viernes, 25 de diciembre de 2009

EL ORIGEN DE... LAS EXTRAÑAS ENFERMEDADES DE CHARLES DARWIN

Bien es cierto que Sir Charles Darwin (1809-1882) —de quien se ha cumplido este año el bicentenario de su nacimiento y el ciento cincuenta aniversario de la publicación de su obra magna, El origen de las especies (1859)— alcanzaría, en términos de su época, una provecta edad, consumándose su deceso pasados unos meses después de haber cumplido setenta y tres años. Pero aquel viaje a bordo del HMS Beagle que le llevaría a recorrer medio mundo por espacio de un lustro —en principio, aquel periplo se planteaba para un año o dos a lo sumo— y que daría pie para escribir toda suerte de notas que más tarde cobrarían sentido en papel impreso en forma de teoría de la evolución de las especies, repercutiría en paralelo a Charles Darwin de manera negativa para la salud del naturalista británico. Al calor de esa doble efemérides apuntada, algunas de las editoriales que presentan en sus catálogos una línea de publicaciones cientítificas o aquellas que se fundamentan en este área del conocimiento, se han plegado en los últimos meses a la publicación de un buen número de obras con el denominador común de abordar la vida y la obra —aspectos indisociables— de Charles Darwin. Algunas lo hacen desde una óptica esencialmente divulgativa y didáctica —Charles Darwin: la historia concisa de un hombre extraordinario (2009, Ed. Tusquets) de Tim M. Berra—, otros lo plantean desde un tratamiento epistolar —Charles Darwin: descubre el mundo a través del diario de un grumete (2009, Ed. Edilupa) del reputado historiador Alan Gibson— y el que nos puede acercar más a la verdad del «hombre» deviene Autobiografía: Charles Darwin (2009, Ed. Belacqua). No obstante, el sabio inglés podría haber hecho un diagnóstico certero de su propia persona pero no así del origen de las enfermedades que padeció durante distintas y prolongadas fases de su existencia, que tuvieron como consecuencia una merma considerable en su actividad diaria hasta el punto que las jornadas laborales muy a menudo se reducían, a lo sumo, a un par de horas. Una de sus «aficiones», por tanto, se convirtió en escuchar a numerosos miembros de la comunidad científica que acudían a su residencia de Downtown, a las afueras de Londres. La otra gran comunidad que estuvo en permanente contacto con Darwin fue la médica, a la que él mismo perteneció pero en calidad de estudiante en la Universidad de Edimburgo. La angustia de Charles Darwin se centraba en poner remedio a sus males fisicos que no parecían tener un diagnóstico preciso. Al cumplirse el centenario de la primera edición de El origen de las especies, el doctor Saul Adler trabajaría en la hipótesis que Darwin hubiera sufrido de la «enfermedad de Chagas» durante su paso por zonas tropicales a lo largo de la expedición en el Beagle. Pero la sintamotología que presentaba el emérito científico no parecía corresponderse exactamente con esta enfermedad de origen viral que se transmite por la picadura de un mosquito. Precisamente, coincidiendo con las primeras celebraciones del «año Darwin» en forma de exposiciones, conferencias y, como hemos señalado, publicaciones de todo tipo, el doctor Barry Marshall apuntaba como una de las causas más probables de la fragilidad de la salud del naturalista británico la acción de una bacteria (Helycobater pilori) que causa infecciones gástricas. Para Marshall el conocimiento de esa bacteria le resultaba del todo familiar ya que había sido su descubridor, junto a Robin Warren, valiéndoles a ambos el Premio Nobel de Medicina en 2005. Esa podría ser una explicación plausible, pero aún sigue siendo un misterio la colección de males y dolencias que ralentizaron la actividad laboral de Charles Darwin hasta hacer de Downtown una especie de refugio espiritual, como el que que hubiera imaginado en los días de estudiante de teología, toda vez que su desafección por la práctica médica en Edimburgo le había provocado uno de varios desencuentos para con su figura paterna, Robert Darwin, de naturaleza mórbida (llegó a pesar ciento sesenta kilos), decidido a que Charles prosiguiera sus pasos profesionales y con ello, perpetuar el estatus social en el que la palabra austeridad no tuviera razón de ser.

