sábado, 5 de julio de 2008

TIBURONES

Con nombre de cantante (o casi), Rob Stewart, en realidad, a lo que se dedica es a cantar las excelencias del tiburón y a preservar su supervivencia con campañas que abrazan desde la filmación de documentales hasta entrevistas concedidas a la prensa del país al que ha sido invitado. Si por él fuera, en su tarjeta de visita rezaría: «Abogado de escualos. Domicilio social: el mundo marino». Al parecer, cuando toca tierra firme Stewart no es para evadirse de las diferentes formas y tamaños de los escualos que deben inundar sus sueños, sino para arremeter contra todas aquellas corporaciones y gobiernos que amparan prácticas ilegales que, según su estimación, a cuarenta años vista, se extinguirán como sus ancestros. Detrás de estas prácticas existe un negocio turbio, al tiempo que lucrativo, que no propicia grandes titulares en los periódicos, semanarios o ediciones digitales ni tampoco contempla una investigación concienzuda coordinada por fiscales como Baltasar Garzón, que lleven a cabo operaciones de eco mediático al tratarse de víctimas que habitan en las profundidades de nuestros mares. En La contra de La vanguardia del pasado 4 de julio, lejos de invitar a un representante de la embajada de los Estados Unidos en España para pulsar el estado de las cosas en un día tan señalado para los norteamericanos, Víctor M. Amela, que tanto vale para freir un huevo como para zurzir un calcetín, se oxigenó de tanta aparición en programas de cotilleos y se puso frente a todo un experto en escualos. Los conocimientos de Amela en ictiología no iban más allá de haber revisado varias veces Tiburón (1975) de Steven Spielberg y quedar colgado de algún documental emitido en el Discovery Channel. Pero esa es la gracia de determinadas entrevistas; decantar el fiel de la balanza hacia el entrevistado, más aún al tratarse de aspectos científicos que el mortal de los lectores, incluido un crítico televisivo tot court, de un periódico de tirada nacional no tiene porqué conocer. Claro que el peligro que se corre es aquello de «no dejes que la verdad estropee un bonito titular», máxima del periodismo que cuenta su número de licenciados por aplicados seguidores, salvo honrosas excepciones que cumplen «condena» en publicaciones de limitada difusión. Al leer el titular de ese día en la contraportada del rotativo barcelonés («Si desaparecen los tiburones nos quedaremos sin oxígeno») uno estaría tentado de apadrinar un tiburón en cualquiera de sus doscientas cincuenta variantes (léase especies). La tesis que sostiene el canadiense Stewart es que la desaparición de los tiburones comportaría que se rompería la cadena trófica debido a que el equilibrio marino es decisivo para proveer de oxígeno a todo el planeta. La sugerencia/teoría/idea, llámese como se quiera, parece un tanto descabellada, pero lo que parece claro que en esa lucha diaria que sostenemos contra las injusticias debería figurar una reflexión hacia la suerte que puedan correr las especies marinas. En Occidente ya hemos tomado nota (no así en algunos puertos como el de Vigo, que denuncia el documental Sharkwater de Stewart), pero falta el compromiso de países, caso de China, que tienen entre sus platos fetén de sus lujosos restaurantes la aleta de tiburón, a modo de delicatessen. En una práctica que invita a la denuncia penal, una vez seccionadas sus aletas se les arroja al mar y acaban sus días tan desorientados como un invidente en pleno desierto. Si a esto sumamos su reducido campo de visión (una suerte de párpados delatan que no son ciegos, pero les falta poco), su casi nula inteligencia, aquellos escualos a los que el film de Spielberg contribuyó, sin pretenderlo, a «demonizar» (Stewart no figura precisamente en su club de fans), están a gran distancia de ser tildados de «asesinos marinos» o «devoradores de hombres». Tan sólo el Air Force One podría presentar unas estadísticas menos lesivas para la humanidad. Los muertos por ataque de tiburón se cuentan con los dedos de una mano al cabo del año. En cambio, al otro lado de la balanza, el 90% de los tiburones han desaparecido en los últimos treinta años. Claro, que esos son los cálculos que maneja Rob Stewart. Pero aunque errara la estadística en la mitad, ya es motivo de preguntarse varias cosas y contribuir, en la medida de lo posible, a ampliar el manifiesto en pro de los derechos humanos al terreno de animales como el tiburón que, a este paso, las generaciones venideras verán tan sólo en los documentales. Eso sí, en formato panorámico, en pantallas de plasma de 52 pulgadas y con una sensación similar a la que debe experimentar, día sí y otro también, el bueno de Stewart, al sumergirse en las aguas cercanas a su residencia habitual en California.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Leí dicha entrevista. Fue harto interesante y reveladora para mí. Pese a los conocimientos y estadísticas que aporta el entrevistado, no seré yo quien se acerque a un tiburón.