viernes, 19 de diciembre de 2008

SHADOWLANDS: «EL PARAÍSO AÑORADO»

Desde febrero de 1994 hasta su salida de la cartelera, 679.312 espectadores —según los datos del Ministerio de Cultura, no siempre fiables pero que se aceptan como los oficiales— acudieron a ver Tierras de penumbra (1993), una producción británica que tuvo en el veterano Lord Richard Attenborough su brazo ejecutor tras las cámaras. Al final de la proyección de aquel lejano invierno de 1994 un servidor cubría su rostro con un torrente de lágrimas, con la satisfacción propia de saber que ese film me acompañaría para siempre. La reciente edición en DVD de Shadowlands (Suevia Films) es una celebración en sí misma, aunque quedará sepultada ante el alud de propuestas navideñas con aparatosos envoltorios pero sin alma alguna. El film dirigido por Richard Attenborough explora, como pocas veces he podido percatarme, en el interior de un ser humano (Anthony Hopkins: grande entre los grandes) que ha pasado su vida con la insatisfacción de no poder conjugar la palabra amar. Su corazón permanece en penumbra hasta que Joy Gresham (Debra Winger: portentosa), una admiradora de su prosa y, al mismo tiempo, aspirante a poetisa profesional, le comunica que sufre una enfermedad con visos de cerrar un ciclo vital. Solo cuando Joy camina en dirección a la muerte, C. S. Lewis (el autor de Las crónicas de Narnia) se sabe con fuerzas para sacar de sus entrañas toda ese caudal de emociones que ha «hivernado» en su corazón durante largos años, dejando al descubierto unos ojos vidriosos que delatan que, al virar el color de la hoja como señal de la llegada de su particular «otoño», empieza a conocer el sentido de la palabra amar. Hopkins, al leer el texto de William Nicholson que había sido llevado a la escena teatral, amenazó con matar a Attenborough si no le daba el papel. El cineasta inglés, que conocía bien al galés por su trabajo conjunto en Magic (1978) —un film francamente interesante con música de mi admirado Jerry Goldsmith— y la tentativa de que éste inmortalizara en el celuloide a Gandhi —la lógica dictó que fuera Ben Kingsley y evitar así un severo régimen a un Hopkins que suele lucir un aspecto saludable—, no dudó en brindarle un auténtico regalo para cualquier actor.
Tierras de penumbra es un film que puede ofrecer diversas lecturas. Pero para un servidor lo que ha calado más profundamente, la lección —si puede llamarse así— que se puede extraer del mismo atañe a la necesidad de expresar los sentimientos sin menoscabo a que podamos equivocarnos, sentirnos rechazados o heridos en nuestro amor propio. Desde aquel momento he pretendido abrir las compuertas de mis emociones para que fluyeran en el río de la vida... de una vida presidida por numerosos obstáculos que hemos de ir salvando. Un título revelador en verdad que será apreciado por unos u otros en función de la carga emocional que hayamos dejado escapar de nuestro interior. A menudo, las personas que tenemos muchas cosas que decir y las queremos expresar con las palabras justas, pecamos de articular nuestras emociones como si fuera una medida de conocimiento. Esa verdad como un templo, al menos para lo que concierne a un servidor, no ha tenido mejor traducción en la pantalla que en Shadowlands, «el paraíso fílmico añorado» que sirvió para decir adiós a una parte de mi inocencia. Más que un film, una «bendición» que ha escuchado las «plegarias» de mi buen amigo Jordi Marí. Este post va por ti: solo hace falta subir 39 escalones para vislumbrar nuevamente esas «tierras de penumbra».

1 comentario:

The Fisher King dijo...

Precioso texto, Christian. Gracias. Muchísimas gracias.