sábado, 19 de diciembre de 2009

LAS DOS «CARAS» DE IGNASI GUARDANS: APRENDIZ DE MAQUIAVELO

Hace un tiempo alenté a un conocido para que escribiera un libro sobre la verdadera historia de Lauren Films, paradigma del rise and fall refererido a una empresa audiovisual de nuestro país. Su conocimiento sobre los entresijos de aquella poderosa maquinaria dedicada a la producción, distribución y exhibición en España alcanzaban inclusive detalles que hablan por sí solos de las miserias humanas, de «esa hoguera de las vanidades» cuando personajes sin escrúpulos morales atienden a la llamada de lo ocioso, la lujuria y, en definitiva, el amor por... el dinero. Esa «garganta profunda» perfirió declinar la invitación porque si entrara en el «ruedo» podría acabar siendo un testigo protegido frente acusaciones que salpicarían la clase política, la cultural y la financiera del «oasis» catalán.
Destapado el «caso Millet» en julio del año que está a punto de tocar a su fin, han arreaciado las críticas en torno a la falta de mecanismos de control que han hecho posible que el ex mandamás del Palau de la Música desviara unos veintitrés de millones de euros —aunque podrían ser una cantidad sustancilamente superior—, con la complicidad de su brazo derecho Jordi Montull y con un más que presumible entramado de familiares y empleados que, a fecha de hoy, han escapado las garras de la justicia, sin que patronatos, organismos financieros reguladores y demás detectaran tantas irregularidades sostenidas a lo largo de una treintena de años. De todo ello se derivaría la escasa capacidad de un organismo llamado Sindicatura de comptes, que no tenía ni tiene potestad sancionadora. Pero visto lo visto, la regeneración de las instituciones políticas y financieras de Catalunya pasa por sacar a la luz aquellos casos que se trataron de ocultar en su día por parte de una clase política con derivaciones hacia el sector empresarial, indistintamente relativas a la empresa privada o la pública. Es por ello que aquellos informes no vinculantes emitidos por la Sindicatura de Comptes que habían quedado sobreseídos por razones espúreas, han visto como de un tiempo a esta parte cobraban una nueva vida para evitar que la sombra de sospecha se cerniera nuevamente sobre empresas o estamentos conectados con la clase política dirigente o a la sombra de ésta. A tal efecto, recientemente se ha conocido el detalle, por parte de la Sindicatura de Comptes, de la existencia de créditos fallidos en la cuenta de resultados de la empresa Lauren Films. La Fiscalía de Catalunya, con la mosca tras la oreja, después de las dimensiones, a distintos niveles, que ha tenido la estafa del señor (sic) Félix Millet y de sus acólitos, ha preferido, en lugar de mirar para otro lado, encargarse de investigar el destino de quince millones de euros en concepto de créditos que se dieron a susodicha empresa y que, a fecha de hoy, no han sido retornados. L’Institut Català de Finances (ICF) aportó parte de estos quince millones de euros, cuyo destino parece ser una incógnita porque Lauren Films, de hecho, se declaró en suspensión de pagos hace años, cediendo su gestión antes de su cierre (sino definitivo, prácticamente lo sería) a una comisión en la que operaba Ignasi Guardans, a instancias de Convergència i Unió, el partido que gobernaba Catalunya por aquel entonces. Antoni Llorens, ex consejero delegado de Lauren Films, ha arremetido estos días contra Ignasi Guardans, quien ocupa actualmente el cargo de Director General de Cinematografía de España, al que sitúa en el disparadero por haber provocado la caída de Lauren Films. Llorenç sabe que miente, o dice una verdad a medias; fue su megalomanía que le llevó al ocaso, pero también tendrá que rendir cuentas Ignasi Guardans por la responsabilidad que se derivaría de su gestión temporal al frente de Lauren Films, así como su desvinculación de Convergència i Unió (aunque no desde el plano de militancia) después de ser substituido como eurodiputado para disgusto del primero. Personaje oscuro y vitriólico donde los haya, Ignasi Guardans, en los meses que lleva en su nuevo cargo le ha faltado tiempo para promover la candidatura de su hermano Francesc Guardans para la dirección del Consell Nacional de Cultura i Arts (ConCa), organismo vinculado a la Generalitat de Catalunya. Por si fuera poco, Francesc Guardans había sido consejero delegado de Lauren Films. Convergència i unió, al conocerse la voluntad de la Fiscalía del Estado para investigar a fondo todo lo acontecido con Lauren Films en su fase (casi) terminal, moverá todos los hilos posible para evitar que les afecte en demasía y, si acaso, intuyo, Ignasi Guardans se situará en el ojo del huracán de una polémica en la que algunos tienen mucho que perder y poco que ganar, pero asimismo a la inversa. Bien lo sabe Antoni Llorens, cuya venganza está servida, sabiendo que contará con esa red de internautas dispuestos a crucificar al ideólogo de la Ley contra de la piratería que lleva el nombre (que no lá rúbrica) de Ángeles González Sinde. Mal compañero de viaje se ha buscado la Ministra de Cultura por su paso, más bien fugaz —la cuenta atrás ya ha empezado para ella—, por la alta admnistración pública del estado, y que anuncia, como lo que había ocurrido hace más de un lustro con Llorens, otro ocaso... el de una carrera cinematográfica, al menos, detrás de las cámaras. Su tumba artística ha sido la entrada en la gestión política rodeándose de personajes como Ignasi Guardans que suelen navegar entre dos aguas en mares amenazados por turbulencias político-financieras.

