viernes, 31 de octubre de 2008

DICCIONARIO DE COMPOSITORES CINEMATOGRÁFICOS


En contadas ocasiones las editoriales que tratan, en menor o mayor medida, temas relativos al ámbito cinematográfico, se aventuran a lanzar al mercado un libro dedicado por entero a la música compuesta para la gran pantalla. De Diccionario de compositores cinematográficos —publicado por T&B Editores (Ir a enlace), a modo de reedición del volumen homónimo que apareció con idéntico sello y autor (Luis Miguel Carmona) hace un lustro— me ocuparé de forma más específica en un comentario que preparo para http://www.cinearchivo.com/. Pero he considerado oportuno resaltar esta iniciativa a cargo de T&B Editores por cuanto la música de cine ha sido largamente ignorada, ninguneada en el ejercicio de la crítica cinematográfica y por la historiografía referida al Séptimo Arte en general. Y ya sabemos que en un país donde la educación musical brilla por su ausencia, la música compuesta ex profeso para el medio cinematográfico no es tan sólo la «hermana pobre» sino la absolutamente olvidada. Por fortuna, el panorama ha cambiado desde hace unos años y las orquestas de nuestra geografía programan conciertos con música de autores como Alex North, John Williams, Max Steiner o Maurice Jarre. Lo hacen a cuentagotas, pero gratifica pensar que incluso dentro del espectro cultural-musical más elitista —junto al operístico—, el que compete a la música clásica, ha habido un cambio de mentalidad y ya no se pronuncian con un cierto desdén al calibrar la calidad que se desprende de las partituras escritas por compositores que dedicaron o han dedicado (parcial o totalmente) su vida profesional al cine. Sin ir más lejos, la semana que viene l’Auditori de Barcelona tiene programado una serie de conciertos conducidos por Rachel Worby. Ella fue la sustituta de Jerry Goldsmith cuando a éste se le había diagnosticado un cáncer que le llevaría hasta la muerte en 2004. Un dato que recoge esta monografía, una suerte de Who’s Who del mundo de la música de cine, con un afán divulgador que quizás pueda disgustar a algunos puristas. Pero la casa se debe edificar de abajo arriba y no al revés. Por tanto, resulta esencial sentar los pilares formativos a través de estas obras de referencia, quizás faltas de un sentido academicista en la evaluación de sus contenidos pero que son presentadas con unos textos amenos, encarados más como guías —se resaltan aquellos títulos básicos de uno u otro compositor en un mar de discografías que, en muchos casos, sobrepasan la cincuentena de títulos—. A la hora de comprar la intuición no es una buena compañera y es preferible dejarse guiar por volúmenes de este calado para adentrarse en un espacio fascinante, el de las bandas sonoras. Aún no tenemos la perspectiva de tiempo suficiente, aunque somos unos cuantos los que suscribimos las palabras del argentino Lalo Schifrin: «la música de cine es la música clásica del siglo XX». Ir tejiendo una afición por el cine sostenida a lo largo de los años puede correr en paralelo con el interés por el campo de la banda sonora. No son aficiones excluyentes la una de la otra, sino complementarias. Bienvenida sea, pues, esta obra que Carmona ha elaborado, cuál amanuense, con el fin de dar a conocer una afición que le ha convocado a numerosas horas de placer al escuchar una u otra banda sonora, fuera o dentro de una sala cinematográfica. Si todavía no se han dejado seducir por la música de cine, atrévanse, por ejemplo, con la escucha de los CD's de Sense and Sensibility (1995) de Patrick Doyle, Wyatt Earp (1994) de James Newton Howard, Rudy (1993) de Jerry Goldsmith, To Kill a Mockingbird (1962) de Elmer Bernstein u Once Upon a Time in America (1984), de Ennio Morricone por citar algunas de mis favoritas —dentro de una lista que se cuenta por decenas—, y notarán el efecto balsámico a flor de piel. Por suerte, no tiene contraindicaciones.

