguismo que practican muchos, sin reparar que la vida es mucho más llevadera si prescindes de esa carga que tantas amistades ha ahogado y ha arrojado islas de vanidad en un terreno yermo de inquietudes, de camaradería y de ese verbo tan preciado y, al mismo tiempo, tan difícil de conjugar como es el de compartir. En todo este tiempo he compartido y cultivado con Tomás el valor de la amistad en una generosidad por su parte que no tiene límites. Sencillamente, es una de las más grandes personas que he conocido. Que sea un excelente crítico y escritor cinematográfico no me movería más allá de la admiración y el respecto por su labor profesional; su grandeza nace de su forma de ser. Gracias, Tomás, por tu amistad y hacer que los que te rodean sean mejores personas. Y para su hermano, Ricard, que hoy nos ha dejado boquiabiertos con una lección de entereza al evocar a su madre, en un parlamento que repasaba someramente los capítulos de la evolución en la vida de Griselda. Unos primeros años marcados por la lucha diaria en un barrio obrero de la Ciudad Condal, no demasiado lejano de la percepción que pudo haber tenido una joven Sinéad O’Connor en la periferia de su Dublín natal.


Reproduzco algunos de los estribillos de This Is to Mother You, que Sinéad compuso hace años, como homenaje a Griselda, a quien tan sólo pude comunicarme a través de una voz dulce y revestida de amabilidad.

«Esto es para tu madre
Para confortarte y conseguirlo hasta el final
De principio a fin cuando las noches sean solitarias
De principio a fin cuando los sueños sean tan sólo melancólicos
Es para tu madre

Éstos estarán contigo
Sosteniéndote y besándola también
Porque cuando tú me necesites lo haré
Para que tu propia madre no lo haga
Porque es para tu madre
»

«Això és per a la teva mare
Per a reconfortar-te i aconseguir-ho fins el final
De principi a fi quan les nits siguin solitàries
De principi a fi quan els somnis siguin tan sols melangiosos
És per a la teva mare

Aquests estaràn amb tú
Sostenin-te i fent-li també un petó
Perquè quan em necessitis ho faré
Per a que la teva pròpia mare no ho faci
Perquè és per a la teva mare
»