sábado, 12 de diciembre de 2009

UN NOBEL PARA UN NOVEL

Desde que se instauraran los premios Nobel, a principios del siglo XX, muchas han sido las voces que han puesto en tela de juicio la idoneidad de algunos de los premiados, sobre todo por lo que compete al de la Paz. Un debate que se reabre en la presente edición debido a que Barack Obama se ha alzado con una distinción que tiene más de simbólico, de gesto, que de realidad tangible, por cuanto su trayectoria no le sitúa precisamente ni tan siquiera entre la terna de candidatos depositario merecedor de semejante premio. Si nos ceñimos al texto del testamento escrito de puño y letra de Alfred Nobel (1833-1896), buena parte de cuya inmensa fortuna iría destinada a la creación de los premios que llevarían su nombre, la perplejidad nos asalta cuando sabemos que el receptor del «buque insignia» de los mismos, esto es, el de la Paz entra en conflicto, al menos, en un punto (esencial): «una parte a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz». El comité que ha debido lidiar este 2009 con la papeleta de designar al Premio Nobel de la Paz no debió reparar en que Obama ha dado el visto bueno a la ampliación del número de soldados —contabilizados en miles—, que deben operar en Afganistán mientras que han hecho caso omiso mayoritariamente a la candidatura de, por ejemplo, Vicenç Ferrer, cuya callada labor humanitaria ha mantenido viva la esperanza (y lo que es más práctico) la vida de cientos de miles de personas en una región de la India dejado de la mano de Dios.
Desde mi prisma, tamaña afrenta no hace más que poner en entredicho unos premios que ya tenían un poso de sospecha desde el momento de su creación, a la muerte de Alfred Nobel, quien había amasado unas ganancias descomunales al albur de la patente y comercialización de diversos inventos, algunos de los cuales tendrían utilidad en el terreno militar. La cuadratura del círculo estaba servida. Pero es bien sabido y documentado que célebres inventores o científicos que, en su momento, gracias a sus privilegiadas mentes habían confeccionado artilugios u otros hallazgos con fines que tuvieron otras aplicaciones por las que se idearon, mantuvieron en vida un sentimiento de autoinculpación. La Segunda Guerra Mundial produjo un alud de casos de físicos, químicos e ingenieros que, después de trabajar para la industria armamentística en sus respectivos países —aunque también serviría de moneda de cambio para trabajar al servicio del mejor postor—, luego entonarían el mea culpa y se dedicaron a cantar las bondades de la paz dando conferencias y/o simplemente abandonando sus plazas en universidades o escuelas. Ilustrativa al respecto fue la ejecutoria de Robert Oppenheimer, el padre del «Proyecto Manhattan», que se revelaría antesala para lo que estaría por llegar un fatídico día de agosto de 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Iroshima y Nagasaki. Al cabo de unas semanas, Japón firmaría el armisticio que precipitaría el fin de la Segunda Guerra Mundial, toda vez que el ejército nazi había entrado en vía muerta y se batía en retirada en diversas plazas del mundo. Digamos que, a partir de entonces, en las universidades de todo el mundo se dio una suerte de «objeción de conciencia» que se tradujo en que el número de estudiantes matriculados en Física, Química o determinadas ingenierías caería en picado. Un descenso, empero, no lo suficientemente pronunciado para que durante la Guerra Fría se colocara en un brete a los comités de selección de los Nobel, quienes siguiendo las directrices de su fundador, había colegido otorgar premios en algunas disciplinas del ámbito científico, a saber, las de Fisiología, Medicina, Física y Química. Intuyo que determinadas arbitrariedades se han podido dar en estos campos, pero la que se lleva la palma, sin duda, es la del Nobel de la Paz. Repasando la nómina de los premiados en esta apartado debería sonrojar a más de uno del comité de selección para escarnio de la humanidad que ha visto levantar con la diestra o la siniestra la caja que contiene la imagen circular de tonos cobrizos del inventor sueco a Henry Kissinger o Yasser Arafat por citar algunos ejemplos de infuasto recuerdo. Pero ya se sabe que los designios del alma humana son insondables y más si cabe en el ánimo de un comité institucional, a rebujo de la crème de la crème de la sociedad escandinava —con el eje Estocolmo-Oslo por bandera—, que se despacha a gusto cada x años al otorgar la bendición urbi et orbe a una distinguida personalidad, en especial del mundo de la política. Cuando Obama —por quien dicho sea de paso, profeso una notable admiración: razones para ello no faltan— se preste dentro de unas semanas a hacer el saludo militar y acompañar en el sentimiento... patriótico a otra legión de soldados con pasaporte a Afganistán veremos cuantos de los miembros de ese comité se esconden bajo las faldas de esas mesas donde reposaban manjares para ser degustados por príncipes, princesas y dirigentes de medio mundo que asistían a la cena en honor del actual Presidente de los Estados Unidos de América.

sábado, 5 de diciembre de 2009

«EL CLUB DE LOS SUICIDAS»: HIJOS DE «DIOSES» MENORES

Dos libros ocupan mi lectura estos días, en vísperas de Navidades: la magnífica —por bien documentada, de escritura amena y prolífica en el anecdotario, que nos ayuda a reconstruir con mejor precisión una personalidad poliédrica por definición— biografía sobre Paul Newman (1925-2008) firmada por Shawn Levy (Editorial Lumen, 2009), y los Cuentos completos de Robert Louis Stevenson (1850-1894) en una cuidada edición a cargo de Mondadori dentro de su imprescindible colección de «Grandes Clásicos» y con el valor añadido de unas ilustraciones a color en el debe de Alexander Jansson. Al tratarse de un personaje de la notoriedad de Newman, de la salida al mercado de este volumen inclusive se han hecho eco algunos canales de televisión en sus informativos, dejando entrever en su sucinta reseña, a vuela micrófono, que Levy desvela el «lado oscuro» del intérprete estadounidense. Haciendo gala del estilo que había impuesto años a publicaciones como Reader’s Digest, de la que la familia Newman (la de Ohio, no la de Newport, Connecticut, el fortín del rubio actor, automovilista y filántropo en sus años de madurez) era suscriptora, tal aseveración deviene un puro ejercicio de reduccionismo, a la caza y captura de un titular que justifique que un libro haya sido escogido para colarse de rondón entre las cuatro o cinco noticias que dan pie a la portada de un telediario. Claro que el redactor o redactora de turno que había realizado una lectura (muy) en diagonal para sacar un titular facilón podría calibrar que en el mismo saco del «lado oscuro» se situaba la desgracia de haber enterrado a su único hijo, Scott Newman, de una prole que sumaría un repóker de féminas nacidas de dos matrimonios. Ni Paul Newman ni su madre adoptiva, Joanne Woodward, ocultaron la verdadera razón del fallecimiento de Scott: la autopsia, con luz y taquígrafos, desvelaría que se trataba de una muerte provocada por la combinación de la ingesta de drogas, alcohol y algún que otro medicamento que, a priori, debía actuar como somnífero. Un cóctel fatal que arrebató la vida a ese angry young man llamado Scott —de raza le viene al galgo— y que sumió a Paul Newman en un doloroso proceso de autoinculpación por no haber sabido lidiar con sus compromisos paternales. Ya por aquel entonces, a finales de los años setenta —el deceso de Scott se certificó el 20 de noviembre de 1978—, la escritora Kathy Cronkite estaba realizando un trabajo de campo en torno a los hijos de famosos, explorando en la psique de unos seres privilegiados en lo económico pero que padecían carencias en el plano afectivo y/o bien en el desarrollo de su propia realización personal. Nell Newman, hermana del finado Scott, estuvo en la «agenda» de Cronkite, tal como relata Levy. Aunque de forma tardía, Nell pudo enderezar un rumbo que se intuía cercano al de Scott —coqueteó con las drogas— y, por suerte, quedaría fuera de la relación de nombres que el escritor judío enumera en una de las páginas de su voluminosa obra, a propósito de los hijos de celebridades vinculadas al audiovisual que perecieron, víctimas de suicidios, durante esa década y la anterior. Tan sólo en 1975 se registraron los suicidios de tres vástagos de famosos del celuloide o de la pequeña pantalla, a saber, Jonathan Peck —primogénito del gran Gregory Peck—, Jenny Lee Arness —hija del actor James Arness, que encarnaba al Marshall Matt Dillon en la popular serie Gunsmoke— y Dan Dailey III —heredero directo al trono familiar comandado por el intérprete versado en musicales de idéntico nombre y apellido—. Todo hacía pensar que ninguno de ellos pudo digerir «demasiado, demasiado pronto», como reza el libro autobiográfico que llegaría a ver publicado Diane Barrymore (retrato suyo a cargo de Spurgeon Tuker en el encabezamiento del post) antes de despedirse con una nota manuscrita —en 1960— de una vida cuya infancia había quedado arruinada a causa de la adicción a los estupefacientes del asimismo dipsómano John Barrymore, estrella del teatro y, a la sazón, hermano de Ethel y Lionel Barrymore, figuras que descollaban sobre los escenarios y en el celuloide. Padre e hija coincidieron en pantalla, pero encarnados por Dorothy Malone y Errol Flynn, en la que vino a ser una suerte de traslación de la obra autobiográfica de Diana Barrymore que se había ganado el favor de los lectores y con ello, el de los directivos de la Warner Bros. Dos años después del estreno del film se certificaba la «segunda» muerte de la hija de John Barrymore; su libro había servido, pues, para anticipar lo que parecía intuirse al corto o medio plazo. Para desgracia del buen nombre de una estirpe familiar repleta de artistas, Diana Barrymore inauguraría en los años sesenta la lista de ese «club de los suicidas», a la que sumarían nuevas víctimas en las sucesivas décadas con el denominador común de haber nacido en ambientes presididos por el lujo y el oropel, tan visibles como ese cinturón que les impedía levantar el vuelo sin tener la presunción que eran observados o comparados con sus respectivas celebridades paternales o maternales de la gran, pequeña o mediana pantalla. Cada una por separado representa historias recorridas por la tragedia al sesgarse vidas de jóvenes que, en algunos casos, apenas habían traspasado la frontera de la treintena. Poco que ver, por tanto, con la fina ironía que destila ese prosista militante de la Primera División de las Letras de Oro del siglo XIX llamado Robert Louis Stevenson, precisamente en cuentos como El club de los suicidas, que sirve de entrante de esa densa obra presta a ser degustada en su impecable edición en el haber del sello Mondadori.