miércoles, 29 de octubre de 2008

«PRÍNCIPES» DE LA CIUDAD


En ese soberbio documental titulado El chico que conquistó Hollywood (2002) que comenté hace unos meses en un post, el productor Robert A. Evans —al que alude el título del film—daba fe de la sed de venganza de Mia Farrow a propósito de las trabas que puso por aquel entonces su marido Frank Sinatra durante el rodaje de La semilla del diablo (1968). El croner estuvo a punto de echar por tierra una carrera que arrancaba con pulso firme de la mano de Evans y del director Roman Polanski. El productor de un buen puñado de grandes títulos de finales de los 60 y de los 70 reflexionaba sobre aquello, sentenciando que «no existe nada más terrible que una mujer despechada». Esa frase me sobrevino de repente al ver a Montserrat Nebrera, catedrática de Derecho y correligionaria del Partido Popular Catalán, en el plató dels Matins de TV3. El conductor y director del programa, Josep Cuní, quien sabía de primera mano que la incontinencia verbal de la Nebrera provocaría más de un titular, iba esbozando una media sonrisa burlona a la audiencia. Resabiado como pocos, Cuní dejó que Nebrera cobrara el máximo protagonismo —no siempre es así—, en una entrevista que duraría la media hora y que servía para destapar algunas de las «miserias» de la clase política catalana y, por ende, de la española. Acusando a sus propios compañeros del PPC de «fariseos» en su blog personal por haberse llenado la boca al criticar los accesorios de nuevo cuño de la limousine del President del Parlament Català Ernest Benach, pronto Nebrera destaparía el tarro de las esencias en forma de una enmienda a la regeneración democrática. Los nueve mil y pico € que sirvieron para tunear el coche oficial en el que se suele desplazar Benach desde la Ciudad Condal a su Reus natal y viceversa, a efectos de Nebrera, es una mínima expresión del despilfarro de una administración pública regida por unos partidos que se tapan las vergüenzas los unos a los otros. Salvo Ciutadans per Catalunya, que son pobres pero no miserables —aunque discrepo de su visión un tanto deformada sobre la realidad lingüística en Catalunya—, todos los partidos del ámbito catalán dejan mucho que desear al (auto)proclamarse garantes de los deseos/derechos de los ciudadanos y alardear de dar ejemplo. Nebrera denuncia el modus vivendi de políticos, indistintamente del partido en el que militen, que viajan a costa del erario público con cualquier excusa pueril que en nada redunda en el buen funcionamiento de la Administración. Pero con esta denuncia Nebrera se ha puesto la soga al cuello porque la maquinaria acabará «devorándola»... Los recelos de antaño mutarán en amenazas en forma de anónimos por osar desacreditar, descabalgar a la clase política desde dentro. Enfrentarse a los «Príncipes de la ciudad» tiene sus riesgos, aquellos que se pasean por la urbe con limousines y luego acuden para inaugurar una estación de metro sin saber el importe aproximado de una tarjeta multiviajes o ni tan siquiera cómo se introduce la misma. A excepción de unos cuantos, Ellos están al margen de la realidad cotidiana, dejándose ver en actos públicos, de partido o no, para luego camuflarse en sus respectivas torres de Babel. Benach juega a ser Donald Trump en el interior de su limousine, ahora huérfana de una televisión HD que le hubiera servido para contemplar la entrevista de Cuní a Nebrera a primera hora de la mañana mientras se aprestaba a ir al Parlament. Ya tenemos ruido de fondo durante unos días, editoriales en el diari Avui, El Periódico de Catalunya y demás rotativos. Después de verse desplazada de la cúpula de mando del PPC en beneficio de otra ex contertulia del Matins de TV3, Alicia Sánchez Camacho —paloma de Mariano Rajoy—, Montse Nebrera cumple su venganza haciendo bueno el enunciado de Robert Evans. Si bien en casi nada coincido con los postulados del PP, me congratulo con la valentía, cuando no osasía, de esta «oveja negra» —el color del traje que lucía, curiosamente, para la ocasión— de la política oficialista. Pero le sobró, para mi gusto, unos cinco minutos finales de entrevista. Aquellos que hizo promoción de su blog, denotando que padece narcisismo «mórbido». Envuelta en los ropajes de la venganza, Nebrera acabaría lanzando un dardo envenenado al sugerir que personal afín al ayuntamiento de Barcelona se dedica a entrar en su blog al haberse detectado sus IP’s. Si esas entradas anónimas con ánimo de escudriñar se tornan en amenazas, no dudará en contratar a un detective. Pero no será El detective encarnado por Frank Sinatra en el film homónimo que competía con el de La semilla del diablo en un único plano: el conyugal. Mia Farrow se saldría con la suya al retorcerse de placer tras el fiasco del film protagonizado por su ex marido, en contraposición con el alud de reconocimientos que obtuvo el film producido por Evans. A Nebrera el detective informático de poco le va a servir salvo para localizar desde donde escriben sus enemigos (entre otros, los de su propio partido). A los ojos de la clase política, Nebrera ha pasado a ser más un «diablo» que otra cosa, pero desde aquí mi reconocimiento a su arrojo a la hora de destapar la realidad sobre estos «príncipes de la ciudad».