Això és per a la teva mare,

I per a Tomàs, Ricard i familia,

De tot cor, Christian




sábado, 19 de julio de 2008

BIENVENIDO, MR. MONTILLA

A unas semanas vista de la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín o Beijin —como gusta decir a los puristas—, viene a colación un símil deportivo tan trasnochado como repetido que le oí en boca del Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya, José Montilla, en campaña electoral hace unos años. Ya saben, aquello del corredor que empieza más rezagado y acaba ganando al que iba por delante, demasiado confiado. En la voz de José Montilla no quedaba duda de que el PSC era quien asumía el papel del atleta que protagonizaba la remontada. El marco no podría ser más propicio para captar la atención de los asistentes: un acto electoral que congregaba a personas del mundo del deporte afines a los postulados socialistas, en horario matutino. Ese relato me dejó un tanto pensativo no por su carga de profundidad sino por la convicción de los asesores del President de que esa era la metáfora adecuada en semejante contexto. Con su habitual registro plano, el político de ascendencia cordobesa lo pronunció y se quedó tan ancho. En su fuero interno, los asesores debieron respirar hondo y tener la certeza de que otro discurso no cabía: el mensaje bien llano, no vaya a ser que le hagamos recitar algo complicado extraído del catálogo de los hermanos Kennedy o de Chomsky y la liemos. Cavilaron y concluyeron que a un personaje gris le corresponde un discurso gris; así la audiencia no sospechará que todo ha sido «cocinado» a sus espaldas intelectuales y casará a la perfección con su perfil bajo, subterráneo, como diría el escritor Juan Marsé.
Extraños mecanismos operan en la política autóctona que han llevado en volandas a reelegir como cabeza visible del PSC a una de las personas más mediocres posibles en el ámbito de la política. Pisando nuevamente el campo del símil, José Montilla es aquel Mr. Chance que recalaría en la Casa Blanca para regir los destinos de la nación estadounidense con un pasado que le comprometía hasta entonces con las labores de jardinero, a las puertas de una bien ganada jubilación. Esta fábula social había sido planteada por Jerzy Kozinski (1933-1991) en su libro Being There, que cautivó a Peter Sellers hasta el punto de querer interpretarla en la gran pantalla con el concurso de Hal Ashby en la dirección. El que acabaría convirtiéndose en el canto de cisne del cómico británico ejemplifica ese concepto de mediocridad de la clase política, capaz de (re)elegir a un hombre exento de la formación académica mínima indispensable, para estas lides, alejado del vocablo carisma pero con los arrestos suficientes para pronunciar un discurso ramplón que cale entre el electorado.
Movido en su día por el interés que me generaba un director como Hal Ashby con un discurso progresista nada sospechoso, acudí a ver Bienvenido Mr. Chance (1979) en su tardío estreno —una decena de años de decalaje en relación a su fecha de producción— en nuestras salas comerciales. La revisión del film me ha reafirmado en las semblanzas existentes entre Montilla y Chance —incluso en lo físico: un pelo entrecano y con la frente despejada (Ver imagen anexa)—, aunque un detalle me sobrecogió hasta el extremo de intercalarse las imágenes de uno y otro en mi subconsciente. Ninguno de ellos tiene la costumbre de girar el cuello para reparar en el rostro de quien les habla; tanto Montilla como Chance desplazan todo su cuerpo para situarse frente al «espejo» de su interlocutor. Es como si ambos anularan la visión lateral y solo establecieran un diálogo si fijan la mirada con la persona que tienen cerca. Presumiblemente, este sería uno de los argumentos a favor de Montilla para su elección entre una nube de candidatos que no tienen ese don, esa cualidad innata para saber mirar a la cámara y dirigise directamente a los ojos de los espectadores. La abismal profundidad de su mirada, que se intuye tras unas lentes que corrigen su miopía, provocan un efecto hipnótico que basta y sobra para «susurrar» al televidente que estamos ante un gestor de primer orden, un ser tocado por el seny, un analista como pocos de la realidad que nos envuelve. Hoy en día, lo que se requiere son gestores no políticos presumidos que luzcan palmito cogidos de la mano de pibonas en un ejercicio de ostentación pública que debe molestar a la plebe. La consigna está clara: lo gris se lleva en esta era de socialismo atrincherado en el poder. Sin embargo, para un servidor, la reelección de José Montilla como máximo mandatario del PSC en el congreso del partido de este fin de semana me reafirma en la idea de que ha vuelto a triunfar la mediocridad, en esa querencia intrínseca a todos los partidos nacionales y/o estatales de primar a los gestores de temperamento sumiso frente a intelectuales o personas bregadas en el conocimiento, que los hubo, caso del malogrado Ernest Lluch o, en un peldaño inferior, Pasqual Maragall, en la formación política catalana que ahora rige sus destinos nuestro particular Mr. Chance. Pero, ¿cómo ha conseguido semejante logro Mr. Montilla?: «Estando aquí» (próximo al poder, añado), como reza la traducción literal de la novela de Kozinski. A la espera de la aparición en el mercado de una biografía sobre este self made man de origen andaluz, con este libro podemos tener una aproximación bastante fidedigna del perfil de persona que ha accedido al puesto de mando de la política catalana desde hace unas temporadas y que, para desesperación de Artur Mas si su proyecto de «Casa Gran del Catalanisme» no cuaja, serán otros cuatro años, siguiendo la misma proporción temporal que los Juegos Olímpicos.