sábado, 28 de noviembre de 2009

GEORGES DELERUE (1925-1992): REY DE CORAZONES


Para aquellos que no son oriundos de Francia, la ciudad de Roubaix se asocia, en líneas generales, al destino final de la clásica ciclista que preside el calendario de la UCI por lo que compete a las pruebas de un solo día. De la extrema dureza de la París-Roubaix se han echo eco los cronistas deportivos a lo largo de más de un siglo, con las excepciones de sus anulaciones debido a periodos bélicos que comprometieron, en mayor o menor medida, a la población gala. Pero en función del impresionante legado musical que nos ha dejado, Roubaix debería ser asimismo recordada por haber alumbrado a uno de sus hijos pródigo/prodigio: Georges Delerue (1925-1992). El año que Felix Sellier conquistaba esta «clásica entre las clásicas» —competición con una larga tradición de campeones con pasaporte belga—, nacía Georges Delerue para dicha de la composición para cine, sin menoscabo de sus aportaciones como concertista de piano, artífice de óperas y obras de ballet. Es impensable amar el cine de François Truffaut y no hacerlo de la música del compositor galo con quien tantas veces colaboró. Merced al ir familiarizándome con la obra cinematográfica —al menos una mitad; la otra quedaría en suspenso como consecuencia de una prematura muerte— del ex redactor de Cahiers du cinéma, a la par alimenté un interés creciente por la música de Delerue, a quien empezaba a situar en el «olimpo» de mis músicos «clásicos» de cine predilectos, esto es, Jerry Goldsmith, Elmer Bernstein, John Barry, Alex North, Bernard Herrmann y John Williams.
Ahora que se cumplen cincuenta años desde que escribiera la partitura de Le jeux de l’amour (1959), su primer trabajo oficial para un largometraje de ficción —en el audiovisual su campo de pruebas había sido el corto con una producción asombrosa que ni tan siquiera las enciclopedias más fiables se atreven a estimar un número determinado—, Georges Delerue parece haber entrado en el túnel del olvido. Perder el rastro de un compositor de la talla de Delerue es tanto como cubrir con un manto el sentido de la inocencia que inundó con su poesía musical infinidad de producciones desde los años sesenta hasta principios de los noventa. Por aquel entonces, Delerue estaba enfrascado en su nuevo encargo profesional, Los rebeldes del swing (1992), pero su diminuto cuerpo no soportó aquella presión asfixiante, un ritmo acelerado al dictado de las exigencias contractuales con Hollywood que le iban minando la salud al punto que fallecería a los sesenta y siete años, víctima de un ataque al corazón. Toda una ironía del destino para quien nos ha llegado con su música hasta el fondo de nuestros corazones. Incapaz de brindar una mala banda sonora —al menos, las que conozco, que no son pocas para complacencia de mis oídos—, el pequeño gran músico de Roubaix quedaría, empero, tocado anímicamente cuando François Truffaut prefirió contar con Bernard Herrmann para dar cobertura musical a Fahrenheit 451 (1966). La desazón se apoderaría de Delerue en esta etapa de impasse en su relación profesional, que también de amistad, para con el cineasta parisino. Pero persuadido por productores y directores que lo solicitaban desde distintos frentes geográficos, Delerue no cejaría en su empeñó por volver una y otra vez sobre un estilo característico, que arrastraba una clara influencia del barroco y de la música postromántica. En cierto sentido, las composiciones para los films de Truffaut habían marcado un patrón de conducta del que nunca quiso o supo desprenderse. De ahí que su ego no fuera lo suficientemente grande como para rechazar la invitación de Truffaut a seguir colaborando a partir de Una chica tan decente como yo (1971). Hasta el final de sus días Delerue no abandonaría a su querido amigo, completando una serie magnífica de títulos en común que, por regla general, han tenido un peso importante en los discos recopilatorios consagrados al menudo compositor. Entre éstos destaca los tres volúmenes de la «London Sessions», de audición obligada para aquellos que saben saborear la música de cine fuera de la gran pantalla. Delerue está especialmente indicado para este ejercicio melómano porque cada una de las notas de esta soberana trilogía golpea en mi interior, a modo de un eco lejano que me procura un caudal de sentimientos. Emociones parejas a las que me siguen acompañando al regresar sobre la partitura de A las nueve, cada noche (1967) —una de mis favoritas dentro de la vasta obra del francés—, cuyo fraseo musical es la pura descripción de un universo infantil que camina de la mano de una inocencia que parece eterna. Un ejemplo, de los muchos que podría detallar en torno al músico que supo rayar a gran altura, incluso en su aventura norteamericana con enmienda a la continuidad en el tramo final de su actividad profesional y que puso el broche de oro para el que debería ser distinguido con un master en excelencia musical. Gracias Georges; tú música siempre me acompañará por los zizagueantes caminos de la vida, algunos de cuyos tramos el pavimento puede ser similar al que lleva a coronar la mítica París-Roubaix.