sábado, 25 de octubre de 2008

«FLAVORS OF ENTANGLEMENT» de ALANIS MORISETTE: UNA MIRADA INTERIOR

Eclipsada por la arrolladora presencia de su compatriota Neil Young en una jornada de gloria para la música, celebrada en el marco del Rock in Rio de Madrid este pasado verano, la canadiense Alanis Morisette presentó algunas canciones de su nuevo álbum Flavors of Entaglement (2008), amén de ofrecer algunos temas ya «clásicos» de su repertorio. A efectos de sus fans —entre los que me cuento— poca consideración habían tenido los organizadores del evento, programando en horario de sobremesa la aparición de Morisette con unos kilos de más, pero con similar poderío vocal que la ha llevado, guitarra en ristre, a pasearse por medio planeta desde que aflorara su talento con un CD multiventas, Jagged Little Pill (1995). Por aquel entonces, algunos la proclamaron la nueva «diosa» de la música pop-rock, avalada por Madonna a través de su sello Maverick Records. Mal asunto. Con idéntica facilidad para encumbrar a uno u otro artista, buena parte de la crítica se encargaría de «destronarla», evaluando que sus siguientes trabajos no eran más que un calco de aquel éxito puntual. Pero con la misma determinación de la que hizo acopio un día de su adolescencia, llamando al timbre de la mansión de Olivia Newton-John mientras paseaba por Beverly Hills para decirle que llegaría a ser más famosa que ella, Morisette ha seguido su propio camino, desoyendo a aquellos que querían hacer de la canadiense un mero producto manufacturado, al calor de las modas. Debido a mi debilidad por las cantantes y/o compositoras femeninas de verdadero fuste, puedo dar fe que cada pocos meses existe una tentativa por parte de los casas discográficas por sacar al ruedo del mercado musical una nueva Sheryl Crow, Sarah McLachlan o Annie Di Franco. Pero hay algo que hace de Alanis Morisette una voz inimitable, una personalidad intransferible: sus canciones resiguen un itinerario que compete a su propia naturaleza, a sus experiencias, incluso las más íntimas. Nada existe en ella impostado, sino más bien responde a una voluntad de percutir en el corazón de su audiencia (ocasional o no) pequeñas historias de desamparo, de combate diario, de desgarro emocional o de pura evocación de la joie de vivre. Todo ese itinerario personal cobraba especial fuerza en So-Called Caos (2004), nacida de su tránsito espiritual por la India en años que la movían a la reflexión. Su quinto trabajo en estudio, Flavors of Entanglement, ofrece otra mirada interior, perceptible en los primeros estribillos de la plana mayor de las once canciones que lo conforman. Invitado de excepción para algunos, un error mayúsculo para otros —entre los que me incluyo—, Guy Sigsworth, adalid de la música techno(experimental) en su condición de productor, entre otros, de la islandesa Björk, ha intervenido en el diseño de producción de este compacto. El corte Straitjacket rompe la dinámica acústica en la que se mueve con suficiencia Alanis Morisette, dejando que el tema Underneath nos deje sumergir una vez más en las aguas de turbulencia creativa de Jagged Little Pill que proyectaron en su día la figura de una canadiense incapaz de conjugar el verbo «conformar». Ella tuvo una buena madrina en Madonna. Al escuchar la casi docena de temas que jalonan este compacto algunos podrán decir que Morisette ha entrado en crisis. Bendita crisis, pues, porque de todas las cantantes de su generación no conozco ninguna más que ella que pueda presumir de haber encadenado cinco discos de estudio con unos parámetros de calidad similares (además de un ejemplar Unplugged), aunque siempre quedará Jagged Little Pill como el título referencial. Si acaso, como reza el título del último corte de Flavors of Entanglement, puede que sea un trabajo «incompleto», pero su impronta de gran cantante queda registrada en la majestuosa Not As We —acompañado al piano por Sigswoth (la doble cara del personaje, afortunadamente la más acorde al «universo Morisette»)— y Torch, síntesis de estilo, armonía y precisión vocal en una composición de su propia cosecha. A pesar de cuatro años de sequía, Alanis Morisette ha conseguido otra cosecha, la de 2008, nada desdeñable en un panorama musical yermo de talento al albur del juego propuesto por las multinacionales del sector, en una incesante, por absurda y estéril, búsqueda de clones de cantantes. Afortunadamente, el talento sobrevive a todo tipo de contratiempos.

martes, 21 de octubre de 2008

THE BIG SISTER


En tiempos de crisis, la televisión, a juzgar por los datos de audiencia computados recientemente, es un «refugio espiritual» para muchos, aumentando las horas de consumo en relación a la estadística con la que ya se contaba. Pero las tres horas y media que destinamos frente al televisor tan sólo representa un repunte de una tendencia que cobrará nuevos máximos con el apagón analógico, previsto a menos de dos años vista. Para algunos la noticia de que tengamos acceso a más de cuarenta canales verbigracia de la TDT (Televisión Digital Terrestre) la debemos acoger con júbilo, proyectando un nuevo impulso hacia la sociedad del bienestar. Un aumento de oferta que, empero, no es directamente proporcional a los parámetros de calidad que deberían presidir en las cadenas tanto públicas como privadas de nuestro país. Tan sólo cabe hacer un barrido por la oferta de canales que nos depara la TDT para advertir que poco vale la pena salvar de un panorama televisivo colindante a las grandes cadenas cuya mínima incidencia en los índices de audiencia hace que sus responsables —algunos ligados a órganos gubernamentales, caso de BTV/Barcelona Televisió (por cierto, ¿qué queda de aquel experimento perpetrado por Manuel Huega en sus albores?)— tampoco se preocupen en demasía y cumplan el expediente con la mayor dignidad posible. Siempre tendrán la coartada de la falta de medios a su disposición a la hora de rendir cuentas a sus superiores.
Tras una serie de pruebas piloto, para finales de la segunda lesgislatura del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, en las fechas que se anuncie la voluntad de éste por cumplir un tercer mandato, muchos parecerán sentirse unos privilegiados frente a la pequeña pantalla. Cada botón pulsado que propicie una nueva ventana con un logo distinto del anterior y en idéntica calidad digital, se entenderá como un triunfo personal para aquel que lo accione. Bienvenidos, pues, a este mundo virtual que hará posible que pasemos más horas dedicados a ver televisión digital mientras tantas cosas se derrumban a nuestro alrededor. Los «cerebros» gubernamentales deberán pensar que las revoluciones no se realizan frente al televisor. Ventanas que deberían ser, en parte, para el conocimiento, pero que quedan arrinconadas en horarios de madrugada, dejando que las miserias de la condición humana tengan amplia cobertura y recepción en millones de hogares para solaz desencanto de un servidor. Quizás sea una decisión contracorriente, pero creo que ante la que será la mejor campaña de alienación por parte del gobierno de turno, empiezo a proveerme de un mayor número de lecturas de las habituales para los próximos meses, posiblemente años. Prefiero acabar al borde del arroyo, como Julie Christie y Oskar Werner en Fahrenheit 451 (1966), enfrascado en una lectura interesante, que dejarme llevar por una dictadura, nunca mejor dicho, teledirigida. Eso sí, en papel para combatir otra realidad que proclaman como inevitable desde la Feria del libro de Frankfurt: la mayor facturación, a partir de 2018, de los e-books en relación a los libros estándart. No me extrañaría que estos gurús del mundo editorial dividan/compaginen/alternen semejante actividad con la de programadores de las nueva era de la televisión digital.