jueves, 17 de julio de 2008

HEDY LAMARR: LA MUJER DE LAS DOS CARAS


En esas horas «muertas» que uno pasa frente al televisor —las menos, dicho sea de paso—, contemplé un documental que, a priori, parecía formar parte de las típicas series consagradas a las «vidas ejemplares» (o no tanto) de estrellas cinematográficas. Pero a los pocos minutos me di cuenta de que aquel documental no estaba cortado por el manido patrón del Rise and Fall of... («auge y caída de»...) sino que era una caja de sorpresas en función de una personalidad que hasta entonces me había pasado desapercibida, excusando su belleza física, un punto sofisticada para la época, al igual que el desnudo que concitó a la polémica en Éxtasis (1932) y la dio a conocer con tan sólo dieciocho años. Su nombre: Hedwig Eva Maria Kiesler, artísticamente Hedy Lamarr (1914-2000). Pues bien, la que había sido bautizada como «la mujer más hermosa del cine», fuera de los platós tuvo una existencia que escapa al estereotipo de estrella cinematográfica presa de su éxito y de su físico. Más bien la física debería rendir cuentas con Hedy Lamarr, ya que ella sería la coinventora de la denominada conmutación de frecuencia («frecquency hopping») de espectro ensanchado. De hecho, la morena actriz contó con el auxilio del compositor George Antheil (1900-1959) —curiosamente, acababa de escuchar una de sus partituras para cine, The House By the River (1950), de Fritz Lang, en la Filmoteca de Catalunya— hoy enterrado en el olvido. Mientras Antheil tocaba el piano, Lamarr se le acercó y le propuso que reprodujera una serie de notas que pudieran interpretarse como frecuencias hasta un total de 88. De esta forma, Lamarr pretendía establecer un código de transmisiones capaz de detectar señales que pasaran desapercibidas por los aparatos de los que se disponían hasta entonces. Pues de aquella experiencia en común nacería uno de los inventos de los que mayor provecho ha sacado la humanidad en la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI, pero también con su vertiente negativa al ser empleado para usos militares. Por eso, la patente por la que Lamarr no cobró un solo dólar se registraría en 1942, siendo de inmediato catalogado de «confidencial» por parte del Pentágono. Al albur de éstos y otros temas surgirían las especulaciones sobre si la actriz de origen vienés —ciudad a la que retornaría en el tramo final de su vida— oficiaba de espía no para los nazis o los soviéticos, sino para los servicios de inteligencia de Gran Bretaña. La visión de Calling Hedy Lamarr (2004, George Misch) me ha provocado un vuelco sobre la impresión que tenía hasta entonces de la protagonista de Noche en el alma (1944), dejando en segundo plano el mito erótico que la proyectó a nivel internacional, para quedarme con una personalidad fascinante, de una inteligencia privilegiada, capaz de desarrollar una formulación en clave matemática que sentaría las bases de aparatos hoy tan comunes como los móviles, los walkie-talkies o demás artilugios radioeléctricos. En el lado negativo, como decía, los técnicos militares norteamericanos se lo apropiaron nada más patentarse en el ecuador de la Segunda Guerra Mundial. Pero como pasaría con internet: el uso militar de la conmutación de frecuencia de espectro ensanchado ha tenido una aplicación más práctica para la humanidad gracias a un músico que ni los coineusseurs de las bandas sonoras se decantan por reivindicar (presumiblemente por el desconocimiento de una obra dispersa y de difícil acceso) y a una actriz La... marr despabilada que hacía honor al título de una de las películas que la ayudaron a encumbrar como «diosa» del celuloide, The Strange Woman (1946).

lunes, 14 de julio de 2008

«TECHNOPHILES»