lunes, 23 de noviembre de 2009

ZAPATERO, «EL MENTIROSO»

Ahora que nos vamos acercando a la fecha en la que el estado español tomará, en la persona del presidente de nuestro gobierno, las riendas de la presidencia de la Unión Europea vaticino que podremos ver y escuchar a un José Luis Rodríguez Zapatero en toda su dimensión... El de un mandatario político amparado en la constante mentira o, para aquellos que se valgan de los eufemismos para disfrazar la realidad, el de un personaje que falta a la verdad día sí y otro también. Zapatero bien quisiera ser recordado como un dirigente de las hechuras de Barak Obama, pero lo que tiene muchos números es para situarlo con un perfil más cercano al de Richard M. Nixon, quien llevaría acompañado para siempre el calificativo de «el tramposo», al albur de haberse destapado el escándalo Watergate. Porque, lo que no me cabe duda, es que Zapatero responde al semblante de un profesional de la mentira, que sabe manejarse frente a las cámaras con la insana intención de sacar partido de cualquier, por insignificante que resulte, cuestión que favorezca a sus intereses en pro de la defensa de una política que nos ha dejado a las puertas del G-20... % de parados. Este pasado fin de semana hemos asistido a la enésima escenificación de un triunfalismo que busca estrechar lazos con aquellos incondicionales que dan carta blanca a cualquier acción proveniente de las filas socialistas, para pasmo de los que obervamos la política desde la barrera con enormes dosis de recelo. Para Zapatero todo vale. Da lo mismo que la OCDE con Joaquín Almunia —quien se había postulado para abanderar al PSOE años a, pero que fracasó en su tentativa; el tiempo lo hubiera situado como mejor gestor que su compañero de partido en periodos de crisis— entre su cuerpo de comisarios, o el Presidente del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO) se muestren muy cautos sobre las perspectivas de crecimiento de un país como España, que se ha quedado en el furgón de cola en cuanto a dinamización de la actividad económica de la zona Euro; «Nuestro» José Luis extrae de su chistera otra de sus mentiras en forma de anuncio de que «hemos entrado en un periodo de crecimiento» (sic). A tenor de haber ocultado al electorado la realidad que se nos avecinaba en vísperas de los comicios de marzo de 2008, Zapatero y sus asesores deben pensar que, perdidos al río, y toca un baño de optimismo semanas antes de lucir el traje de la Presidencia Europea. Nos podemos preparar, pues, para otra retahíla de falsedades en la voz de barítono de ZP y con el fondo de un pesebre viviente socialista, presto a dorar la píldora al líder del PSOE. Razones de peso para aventurar, al corto o medio plazo, una recuperación de nuestra economía, ninguna, pero todo vale cuando toca arrebato en forma de insuflar ánimos a la población, desoyendo las predicciones de organismos competentes en dicha materia a nivel europeo o nacional. Zapatero lo fia a la «divina providencia»... de un país que, como el soma que sirve de alimento encapsulado a los Alfa, Beta, Gamma... de Un mundo feliz de Aldous Huxley, encuentra en el fútbol la fórmula química para aletargar a la población frente a los televisores hasta extremos inauditos. Ese deporte rey que concentraba no hace demasiado tiempo atrás su interés los fines de semana y los miércoles en función de los compromisos en las competiciones europeas de los distintos clubs que participaban o, de forma puntual, la selección española, hoy en día se extiende como una mancha de aceite cada día del calendario anual con cualquier noticia colateral. Con esa, como tantas otras coartadas, y con un PP que vive jornadas de zozobra al calor del Gürtelgate, Zapatero se las promete felices si el tirón de la Presidencia Europea le sirve para ir dosificando otra tanda de mentiras de aromas muy diversos. No conozco, por tanto, un político de la era Aznar D. C. que haya hecho mayores méritos que José Luis Rodríguez Zapatero para ir acompañado su apellido del calificativo «mentiroso». No se confundan; ZP no es el Obama hispano que nos han querido vender, alimentando el juego comparativo a la luz de aficiones comunes (el básket), sobrepasar con holgura el 1,80 cm, ser buenos comunicadores de masas (un aspecto innegable) y tener dos hijas cada uno. Harían bien en aplicar un «plan renove» en el seno del PSOE cuando el PP tome el mando del país en 2012 —si no antes— arrogados en el papel de «salvadores de la patria» —creánselo: tras declararse (parcialmente) inconstitucional l’Estatut aprobado en el Parlament en 2005 el victimismo catalán retroalimentará esa visión unitaria y servirá para echar el resto para producirse ese cambio de signo político a nivel estatal— y, de una vez por todas, desprenderse de ese «mentiroso compulsivo» de nombre José Luis y de apellidos Rodríguez Zapatero.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