viernes, 17 de octubre de 2008

CAMPAÑAS CON DOBLE FONDO


Existe una máxima no escrita en el mundo de la publicidad que reza que todo es susceptible de copiar. El cine, como pocas disciplinas artísticas, ha sufrido un expolio permanente por parte de publicistas que luego hacían sus propuestas frente a un comité de directivos que, al dar vía libre a las mismas en un porcentaje considerablemente alto, significaba que poco afición había al Séptimo Arte por parte de esas cúpulas de mando. No hace demasiado tiempo, al albur de algún éxito de antaño se recuperaba esa marca, esa secuencia, esa pose para incluirla en una campaña publicitaria «empaquetada» con un diseño de modernidad que hacía difícil reconocer de donde se había sacado semejante idea, brillante idea. Pero, a medida que pasan los años, lo singular, lo diferente deviene un valor al alza; todo suena, se intuye con un sentido de dejá vù y lo que interesa es que el mensaje llegue de la forma más directa en un mercado colapsado de ofertas que no hacen más que desubicar, desorientar al potencial comprador. Sin embargo, algo grave ocurre entre los (auto)denominados creativos de una compañía como Telefónica Movistar —que debe destinar una importante partida presupuestaria de sus pingües beneficios al márketing y a la publicidad—, que nos cuelan dos campañas publicitarias en pocos años que tienen como denominador común la misma fuente de inspiración: Píxar. No hay nada aleatorio en todo ello: en 2004 se estrenó Los increíbles y, al cabo de un par de años, una figura hipervitaminada con el torso bien desarrollado y con capacidad para levantar el vuelo nos invitaba a llamar a través de Movistar. Algunos quisieron disculpar el spot arguyendo tan sólo un parecido razonable entre el cabeza de familia de «Los increíbles» y aquel fornido volador. Con la misma diligencia a la hora de presentar sus propuestas, un grupo de «creativos» han vuelto a sacar un rendimiento extraordinario a la visita a una sala de cine o la adquisición de otra producción Píxar en formato digital, en concreto Ratataouille (2007), una de las masterpiece de la compañía que ha acabado uniendo esfuerzos con la todopoderosa Disney. Descartada que una rata (sinónimo de racanería) fuera la vedette de la nueva campaña de Movistar, los publicistas encontraron la solución en uno de los dobladores de excepción que prestaron la voz a Ratataouille para el mercado hispanomericano: el popular chef peruano Gastón Acurio. Así de simple: se cambia la forma singular por el pural y hete aquí la solución: «Gastones», una nueva plataforma de llamadas más baratas hecha a medida para un sector de los usuarios de Movistar. Ni tan siquiera han esperado un par de años para «rendir tributo» a la compañía de Andrew Stanton, Brad Bird y Cia. Para finales de este 2008 se anuncia la salida al mercado del DVD y del Blue-Ray de Wall-E (2008). Con tan sólo cerrar los ojos ya me imagino a algunos creativos rondando las grandes superficies para adquirir esta joya de la animación digital. Quizás no tardaremos en ver un spot con dos interlocutores que se intercambian mensajes de móvil (en aparatos Movistar, of course) con una fonética similar a Wall-E y Eve(Eva). Al tiempo. Por fortuna, como contrapartida a estas tácticas «vampíricas», dentro del colectivo de los «creativos» existen auténticos talentos como los responsables de las campañas de Audi o Kyle Cooper. Encumbrado por los títulos de crédito de Se7en (1995) —infinidad de veces plagiado— y otras tantas piezas maestras, Cooper es una demostración de honestidad profesional. Desde hace unos años su talento no fluye como quisiéramos, pero estamos seguros de que su creatividad volverá a aflorar... sin necesidad de recurrir a las argucias de algunos de sus colegas, especialistas en apropiarse de ideas ajenas.


Nota bene: espero recibir pronto las llaves de un Audi (color metalizador, please)