A falta de la aprobación en los años venideros de nuevos vocablos susceptibles de incorporarse al diccionario de la RAE (Real Academia de la Lengua Española), no tardaremos en ver oficializado un término equivalente a Technophiles, que se utiliza en los países anglosajones para referirse a los adictos a las nuevas tecnologías. La noticia de la aparición en el mercado del iPhone 3G de Apple ha servido para dejar a las claras que esta adicción dista de revelarse marginal en nuestra sociedad. En un santiamén se agotaron los 10.000 iPhone que se pusieron a la venta la pasada semana. Allí estaban los technophiles, encomendándose a algún santo o santa para que ellos fueran los «escogidos» de tan preciado aparato, movidos por la idea de que quizás la adquisición del mismo pueda cambiar sus destinos. Me parece sangrante que esos mismos que se «conmueven» frente al televisor (de plasma, of course) cuando un grupo de lugareños de Centroamérica, del África sudsahariana o de Asia se agolpa frente a puntos donde se reparte comida con la única perspectiva que la pura supervivencia, repitan idéntica mecánica pero por el mero hecho de hacerse con el nuevo iPhone. Esa espiral consumista en la que hemos quedado atrapados ha creado celdas sociales en un escalado de menor a mayor dependencia. En la cúspide de la misma ya se sitúan estos adictos a los nuevos dispositivos electrónicos incapaces de ni tan siquiera esperar a aterrizar un avión y sacar un fajo de billetes de euros para disponer, a 9.000 metros de altura, de un artilugio de nueva generación que será la comidilla entre groupies. Esa imagen de puro delirio consumista la viví in situ en un vuelo de British Airways que cubría la distancia entre Londres y Barcelona. Mientras sobrevolaba territorio catalán entendí que esa actitud febril de una de las pasajeras de British tenía un efecto metafórico: un fenómeno nacido en uno de los centros neurálgicos del consumismo tecnológico de Occidente no tardaría en propagarse en países como España. Y en algo más de un año aquel pensamiento se ha transformado en una constatación absoluta: vivimos tiempos de zozobra económica, pero crece aritméticamente las personas enganchadas a los nuevos modelos tecnológicos en la prospección de una realidad virtual que ya nos la venía anunciando el «mesías» de la ciberliteratura fantástica, Brian Gibson. Su colega Aldous Huxley se dejó en el tintero proveer a los hombres alfa, beta, gamma... de su Mundo feliz de una especie de apéndice de plástico que ordenara/programara sus respectivos quehaceres diarios. Más que un complemento a los ojos de los technophiles deviene una prolongación orgánica más utilizada que la masa amorfa y viscosa revestida de hueso que descansa sobre nuestros cuerpos. A este paso, tampoco echarán demasiado en falta el aparato sexual más allá de orinar porque confiarán en que pulsando una tecla de su ultramoderno iphone tendrán sesión orgásmica por un módico precio. Aún así no serán los 25 € de coste mínimo que obligan a consumir a los que han adquirido el iphone 3 G si no quieren perder tan codiciado tesoro. Un juguete tecnológico del que pronto se cansarán cuando se masifique su venta (prevista para finales de este mismo año: una eternidad para esta nueva plaga que toma el relevo a los fashion victims en el colmo de la modernidad). Entonces ya aparecerá otro artilugio que sacie sus aspiraciones vitales y que les invite a pensar que la felicidad pasa por ver a su pareja, amigos y/o familiares en pantalla ultraplana de 50 megapíxels y un sonido que reproduzca con una calidad apabullante términos tales como «te quiero». Claro que si se producen reverberaciones y el «mensaje» deseado no llega con la suficiente nitidez siempre estaremos a tiempo de cambiar de operadora una vez liberados del yugo del monopolio de Telefónica. Pero lo que «ellos» no parecen advertir que han salido de un monopolio para caer en las redes de otro monopolio mucho más dañino: el de la estupidez enfundada de modernidad. Confío en que mi mente me preserve de la tentación de caer en una idolatría por los apartados tecnológicos de última generación y conserve el mismo móvil, al menos, durante un par de años aún a pesar de las miradas displicentes que ese acto pueda generar.