«ESTACIONES LUNARES» EN EL PLANETA TIERRA

Al margen de nuestra huella genética, cada uno de nosotros somos el resultado de un cúmulo de experiencias de toda índole. Experiencias algunas de las cuales hubiéramos calibrado ajenos a la realidad que nos circunda y, por tanto, sujetas a permanecer fuera de nuestro alcance o, cuanto menos, a ser observadas desde una prudencial distancia. Pero la madurez te lleva, a menudo, a vencer ciertas reticencias. Ese fue el caso de mi decisión a aceptar la invitación de Manel Quinto, redactor de cine de La Vanguardia, para hacer la presentación de Mystic River (2003) en la cárcel dels Lladoners. Una prisión de nuevo cuño situada en las cercanías de Sant Joan de Vilatorrada, en la Catalunya Central. Al ser una persona difícilmente impresionable, además de estar bregado en el subgénero carcelario –la última producción vista ha sido Celda 211 (2009), de la que casi nadie habla en términos de un calco de la presmisa argumental de la magistral cinta digirida por John Frankenheimer Contra el muro (1994)– todo lo que comportaría mi entrada en el recinto penitenciario sito en la comarca del Bages no alteró en demasía mis biorritmos. Quizá esa templanza se viera beneficiada porque la sordidez, lo decadente o lo insalubre son términos que no se correspondían con aquel lugar de factura nueva, diríase inclusive modélico al asumir que dentro del mismo habitan personas cada uno con sus respectivas condenas. Según me comentó uno de los funcionarios, muchos de ellos no gozan de régimen abierto; su vida, por tanto, transcurre en prisión cada uno de los días del año hasta cumplir la condena impuesta. Acompañado de un educador, entramos Manel y un servidor toda vez que se estaba proyectando el film dirigido por Clint Eastwood sobre una gran pantalla en un recinto habilitado como sala de proyección. La larga duración de la cinta permitía saltarse el protocolo y dejar para la conclusión de Mystic River una charla con los presos que asistían a la proyección en un número que giraría en torno a la treintena. Me senté en uno de los laterales de la sala y me volví a seducir por ese savoir faire a la hora de filmar unas historias en las que generalmente se plantea un debate o dilema moral. Hubo idas y venidas a lo largo de la proyección, pero el respeto dominaría aquella sesión de cine en horario de sobremesa. Al cabo de hora y media, estaba frente a ellos con la intención de intercambiar algunos pareceres sobre la producción que acabábamos de ver. Para romper el hielo, direccioné de inmediato lo que considero el «núcleo duro», a nivel temático de lo que nos habla el film, esto es, cómo influyen las experiencias adquiridas en las fases de la infancia y de la adolescencia en nuestros comportamientos futuros. Entonces, el silencio sonó como un eco en la sala y las miradas de cada uno de ellos parecían asentir esa verdad tantas veces incómoda porque indefectiblemente nos conduce hacia el fondo del pozo de los recuerdos. Pozos de una negrura sin límites en algunos de ellos verbigracia de una infancia arrebatada, de un abandono emocional que arraigaría con fuerza o de un entorno familiar viciado por la marginación social. Caldos de cultivo para que, al cumplir la mayoría de edad sino antes, sus vidas hicieran un giro al infierno de las drogas, al de la delincuencia y, en algunos casos, al del homicidio. Dialogamos un buen rato y alguno extrajo conclusiones sobre el film a partir de verse reflejado en pantalla en comportamientos puntuales de los protagonistas («la gente dice la verdad cuando está borracha» repitió en dos ocasiones) de la función. Al cabo de un tiempo, el educador, situado a mi derecha, hizo un ademán para poner el cierre a aquella jornada dedicada al cine como una actividad complementaria para su formación, al tiempo que les servía de distracción. Con sus aplausos sin excepción agradecieron el gesto de haber compartido, ni que tan sólo fuera durante unos minutos, las impresiones sobre una producción que les(nos) había tocado la fibra. Les di la mano a aquellos que se me acercaron para redundar en su agradecimiento. Les desee suerte. Acto seguido, al ir traspasando diversos controles me di cuenta del aislamiento de aquel recinto. Parecía haber visitado una estación lunar, sin rastro de vegetación, vallas altas orladas en su parte alta por una espiral de alambres; un espacio, en definitiva, dominado por un entorno carente de vida. Cuando estás en un recinto penitenciario, al menos desde mi experiencia, entiendes que la reinserción para aquellos que cumplen condenas contabilizadas en años es una entelequia... el tránsito de ese aislamiento atroz (doble, si evaluamos lo que supone dormir en una celda de escasos metros cuadrados) hacia la vida civil, con el bullicio habitual que genera una ciudad media o grande, es un contraste demasiado grande. Entiendo que los psicólogos adscritos a las prisiones aconsejen a todos aquellos que salgan en libertad después de largos periodos confinados en prisión que hagan su «aclimatación» en núcleos de población pequeños. Solo de esta forma, calibro, la recuperación a nivel psicológico puede producirse.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ROBERT ENKE (1977-2009): LA «LEYENDA NEGRA» BAJO PALOS CONTINÚA