miércoles, 15 de octubre de 2008

ERNEST SCHACKLETON: EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD


Acostumbrados a orbitar sobre programas televisivos que muestran la peor cara de la especie humana, esto es, la codicia, el arribismo, la mezquindad y la violencia, en el polo opuesto nos topamos de vez en cuando con personajes sencillamente ejemplares. Lo fue y en grado sumo Sir Ernest Henry Schackleton (1874-1922), a quien la historia le ha sacado no hace demasiado tiempo de un cierto anonimato allén de las fronteras del Reino Unido donde sigue siendo considerado un «héroe nacional». Una vez más, la meta por llegar a ser el primero nos ha privado del conocimiento de numerosos hombres y mujeres que hicieron de sus respectivas existencias un triunfo en sí mismo. El documental Schackleton. Aventura Antártica (2001), que pude repescar en un revival de producciones IMAX y del que me hacía eco en un anterior post, me ha puesto sobre la pista de esta insigne personalidad, tocada por un carisma especial hasta el punto que decenas de hombres confiaron en él para acompañarle en un total de tres expediciones por el «continente perdido». Cumplimentada una primera expedición, la del Nimrod en 1907, al año siguiente Schackleton llevaría a cabo una segunda, siendo condecorado con el título de Caballero del Imperio Británico por Edward II a su regreso a Gran Bretaña. Alentado por la noticia de que Roald Admundsen había logrado descubrir por primera vez el Polo Sur en 1912, sin mayor demora se encomendó a preparar una expedición que marcaría el devenir de su vida. A la tercera no iría la vencida, pero sí que logró una gesta que quedaría grabada a fuego y que fue la secuencia de su existencia de la que se nutriría el documental proyectado en salas IMAX con narración de su compatriota irlandés Liam Neeson. Bajo el pomposo nombre Imperial Transantartict Expedition (1914-1917), un total de cincuenta y seis hombres se armaron de valor para surcar las gélidas aguas del hemisferio sur con la intención de cruzar de costa a costa la Antártida. Más de medio centenar de personas, entre técnicos especialistas, científicos y expertos navegantes se distribuyeron en dos barcos, uno de los cuales, el Endurance («resistencia»), acabaría hundiéndose al poco de penetrar en la inmensidad del «continente blanco». El jefe de expedición irlandés, lejos de desfallecer, animó a su tripulación en el que sería el proyecto más complicado que hubiera imaginado: la supervivencia en un espacio del planeta sojuzgado con unas condiciones meteorológicas extremas y fuera de las rutas de navíos que en la primera década del siglo XX apenas se hacían visibles en esas latitudes. Dicen que la voluntad mueve montañas. Schackleton no tan sólo las movió sino que las atravesó, con una fortaleza física y mental que le llevaría hasta la estación ballenera de Georgia del Sur, tras haber hecho escala en la ignota isla Elefante en compañía de tres hombres de similar valor y espíritu de superación. En el documental Reinhold Messner, uno de mis «héroes» de juventud –por aquel entonces, se podían contar con los dedos de una mano los que habían ollado los 14 ochomiles, gesta igualada a posteriori por nuestro Juanito Ollarzábal–, al reproducir el logro de Schackleton en el tramo final de una odisea que se prolongó más de un año, no podía dar crédito lo que debieron padecer cuatro de los supervivientes de la Endurance. En una nueva señal de su grandeza, Schackleton convenció al gobierno chileno para que le prestaran ayuda y así poder ir al rescate de sus compañeros, el grueso de los tripulantes de la Endurance, que habían quedado a su suerte en la isla Elefante por espacio de más de cien días. Todo aquel despliegue físico acabaría pasándole factura años más tarde, concretamente en los primeros días de 1922, cuando otra expedición le llevaría nuevamente hasta Georgia del Sur. Allí encontraría su final una figura ejemplar que tomaría el rostro de Kenneth Branagh en una película para televisión dirigida en 2002 por un habitual del medio como Charles Sturridge. Mi pequeño tributo, pues, al gran, inmenso Ernest Schackleton, paradigma del triunfo de la voluntad.

jueves, 9 de octubre de 2008

«TWELVE» DE PATTI SMITH: «THE VAMP WOMAN»


Menuda, poco agraciada y con una cabellera que suele esconder una sonrisa socarrona, Patti Smith forma parte de mi particular olimpo de «reinas» de la música contemporánea. Lo es, entre otras consideraciones, por su carácter pionero, al abrir nuevos caminos de expresión artística para varias generaciones de cantantes femeninas que hoy en día se deshacen en elogios y la citan como una de sus influencias inexcusables. Transitar por la música de Smith es hacerlo por un espacio lleno de claroscuros, de contrastes, con haces de luces que apuntan hacia el punk pero que se cruzan con otros de similar intensidad que dibujan composiciones propias del folk-rock o del pop-rock. Su aspecto un tanto desaliñado contrasta con su calibrada presentación de sus álbumes, el último de los cuales ha supuesto uno que acariciaba desde hacía nada menos que treinta años. Se trata de una recopilación de versiones de un amplio abanico de canciones que hubieran cobrado carta de naturaleza en 1978, un año glorioso para la música y punto álgido de las formulaciones punk que tuvieron en el arrojo de Patti Smith una de sus puntas de lanza. Puede dejar entrever una cierta pereza a la hora de titular el CD con un escueto Twelve (2007), pero una vez desplegado el rosario de versiones que acomete la neoyorquina, tan sólo cabe sacarnos el sombrero. Con su poderosa voz, que penetra en cada uno de los rincones de lo sombrío y lo fantasmagórico, Patti Smith logra que estilos y melodías tan disímiles, compuestos e interpretados en su día por Jimmy Hendrix (Are You Experienced?), Neil Young (Helpless), Jefferson Airplane (White Rabbit), The Beatles (Within You Without You) o Nirvana (Smells Like Teen Spirit), entre otros, se acoplen al espectro sonoro por el que transita esta pequeña gran artista. Apoyada en un trío de lujo —Tony Shanahan, Jay Dee Daughtery y Lenny Kaye—, Patti Smith lidera esta fiesta para nostálgicos, que deja a las claras que ella es la «auténtica mujer vampiro» capaz de hacer pasar por su particular telar vocal canciones que una vez grabadas en estudio ya pocos pueden negar que se las ha acabado adueñando. En el librito que acompaña el disco compacto de Twelve, Patti Smith relata los motivos que la impulsaron a versionar semejantes canciones, algunas con una excusa puramente onírica —Soul Kitchen de The Doors—, otras por su mensaje político —The Boy in the Bubble, de Paul Simon, extraído de su imprescindible Graceland— o tomado como un puro divertimentoEverybody Wants to Rule the World de Tears for Tears, valiéndose de su registro más terso y cálido—. Parece más que evidente que Patti Smith le sienta como un guante el Soul Kitchen de The Doors, pero cada una de las piezas de este compacto ofrece una perspectiva, un matiz distinto de la que fuera esposa de Fred Sonic y compañera sentimental del tenista John McEnroe. Un viaje, en suma, por los recuerdos en un desplazamiento por una carretera secundaria, angosta y sinuosa, del negocio musical, en el que vemos desfilar algunos de sus compañeros de generación, unos presentes en forma de espectros (Hendrix, Jim Morrison y su banda), otros que se mueven con paso cansino (Paul Simon, Steve Wonder) y los menos, los que siguen encadenados a un perpetuo compromiso por liderar causas que parecen haber prescrito, como demuestra Neil Young y Bob Dylan. Piezas de vida, en cualquier caso, parafraseando el título de un álbum que ha pasado a las antologías musicales para la que es una antología en sí misma: Patti Smith.