viernes, 11 de julio de 2008

COSAS QUE NUNCA TE DIJE... SOBRE EL CINE ESPAÑOL

En los más de cien años de existencia del cine español nunca se ha hablado de una «edad de oro» o algo similar. Más bien, la palabra crisis es consustancial a una disciplina artística que nos ha legado una muestra raquítica de grandes obras, accesible tan sólo a un puñado de nombres propios (Luis G. Berlanga, Víctor Erice, Edgar Neville, etc.), a los que en los últimos años se han sumado otros tantos. Pero no podemos escudarnos en que una baja producción de títulos tiene como consecuencia directa una menguada cantidad de obras de enjundia: en España se producen unas cien películas al año, a diferencia de nuestra vecina Portugal que se queda en seis o siete de media. Claro que de este centenar son tan sólo dos terceras partes las que llegan a proyectarse en salas comerciales, la mayoría por aquello de la denominada «cuota de pantalla» que (sobre)protege, verbigracia del ministerio de turno, el cine patrio sin otro criterio que su denominación de origen. Imaginaros con qué medios se llevan a cabo este excedente de una treintena de producciones, que ni la «cuota de pantalla» las salva.
Hablar del cine español es entrar en un barrizal de intereses oscuros y de tejemanejes. Al final, lo que menos importa es el film en sí mismo: la caza de la(s) subvencion(es) representa al primer objetivo de unos productores que, sabedores que el cine hispano es como jugar a la ruleta rusa (una de cada diez tan sólo puede ganar dinero), se aseguran lanzar el dardo en cualquier punto de una diana con distintos círculos que distinguen al Ministerio de Cultura, al ICAAC, a las televisiones estatales, autonómicas, privadas, etc. Un aspecto determinante para cuadrar balances, que han llevado a las productoras audiovisuales a una extraña, por perversa, práctica en la contratación de especialistas «caza-subvenciones», que se saben todos los recovecos y los circuitos burocráticos a seguir para alzarse con un suculento «botín» que, ni de coña, lograrían en taquilla. Pero aquí no queda la cosa e incluso algunas productoras se las ingenian para comprar entradas y, calculadora en mano, saber que este ardid les compensará, oh milagro, para acceder a otra subvención al lograr (aunque sea por esta vía tan bastarda) superar una cifra de recaudación en taquilla. Esto me lo explicó un director catalán como si fuera lo más natural del mundo, como el que se toma una manzanilla antes de ir a misa, quizás con el ánimo de purgar las impurezas intracorpóreas y morales. Aún así, las cuentas a veces no salen pero siempre habrá un negocio a nombre de uno de los productores o de la santa de uno de éstos, que desgrave a hacienda y el resultado neto de la operación, cuando menos, arroje cero.
Sin embargo, con la crisis cayendo en cascada, pintan bastos para el cine español ya que los espectadores avisados se guardarán mucho de apoyar a un sector que vive permanentemente de las subvenciones, inyectando cantidades ingentes de dinero por parte de los estamentos (para)gubernamentales en lugar de destinarlos a otros sectores faltos de recursos provenientes de la hacienda pública. Entonces, ese mínimo porcentaje de asistencia de público que, al menos, debía figurar en las estimaciones de los productores si querían rascar algo, se quedará en agua de borrajas porque, puestos a escoger, los espectadores se decantarán por ver una producción extranjera que apostar por un título español que, por si no lo sabían, antes de su estreno tiene el presupuesto cubierto por esa cosa llamada subvención. Riesgo 0.
A todo ésto falta un elemento que me he reservado para el final: ¿importa el contenido de las películas? Mi valoración es que a los productores es lo que menos les interesa. Se rigen por parámetros tales como que el director sea novel o no tenga más de tres producciones estrenadas (subvención al canto), que la historia se cuente entre cuatro paredes, o acontezca en la villa de Madrid, en un barrio del extrarradio o en un pueblo perdido donde el alcalde se enrolle (no vaya a ser que se dispare el presupuesto), a poder ser que la música se grabe con sintetizadores (a quien le importa lo que suena de fondo, se deben interrogar) o, en el mejor de los casos, con temas de los Melendi de turno que estén de moda... Ah. Me descuidaba. Género: comedia, drama. También hay la opción de drama y de comedia. Si no hemos triunfado en la ciencia-ficción, para qué intentarlo.
Con este panorama, huelga decir que el guión que acabo de escribir a partir e mi propia novela, El enigma Haldane, un thriller de anticipación con el tema de la clonación humana de fondo, seguramente verá la luz fuera de nuestras fronteras. La historia, que se desarrolla fundamentalmente en Escocia y Londres, me han llevado a esta determinación, pero también mi desapego y falta de credibilidad para con una industria (sic) española en la que me sentiría como si estuviera en la piel de Indiana Jones en un episodio de El templo maldito. Y a un servidor los reptiles le dan un cierto repelús.