Si dejamos al margen auténticos viveros de guardametas como lo habían sido y pretenden seguir siéndolo Lezama o Anoeta, los porteros nunca han surgido fruto de una tradición, de una política de fomentar la formación de este puesto donde se inicia la espina dorsal de un equipo de fútbol. Desde mi experiencia, en el patio de colegio o del instituto, a la hora de otorgar posiciones el de cancerbero casi siempre quedaba relegado a la decisión final. Casi nadie parecía comprometerse bajo palos porque el «elixir» que mueve pasiones en nuestro deporte rey no es otro que el gol, coto privado para los porteros, salvo el atrevimiento de unos pocos a lanzar penalties, faltas directas e inclusive rematar córners en tiempo de descuento. De ahí que el cancerbero, por regla general, haya sido más un producto de la necesidad que de la vocación. Una evidencia que ha ido cambiando con el curso de los años, pero aún así el guardamenta sigue siendo observado como un ser perfilado desde un feroz individualismo, a menudo preso de la excentricidad, de un sentimiento introspectivo, de un toque de pura extravagancia o, cuanto menos, con un comportamiento que trata de marcar diferencias para con el resto del equipo. A tal efecto, es curioso constatar como en el fútbol moderno se mantiene inalterable ese ritual que nos hace observar desde la distancia el saludo afectuoso, «fraternal» entre porteros de equipos rivales antes y después de la conclusión de un partido. Un «hermanamiento» que asimismo es el producto de ese individualismo apuntado que crea un carácter de aislamiento o un deje de ausencia que puede contener en su origen la idea de aquel niño al que nadie hacía caso en el patio de la escuela. A la postre, éste se plegaba a satisfacer a sus compañeros de colegio para que diera comienzo un partido advertido de demora si no se encontraba portero. Desde la marginalidad es difícil, por tanto, forjarse un liderazgo que acabe direccionando a los guardametas hacia la posición de entrenador toda vez que se toma la determinación de colgar las guantes. Delanteros, medias punta, zagueros, laterales o pivotes suelen repartirse la condición de managers, quedando casi siempre fuera de las posiciones de mando de los banquillos esos guardametas con una mayor vida media en los terrenos de juego que el resto de jugadores de campo. Una certeza que asimismo lo es al advertir que con mayor frecuencia que cualquier de los otros jugadores de campo la «leyenda negra» parece cebarse en los cancerberos.
La noticia de la muerte de Robert Enke se suma a una lista de fatalidades de distinta índole en la que se han visto involucrados porteros a escala mundial, la mayoría una vez abandonada la práctica deportiva profesional como el caso de Jesús Castro –muerto en una playa de la cornisa cantábrica tras tratar de rescatar a un niño a punto de ahogarse–, hermano menor del legendario Quini, o Javier Urruticoechea, entre otros. Enke, sin embargo, ha dejado el mundo de los vivos en ese punto de su carrera que aún no había mostrado signos descendentes, no se habían encendido las alarmas de un ocaso al haber consolidado la titularidad en el Hannover 96 y, poco después, haber cubierto la portería de la selección alemana con miras a ser pieza básica en el Mundial de 2010, a celebrar en Sudáfrica. Paradojas de la vida: el día que Alemania mostraba al mundo la conmemoración del 20 aniversario de la caída del Muro de Berlín, una noticia de agencia hubiera podido enmendar la plana a esa majestuosa fiesta de luz y colorido en que la capital germana se había convertido. A centenares de kilómetros de Berlín, Enke había decidido arrojarse a las vías del tren. El cancerbero natural de Jena, ciudad que perteneció a la antigua RDA, había perdido el tren de la vida, pero en su ánimo quizás ese sentimiento lo había tenido tres años antes, a partir de que el maltrecho corazón de su pequeña de dos años dejó de latir. Cerca de Hannover, Louis Van Gaal, actual residente en el banquillo del Bayern de Munich, debió compartir con mayor intensidad si cabe que otras personalidades del firmamento balompédico, el dolor por el fallecimiento de Enke, ya que había convencido al staf técnico del Barça para que lo ficharan en 2002. Su paso fue efímero por el FC Barcelona –como asimismo por el CD Tenerife o el Fenerbaçhe turco– , pero me quedo con el semblante del argentino Roberto «Tito» Bonano, quien trataba de sacar fuerzas de flaqueza al tratar de recomponer el perfil humano del Enke que había conocido durante su paso por la Ciudad Condal. El ex guardameta Bonano contenía el aliento al rememorar la bondad de un hombre que no podía por menos que pararse si veía en la cuneta un perro sin amo. Eso nunca debió trascender a los medios de comunicación, pero con seguridad resultaría trascendente para la suerte de los canes que acabaron al cuidado de Enke. Quizás todo ello nos sirva para saber valorar más al ser humano que al deportista. Una lección de vida, una más que anotar, aunque resulte paradójico, a partir del conocimiento de una muerte. Descanse en paz el que hubiera podido ser un símbolo para el barcelonismo pero que acabaría siéndolo del humanismo. No solo las personas llorarán tu desaparición, Robert.