lunes, 6 de octubre de 2008

LA ÚLTIMA SESIÓN


Hace poco más de una docena de años algunos nos habíamos dejado embriagar por los aromas de un formato que iba a revelarse como el cine del futuro. Así se habían pronunciado para sus campañas de marketing los responsables de los IMAX, entre los que figuraba Douglas Trumbull, presente estos días por Sitges para impartir una master class con el primer título que le dio prestigio internacional, 2001: una odisea del espacio (1968). Contagiándome del entusiasmo de aquel periodo de bonanza de las salas IMAX, entendía que su triple formato —Omnimax, alta definición y 3-D— cubría todas las expectativas imaginables para proyectar obras cada vez con mayor peso a nivel narrativo después de vencer una etapa inicial en la que el reto suponía manejar cámaras de varias toneladas de peso. Las alas de coraje (1995) y Nueva York: un viaje a través del tiempo (1996) representaban sendas apuestas que nadaban a favor de la idea que IMAX había dejado de gatear para empezar a caminar con un paso más o menos firme y desenvuelto. Pero unos años más tarde llegaría el tiempo para la desilusión o el desencanto; constantes cambios en la cúpula directiva de los IMAX dejaban un trasfondo de impotencia por equilibrar unos balances económicos que hacían inviable rebasar los diez millones de dólares de media por cada producción. Entretanto, se sucedían las producciones de carácter documental, sin posibilidad de que intentos aislados de ampliar el abanico temático calaran, reduciendo a una insignificante porción las apuestas por un cine de ficción. Al repasar de vez en cuando la programación del IMAX en Barcelona, desde el subconsciente parecía asentir con la cabeza el comentario de un compañero de instituto sobre el indudable triunfo del chip sobre un formato demasiado costoso y limitado tecnológicamente. Le rebatí movido por un entusiasmo casi adolescente, pero la realidad de la cosas me hizo ver al cabo lo acertado del comentario de aquel compañero de clase.
Casi como un acto primigenio, el que nos convoca en ocasiones a revivir instantes del pasado con la intención de encontrar un destello de conquista, una gloria fugaz o un pequeño descubrimiento, regresé al escenario de IMAX–Port Vell. El programa doble parecía adelantar la percepción de una realidad que transitaba entre el olvido, el abandono y la nostalgia. Una sala que sería incapaz de albergar más de una decena de personas diseminadas por una grada empinada que compite en altura con una pantalla equivalente a siete pisos. Pese al buen tono de la primera de las propuestas, Gigantes del océano / Gegants de l'oceà (2007), un documental que habla de los descubrimientos paleolíticos llevados a cabo por los Sternberg en el centro de los Estados Unidos —el Tirosauro, el Gilucus, la expresión más primitiva del tiburón y otros depredadores marinos que habitaban en aguas relativamente de poca profundidad hasta su extinción— y con una reproducciones infográficas espectaculares (con el añadido de las 3-D), pesaba demasiado el sentimiento del final de una época revelada del todo efímera: la de los IMAX. Varios factores han contribuido a su «extinción» virtual de los cines especializados en proyectar en este formato: al apuntado sobre la imposición del digital, cabe sumar el elevado coste de la entrada, la imposibilidad de construir salas, al menos una por capital de provincia, y unos adolescentes, los que en teoría deberían sustentar con su frecuencia este negocio, que siguen prefiriendo el uso de una videoconsola. Argumentos que se iban multiplicando en mi mente hasta que advertí de la llamada para una segunda proyección, Shackelton, una aventura Antártica (2001), que hace referencia a la odisea vivida por Sir Ernest Shackelton a principios del siglo XX al frente de una expedición de veintisiete miembros cuyo objetivo final sería, debido a la pérdida del navío Endurance, la pura supervivencia. Volveré en un posterior post sobre la figura de este insigne explorador irlandés, cuya existencia tan sólo puede ser tachada de excepcional y, a la par, que ejemplar. Al contemplar este magnífico documental me sentí en la piel del personaje encarnado por Ben Johnson en La última película (1971), también conocida como La última sesión. Tan sólo cabría permutar las escenas de las reses de Wagonmaster (1950) por las de unas espectaculares imágenes de la Antártida, allí donde a punto estuvo de perecer Shackelton. Pero para los IMAX se me antoja que ya ha dejado de existir cualquier rastro de esperanza en forma de una base ballenera en la isla de Georgia del Sur, el lugar tantos días y tantas noches soñado por Shackelton y sus dos compañeros quienes, una vez consumada su enorme hazaña, encomendarse al rescate del resto de la tripulación del Endurance. Resistir para morir. Así pues, punto final a un formato que ni tan siquiera ha llegado a la juventud, al menos en el sentido y con las dosis de entusiasmo necesarias que un servidor lo entendió en el periodo que el cine convencional alcanzaba su centenario.