martes, 8 de julio de 2008

ACELERANDO LA FASE R.E.M.: UNA JORNADA DE ENSUEÑO

De izqda. a dcha: Christian Aguilera, el guitarrista de R.E.M. Peter Buck y Álex Martín.

Uno de los primeros posts que publiqué en este blog hacía referencia al último trabajo discográfico de R. E. M., Accelerate (2008). Poco distinguido compacto que, sin embargo, no impedía que visitara un nuevo directo de los R. E. M. en una plaza tan extraña como la de Castelló d’Empuries, en los dominios de la Costa Brava. El acecho del viento de tramuntana, que ha ayudado a esculpir una geografía singular, podría jugar en contra de un espacio escénico situado a las afueras del núcleo rural de Castelló d’Empuries, en un inmenso claro circundado por un bosque típicamente Mediterráneo, y por plantaciones de girasoles y de maíz. Pero el peor aliado para la organización del Doctor Loft que cumplía su bautizo sería otro que repercute directamente sobre sus arcas: una pobre venta de entradas que tan sólo tuvo el consuelo final que, casi por arte de magia, con la caída del sol, asomaron al recinto nuevos rostros que dejaron en cinco mil la cifra, más o menos oficial, de asistencia. Pero ese efecto mágico se produjo al calor de la entrada en acción de los R. E. M. Horas antes, Álex Martín —una enciclopedia viviente en torno a los de Athens— y un servidor tuvimos un primer encuentro con uno de sus miembros, el guitarrista Peter Buck. Bajo un sol de justicia, a la espera que los Editors convocaran a algo más de peña que los imberbes The Pigeon Detectives —un grupo con visos de crecer si a su hiperactivo cantante no le da un golpe de insolación que le deje tocado de por vida—, al alzar la mirada intuí que aquel tipo de 1’90 con gafas de sol y camisa oscura no era otro que Peter Buck... Mientras los dos Mike, Stipe y Mills, a tenor de un comentario que harían sobre el escenario, debían seguir el apoteósico partido entre Nadal y Federer en Wimbledon, Buck se daba un garbeo por el recinto del festival sabedor que pocos le reconocerían y menos los que le abordarían para hacerle una foto secundado por auténticos desconocidos. Sencillamente, porque los fans de R. E. M. brillaban por su ausencia en aquellas horas de canícula. Prestos a inmortalizar aquel momento, solicitamos la participación de una joven oriental y ese instante lo recordaré siempre: la amabilidad de Buck echó el resto. La suerte nos había llevado de la mano y ya no nos soltaría hasta bien entrada la medianoche. Poco nos importaba a Álex y a mí que Iggy Pop & the Stooges convocaran a más público encima del escenario que a pie del mismo, para desesperación de un manager que debía estar acordándose de algún familiar de «la iguana» con sus «escamas» permanentemente hidratadas. Su rock trallero con multitud de arengas acompasadas del verbo que el rubio cantante (por utilizar una expresión) mejor sabe conjugar (fucking...) precedería a la función estelar de la noche. Dos modelos antagónicos convivieron en esa jornada: por una parte, la improvisación y la anarquía de Iggy Pop, quien compartió micro con alguna pubilla (con b) pellejona que lucía palmito en bikini, a juego con una bolsa de basura amarilla que recordaba de soslayo a la replicante «jamona» (léase Joanna Cassidy) de Blade Runner (1982). Iggy Pop entró como un elefante en una cacharrería con los ánimos un tanto encendidos pero no llegaron a prender la mecha... El contraste vino a eso de las 22 h 30, con un retraso de media hora sobre el horario previsto que hablaba de la profesionalidad de una banda que, aún a pesar de tener ante sí un número reducido de público, efectuaron un directo impresionante sin dejar al azar ningún detalle de puesta en escena. Reforzados por el batería Bill Irieflin y un segundo guitarra (viejuno él), Scott McCaughey, el trío de ases, esto es, la formación tipo de R. E. M., no se dejó llevar por un sentimiento de desmotivación o desidia (sabían que no estaban en el Coven Garden, sino más bien en el Corn Garden) y abrieron el primer bloque de canciones con Orange Crush. Hasta cuatro temas del último compacto llegaron a tocar, con el aderezo de Supernatural Superserious en un bloque final de cuatro temas, a cual más impresionante (Losing My Religion, la poco frecuentada en sus directos It’s the End of the World... y su habitual broche de fin de fiesta, Man on the Moon). Adaptado a los modos electroacústicos de su álbum postrero, remachados por un torrente de guitarras que tenían un efecto multiplicador con McCaughey más activo que el propio Buck, el concierto puso una nota de optimismo frente al bajón que nos dio a muchos la escucha de Accelerate. Michael Stipe atraviesa un momento de forma espectacular, haciéndose el amo de los escenarios pese a su escurridiza figura, esta vez, sin el antifaz a lo «tortuga ninja» que lucía en la gira de Around the Sun (2005) u olvidándose en el armario los pareos cuando visita los Mares del Sur. Stipe se nos hace mayor y ahora se deja aconsejar por Armani o alguno de sus sucedáneos. Ataviado con traje y corbata (de la que se deshizo en el ecuador de la velada), Stipe nos regaló algunas variaciones recorridas por lo electrónico de hits de los 80, Fall On Me o What’s the Frequency, Kenneth?, y otros temas ideados para ser coreados por el respetable, caso de Imitation of Life o Drive. Pero para un servidor se empezaría a abrir el cielo raso del litoral catalán moteado de estrellas mientras soplaba un viento de noche con The Great Beyond, una de sus piezas maestras que figura en antologías como The Best of R. E. M. (1988-2003). Por fortuna, vimos la mejor versión de R. E. M. hasta que el rugido de los motores de los coches estacionados en una suerte de parking improvisado me despertó de aquel sueño en forma de concierto, sin descuidar el preámbulo del encuentro con Peter Buck. Esa noche del 7 de julio de 2008 concilié el sueño en plena fase R. E. M. a eso de los cuatro de la madrugada. Si Álex, fue una jornada de ensueño. Y estuvimos allí para contarlo. God Bless to Peter, Mike & Michael, el terceto que sustenta desde hace casi treinta años una de las mejores bandas de pop-rock, por no decir la mejor, del planeta tierra: R. E. M.

sábado, 5 de julio de 2008

TIBURONES

Con nombre de cantante (o casi), Rob Stewart, en realidad, a lo que se dedica es a cantar las excelencias del tiburón y a preservar su supervivencia con campañas que abrazan desde la filmación de documentales hasta entrevistas concedidas a la prensa del país al que ha sido invitado. Si por él fuera, en su tarjeta de visita rezaría: «Abogado de escualos. Domicilio social: el mundo marino». Al parecer, cuando toca tierra firme Stewart no es para evadirse de las diferentes formas y tamaños de los escualos que deben inundar sus sueños, sino para arremeter contra todas aquellas corporaciones y gobiernos que amparan prácticas ilegales que, según su estimación, a cuarenta años vista, se extinguirán como sus ancestros. Detrás de estas prácticas existe un negocio turbio, al tiempo que lucrativo, que no propicia grandes titulares en los periódicos, semanarios o ediciones digitales ni tampoco contempla una investigación concienzuda coordinada por fiscales como Baltasar Garzón, que lleven a cabo operaciones de eco mediático al tratarse de víctimas que habitan en las profundidades de nuestros mares. En La contra de La vanguardia del pasado 4 de julio, lejos de invitar a un representante de la embajada de los Estados Unidos en España para pulsar el estado de las cosas en un día tan señalado para los norteamericanos, Víctor M. Amela, que tanto vale para freir un huevo como para zurzir un calcetín, se oxigenó de tanta aparición en programas de cotilleos y se puso frente a todo un experto en escualos. Los conocimientos de Amela en ictiología no iban más allá de haber revisado varias veces Tiburón (1975) de Steven Spielberg y quedar colgado de algún documental emitido en el Discovery Channel. Pero esa es la gracia de determinadas entrevistas; decantar el fiel de la balanza hacia el entrevistado, más aún al tratarse de aspectos científicos que el mortal de los lectores, incluido un crítico televisivo tot court, de un periódico de tirada nacional no tiene porqué conocer. Claro que el peligro que se corre es aquello de «no dejes que la verdad estropee un bonito titular», máxima del periodismo que cuenta su número de licenciados por aplicados seguidores, salvo honrosas excepciones que cumplen «condena» en publicaciones de limitada difusión. Al leer el titular de ese día en la contraportada del rotativo barcelonés («Si desaparecen los tiburones nos quedaremos sin oxígeno») uno estaría tentado de apadrinar un tiburón en cualquiera de sus doscientas cincuenta variantes (léase especies). La tesis que sostiene el canadiense Stewart es que la desaparición de los tiburones comportaría que se rompería la cadena trófica debido a que el equilibrio marino es decisivo para proveer de oxígeno a todo el planeta. La sugerencia/teoría/idea, llámese como se quiera, parece un tanto descabellada, pero lo que parece claro que en esa lucha diaria que sostenemos contra las injusticias debería figurar una reflexión hacia la suerte que puedan correr las especies marinas. En Occidente ya hemos tomado nota (no así en algunos puertos como el de Vigo, que denuncia el documental Sharkwater de Stewart), pero falta el compromiso de países, caso de China, que tienen entre sus platos fetén de sus lujosos restaurantes la aleta de tiburón, a modo de delicatessen. En una práctica que invita a la denuncia penal, una vez seccionadas sus aletas se les arroja al mar y acaban sus días tan desorientados como un invidente en pleno desierto. Si a esto sumamos su reducido campo de visión (una suerte de párpados delatan que no son ciegos, pero les falta poco), su casi nula inteligencia, aquellos escualos a los que el film de Spielberg contribuyó, sin pretenderlo, a «demonizar» (Stewart no figura precisamente en su club de fans), están a gran distancia de ser tildados de «asesinos marinos» o «devoradores de hombres». Tan sólo el Air Force One podría presentar unas estadísticas menos lesivas para la humanidad. Los muertos por ataque de tiburón se cuentan con los dedos de una mano al cabo del año. En cambio, al otro lado de la balanza, el 90% de los tiburones han desaparecido en los últimos treinta años. Claro, que esos son los cálculos que maneja Rob Stewart. Pero aunque errara la estadística en la mitad, ya es motivo de preguntarse varias cosas y contribuir, en la medida de lo posible, a ampliar el manifiesto en pro de los derechos humanos al terreno de animales como el tiburón que, a este paso, las generaciones venideras verán tan sólo en los documentales. Eso sí, en formato panorámico, en pantallas de plasma de 52 pulgadas y con una sensación similar a la que debe experimentar, día sí y otro también, el bueno de Stewart, al sumergirse en las aguas cercanas a su residencia habitual en California.