sábado, 4 de octubre de 2008

FUNDAMENTALISMO CRÍTICO: «(274) ANGRY MEN»

Una vez calmadas las aguas que bajaban un tanto revueltas después de la tristemente célebre crónica de Carlos Boyero publicada en El País a principios de septiembre del año en curso, con motivo del Festival de Cine de Venecia, quizás sea el momento para hacer algunas consideraciones o valoraciones limitadas a mi propia visión sobre las cosas.
De entrada, partimos de la base que a toda valoración, manifestación o pensamiento se formula su contrario. Podemos aseverar que «todos los políticos son unos corruptos» que siempre se alzarán unas voces que expresen lo contrario; que la teoría de la evolución formulada por Darwin es irrefutable pero ahí están los «creacionistas» que negarán la mayor y así para cada una de las cosas que se planteen, teoricen y demás. Por consiguiente, nada extraña que un colectivo de personas ligadas, en mayor o menor medida, al mundo del cine rebatan una crónica firmada por Boyero que arremetía contra un cierto cine con márchamo intelectual hasta el punto que recomendaba que los distribuidores españoles se abstuvieran de comprarla. Bueno, si nos ponemos en la piel de este colectivo de talante progresista que se suele desayunar con El País, que se ha familiarizado con las páginas de Babelia y luce con un cierto aire de suficiencia en la parada del autobús o en el metro la cabecera de la «joya de la corona» del grupo Prisa, les sentará como una patada en el bajovientre que el crítico de las páginas con las que suelen iniciar la lectura del periódico de marras sea el ínclito Carlos Boyero. Porque éste es un «alma libre», como lo había sido en su día su tocayo Pumares —ahora arrinconado en el marasmo de internet con sus videoblogs en los que deja a las claras su deterioro mental, eso sí, con amagos de lucidez—, que no aceptan consignas de ningún tipo a la hora de emitir, digamos, sus juicios críticos (sic). Vaya por delante que alguien que se jacta de «no tener hijos, no haber escrito un libro o no haber plantado un árbol» se retrata a sí mismo, en una pose ante la vida que nada entre el nihilismo y la falta, para tratarse de un presunto estudioso del cine, de ambición personal/profesional que se traduce, a tenor de lo leído, en una sensación de «estar-perdiendo-el-tiempo-viendo-determinadas-películas». Él mismo cerraba su justificación del abandono de la sala de proyección del último film de Abbas Kiarostami, que «la vida es demasiado corta para perder el tiempo con estas cosas». Álvaro Arroba —un apellido que no podría ser más apropiado— ha sido el auténtico instigador de esta «cruzada» contra Carlos Boyero, que tan sólo le falta acudir a la imprenta donde se cocinaba la publicación Letras de cine para hacer un encargo sui generis: reproducir la cara grabada del crítico titular de El País con un pie de foto que rezara «Wanted / Se busca». De la imprenta pasaría a ser distribuido por los cines Renoir, Verdi, Truffaut y demás feudos donde el cine de «autor» es como un tothem al que se tiene que rendir pleitesía, como los que van a la Meca en época del Ramadán. Ya me imagino cómo sería recibida por cierto sector una película como la de Kiarostami si llega a estrenarse en salas comerciales de nuestro país: se trataría de un ejercicio de idolatría hacia un «mártir» fustigado por un crítico sin consignas a las que servir, en la que Arroba ejercería de «maestro de ceremonias» y ya tendría pasada a limpio una crítica-manifiesto que loaría las virtudes de un cine arriesgado como el que más. ¿Quién si no se atrevería a filmar exclusivamente las expresiones faciales de un público que asiste a la representación de un montaje teatral iraní? Piensen, por ejemplo, en una película como El último vals (1978) en la que ni de soslayo vemos cantar/actuar una pléyade de músicos mientras que Martin Scorsese se dedicara a poner el objetivo tan sólo en el público. Un auténtico tostón, dirán ustedes. Pues quítenle el sonido que emana de las cuerdas vocales y de los instrumentos que manejan Bob Dylan, Joni Mitchell, o de la formación The Band, entre otros muchos, y lo substituyan por un diálogo en árabe... Posiblemente, Boyero sea un pésimo crítico, incapaz de articular un discurso sin valerse de la descalificación, del exabrupto o del insulto sin más, consideraciones suficientes para que los responsables de El País se replantearan su continuidad; ya saben que substitutos no le faltarán... Pero otra cosa bien distinta es invitar a la «lapidación» de Boyero porque no comulge con ruedas de molino que tan sólo defienden los «talibanes» de la crítica abanderados por su líder espiritual Álvaro Arroba, aquellos que siguen asistiendo a las salas oscuras con el Burka puesto. Baste una de las conclusiones a las que ha llegado Arroba para saber de qué pie calza: «Yo creo que España es el único país en el que a cualquiera le dejan escribir sobre cine. Me parece que es tener muy poco respeto por este arte, que no ocurre en los demás. Nadie habla de música o de pintura sin tener ni idea. Así que en las nuevas revistas que hagamos hemos de evitar caer en los mismos errores. Esta situación es la que ha llevado no sólo a la crítica y a las salas de exhibición a la situación en la que estamos ahora, sino también a la misma realización de películas. A lo mejor suena un poco ombliguista, pero los críticos de cine tienen la culpa de todo lo que pasa en España. Sobre todo los críticos de cine de los grandes medios, los más leídos» (Extracto entrevista realizada por Alejandro G. Calvo en Miradas de Cine, Mayo 2006). Con este razonamiento, el crítico de origen bilbaíno ya había marcado la diana de los males que padece el cine actual. Ahora sólo faltaba lanzar el dardo donde luce el rostro poroso de Boyero. Con estos «iluminados» haciendo diagnósticos de este calibre vamos servidos. A Boyero le han perdido las formas —inexcusable, en cualquier caso— pero su fondo responde a una percepción o una valoración de las cosas tan respetable (o no) como la del más extremista de los doscientos y pico firmantes de la carta colectiva publicada en el rotativo madrileño, esto es, Álvaro Arroba. Y puestos a escoger, entre la visión un tanto pedreste del cine de Boyero y la de Arroba, prefiero la del primero. Casi no va con mi naturaleza asistir a la proyección de un film que se pueda pasar una persona contemplando un cuadro de Rembrandt o Toulouse-Lautrec durante hora y media. Pero siempre habrán «talibanes» que defiendan este canto al sopor y saquen conclusiones obtusas/crípticas sobre lo que ha querido decir el «autor/Dios». Ya saben: un su radicalismo está su fundamento, el mismo que exhiben o dejan entrever en forma de manifiesto al que muchos se han apuntado por razones que no van encaminadas en una única dirección y que persiguen intereses insondables, al menos, para los lectores de El País (por fortuna, bastante eclécticos) y otras publicaciones —digitales inclusive— que se han hecho eco de una polémica que vaticino servirá de muy poco.

viernes, 3 de octubre de 2008

AGUJEROS NEGROS

En un libro reeditado recientemente por Minotauro, El fin de la infancia (1955), Arthur C. Clarke plantea, amparándose en el género de fantaciencia, la posibilidad de la creación de una sociedad cuyos máximos mandatarios fueran científicos. Jamás puesta en práctica esta opción, lo cierto es que me gustaría pensar que pudiera darse en un futuro, aunque tan sólo fuera a modo de prueba piloto. Este preámbulo viene a colación a raíz de dos noticias, en principio, en nada conectadas pero que me han hecho volver sobre aquel texto que había leido en mi etapa universitaria. Por una parte, la puesta de largo del mayor Acelerador de Partículas del mundo, sito en Suiza, con un recorrido circular de más de veinte kilometros. Casi a la par que se inauguraba este macrocomplejo científico auspiciado con fondos de la Comunidad Europea, los signos de debilidad de la economía mundial tenían su epicentro en Wall Street, al punto que la Administración Bush Jr empezaba a movilizarse para aprobar en el senado y en el congreso de los Estados Unidos un plan de choque con una cifra astronómica: 700.000 millones de €. «Socialismo para ricos» se han apresurado a decir algunos analistas económicos pero, a la postre, la aprobación de este plan rescate sin precedente evita, al menos al corto o medio plazo, la formación de un «agujero negro» por falta de liquidez de las entidades bancarias. Esta expresión tomada del mundo de la física cuántica ha servido para ilustrar mejor un horizonte catastrofista de la economía mundial si no se inyectaban ingentes cantidades de dinero en los parqués financieros. En el caso del Acelerador de Partículas ubicado en el subsuelo del país helvético los científicos pronto descartaron la formación de «agujeros negros» al reproducir in vitro las condiciones de la creación de materia que daría lugar, al cabo de millones de años, a formas de vida.
Sin ni tan siquiera pestañear el científico que ejerció de portavoz del centro de investigación suizo descartó la opción de la creación de «agujeros negros» incluso cuando el acelerador de partículas trabaje a pleno rendimiento. Y eso que hablamos de un experimento tan sólo teorizado sobre el origen de la materia... hace trillones de años... Con el rigor del que hacen gala los científicos, aquella comunidad que siempre queda excluída del papel couché, de las fiestas a las que acuden en tropel los neocoms —la versión puesta al día de los yuppies en los 80—, me fiaría mucho más de ellos en el manejo de una economía mundial donde los especuladores se cuentan por centenas de millares. Se dirá, en su contra, «zapatero a tus zapatos». Pero a esto cabría responder con otro dicho: «a grandes males grandes remedios»... no necesariamente en papel moneda. Sería harto improbable, pues, que algunos de estos científicos con una acreditada trayectoria en el campo de la gestión en sus respectivos centros de trabajo (léase facultades, empresas, organismos públicos, etc.), aprobaran una operación bursátil con la simple finalidad de la pura especulación, la palabra clave para entender el origen de la formación de materia «tóxica» en forma de hipotecas subprime que, lejos de generar vida, han colocado a millares de familias al borde de la quiebra moral, mental, económica y, para algunos, espiritual. Casi nada.