jueves, 3 de julio de 2008

ÍDOLOS CAIDOS

A las puertas de celebrarse una nueva edición del Tour de Francia, la sombra del dopping vuelve al planear sobre la «serpiente multicolor», como algún comentarista-rapsoda describió al pelotón en aquellos años de pujanza del ciclismo, allá por la década de los ochenta. A cuentagotas nos desayunamos con algún nuevo caso de dopaje —el último confirmado o penúltimo, el de Mikael Rassmusen, cuyo ex equipo, el Rabobank, interpuso una denuncia que la fiscalía de Holanda acaba de ratificar— para desilusión de los que amamos este deporte, quizás el más exigente, junto a algunas disciplinas atléticas, como el maratón o el decatlón. Esos «héroes» que tratábamos de emular por las carreteras de nuestra geografía, ya no tienen parangón desde hace unos años al ser observados como insectos bajo el haz de luz de un microscopio que escudriña cualquier sustancia susceptible de pertenecer a la «lista negra» de la UCI (Unión Ciclista Internacional). Es cierto que al tratarse de un deporte agonístico los casos de dopping se multipliquen por doquier, pero he tenido la sospecha que, a partir de que éstos salieran a la luz con una elevada frecuencia, había otras razones de fondo, aquellas que la inmediatez de la noticia no alcanza a analizar en el fragor de la búsqueda de un titular impactante. Los ciclistas profesionales son un colectivo que no es precisamente uno de los que despierte mayores envidias; lo suyo es dar el callo en etapas de montaña con desniveles que incluso invitan al respeto a los automovilistas. Atenuado el esfuerzo con alguna que otra etapa de descanso en las grandes vueltas, cabe recordar que no hace demasiado tiempo los ciclistas debían superar veinte o veintiuna jornadas seguidas, auténticos recorridos de exigencia al límite encima de un artefacto de poco más de siete kilos de peso. «Hombres de hierro», «hechos de una pasta especial», dirían los comentaristas de turno, pero asimismo seres fácilmente manipulables y moldeables, cuyo futuro quedaba en manos de médicos y directores de equipo, en algunos casos, a la búsqueda de un rendimiento óptimo que pasaba por una dieta de productos prohibidos convenientemente enmascarados. Todos sabían lo que pasaba pero nadie quería ser el chivo expiatorio... hasta que aquellos lodos trajeron estos barros: la vida de algún ciclista estuvo a punto de correr peligro y empezó a aflorar toda aquella mierda que ha dejado huérfano de «héroes» el pelotón. Para moldear, cuál arcilla, a los activos de sus respectivas empresas, managers, con la complicidad de los médicos, se servían o se siguen sirviendo de una «materia prima» (salvo casos excepcionales como el parisino Laurent Fignon) con escasa formación intelectual, deportistas que en su mayoría procedían o proceden de pequeñas localidades, de pueblos que tan sólo serían conocidos merced al éxito alcanzado por estrellas de este deporte e incluso por los denominados «jornaleros de la gloria», esto es, ciclistas de equipo. Álvaro Pino, de Ponteareas, Lale Cubino de Véjar, Alejandro Valverde de Las Lumbreras de Monteagudo y muchos más nombres de localidades que tanto nos costaría ubicar en la guía Campsa.
El Tour ha abanderado la lucha contra el dopaje, instaurando una política de prevención que, por ejemplo, se ha cobrado alguna víctima como la del recién vencedor del Giro Alberto Contador, por el mero hecho de pertenecer al conjunto Astanac. Sus máximos responsables en el aparato organizativo, con nombres ilustres como el «caimán» Bernard Hinault —uno de mis ídolos, lo confieso—, parecen sentirse fuertes en sus decisiones por cuanto la historia de esta competición le ha otorgado una aureola de leyenda que jamás será destruida. Cualquier decisión que tomen, por impopular que resulte, tendrá un efecto renovador. El Tour, deben pensar, es como la hidra de mil cabezas; su capacidad de regeneración es infinita. La ronda francesa ha superado aquella huelga de ciclistas en 1998, la eliminación en pleno del trío de vencedores de hace unos años, las constantes dudas que sembró la milagrosa recuperación de Lance Armstrong, que le permitió ganar hasta siete tours... Pero para todos aquellos de mi generación que nos encandilábamos frente al televisor en las sobremesas de julio de los años 80 tomando partido por uno u otro corredor, uno u otro equipo, han prescrito. Demasiadas «torres» y «reyes» han caído para que volvamos a empezar de cero la partida con cada una de las piezas dispuestas sobre el tablero. En el actual panorama predominan los «peones» en un deporte en permanente jaque. Para mí, el jaque mate se consumó con la caída de uno de sus «reyes», el alemán Jan Ulrich, quien comparecía ante los medios de comunicación con el semblante de alguien que se siente derrotado. Ese día entendí que el ciclismo pertenecía a un recuerdo bañado de heroicidad y épica. Pero al fin y al cabo, al recuerdo con tintes de una ficción dramática librada por gente como Gert-Jan Theunisse, Miguel Induráin, Tony Rohminger, Erik Breukin, Sean Kelly... la realeza de un deporte demasiado grandioso para ser verdad.