domingo, 8 de noviembre de 2009

«MIRADAS DE CINE» O EL «¡QUÉ ME DICES!» DE LA CRÍTICA DE CINE DIGITAL

A mediados los años noventa algunos listillos del negocio editorial con intereses en el mundo de la publicidad debieron llegar a la conclusión que el mercado de revistas de chismorreos aún no estaba del todo copada. Al calor de la irrupción de las televisiones privadas que siguen destinando buena parte de su programación a los espacios tipo «Salsa rosa», estas revistas editadas en papel couché podrían utilizar semejantes medios como plataforma de venta de las mismas. De los millones de asiduos a estos espacios generalmente emitidos en horario de sobremesa en días laborables o los sábados en prime time, coligieron los responsables de susodichas publicaciones, que al menos unas decenas de miles, sino centenares de miles picarían el anzuelo y visitarían los quioscos para hacerse con el último número de la revista de reciente aparición. ¡Qué me dices! surgió con el ánimo de hacerse un hueco en un mercado ya de por sí con una generosa oferta de productos impresos en cuatricomía y con el chismorreo por bandera. De la aparición de la misma tuve conocimiento cuando vi Torrente, el brazo tonto de la ley (1998) —las otras dos entregas sobre las andanzas del ragged glory del Atleti me abstuve por prescripción médica—; en una de las secuencias una joven afectada por la trisomía del 21 o síndrome de Down se encontraba en una charcutería hojeando la revista de marras... Ejercicio de mala milk a cargo de Santiago Segura que supongo maldita gracia les debió hacer a los responsables de la publicación de nuevo cuño, pero al final debieron interpretar que, como decía Salvador Dalí, que «lo importante es que hablen de uno aunque sea bien».
Semejante aforismo deben aplicarse los actuales responsables de llevar el timón de la revista digital Miradas de cine (http://www.miradas.net/) para la que, a mi juicio, ha dejado de ser aquella publicación que contenía verdaderos artículos o críticas de enjundia para situarse en el terreno más propio del ¡Qué me dices! en su derivación cinematográfica. De un tiempo a esta parte se constata que muchos de los que ejercen la crítica cinematográfica previamente o a la par, han tratado de vehicular un discurso más personalizado en el mundo de la blogosfera. Pero, a la postre, se ha producido un híbrido en los escritos al no saber compartimentar un ámbito de otro. Miradas de cine es la quintaesencia de esta nueva manera de entender la crítica que casi por una necesidad orgánica precisa de que el redactor de marras se refiera a sus propias circunstancias personales y/o familiares para ir marcando el desarrollo de su discurso. Veamos. Enrique Pérez Romero en su crítica sobre Ágora publicada en el nº 91 (octubre de 2009) (Ir a enlace) arranca con el siguiente comentario: «En una ocasión fui espectador de una mesa redonda en la que Alejandro Amenábar participaba como compositor (¡!), y en la que dijo algo parecido (no recuerdo las palabras exactas) a que una película como De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock; EE.UU., 1958) se sostenía a duras penas sólo gracias a la partitura de Bernard Herrmann. Tal afirmación que, al mismo tiempo, resultaba despreciativa hacia uno de los grandes cineastas de la Historia y se permitía enjuiciar a uno de los más grandes compositores del cine, provenía de alguien cuya experiencia en el medio era todavía más que discutible». En primer lugar, hay que tener bemoles para hacer referencia a una declaración de un ponente en una mesa redonda que se remonta más de una docena de años atrás para extraer una idea vaga («no recuerdo las palabras exactas», se justifica el redactor por si acaso) que allí se dijo en un ejercicio típico de esa prensa rosa que le importa bien poco los matices, con el fin de cazar un titular impactante. En modo alguno interpreto que, de ser así, se trate de una desconsideración de Amenábar para con el cine de Hitchcock y mucho menos en relación a Bernard Herrmann, a quien precisamente el director de Ágora concede una importancia mayúscula por cuanto su música contribuye a contrarrestar las carencias —siempre bajo el prisma del primero— relativas a la historia que plantea Vertigo. Todo este ejercicio de prospección en el terreno de la anécdota para llegar a la conclusión que Amenábar arrastra consigo un exceso de ambición y que lo del sentido de la mesura le debe sonar a cirílico. De ahí, según el parecer de Pérez Romero, arrancan gran parte de los males de Ágora... No será, empero, ese exceso de ambición el que llevaría a Amenábar a ceder el testigo musical a Dario Marianelli en una muestra que el cineasta de origen chileno conoce sus limitaciones, signo inequívoco —al menos para un servidor— de una virtud que Pérez Romero orilla con ciertas dosis de mezquindad. Las mismas que le han debido hacer mutis por el forro al leer —si es que se ha dignado— el comentario (sic) de su colega Raúl Álvarez en el siguiente número de la revista digital (nº 92, noviembre de 2009), a propósito de la edición de la banda sonora de Ágora (Ir a enlace). Sin abandonar la línea ¡Qué me dices!, en su ridículo escrito Álvarez expresa que «Marianelli tiene cierta fama de copiota. Hay pasajes que me recuerdan sospechosamente a la inmensa Pasión de Cristo, de John Debney, pero puede que esto no sean más que imaginaciones mías». Lo que alguna vez debió imaginarse Álvarez es que sabía de lo que hablaba cuando le adjudicaron la sección de bandas sonoras de Miradas de cine porque sus escritos son un auténtico despropósito. Para muestra, otra perla en el mismo número que, si bien no lo parece, se refiere a la crítica de la banda sonora de La huérfana (2009): «Recuerdan a Mike Powell? Fue el tipo que batió el record del mundo de longitud en los Campeonatos del Mundo de Atletismo de Tokio, en 1991, estableciendo una marca de 8,95 cms., cinco más que el mítico registro de Bob Beamon en las Olimpiadas de México 68. Pues bien, Powell jamás volvió a dar un salto parecido; ni se acercó. ¿Casualidad, alineamiento singular e irrepetible de los planetas, una sustancia dopante de procedencia extraterrestre? Quién sabe. El caso es que recuerdo su figura cada vez que escucho una nueva composición de John Ottman». No me resisto a reproducir la introducción de otro comentario (sic) que firma Raúl Álvarez, que no tiene desperdicio: «Se le ve feliz a Danny Elfman musicando al buenrrollismo sesentero del eslogan “paz y amor” del festival de Woodstock; vamos, el sexo, drogas y rock’n'roll de toda la vida pero pasado por el barniz estomagante de aquellos universitarios acomodados tan falsamente rebeldes como puestos hasta las cejas de LSD...» Muchas veces nos preguntamos a santo de qué el prestigio del que gozan ciertos directores, intérpretes o determinadas películas en nuestro país; pues lo mismo vale para publicaciones como la de Miradas de cine desde hace tiempo. Más que un consejo de redacción podríamos interpretar que el consejo de la redacción de Miradas es que se publique cualquier cosa mientras se pueda leer en castellano. Solo de esta forma se entiende que varios se sientan con el suficiente arrojo cómo para situar a la revista digital a un nivel similar a los escritos que se encuentran en publicaciones del calado de ¡Qué me dices!. «¿Sabías que Dario Marianelli es un copiota?» o «¿Sabías que la Esteban se ha operado los pechos?» La verdad, no noto la diferencia. Eso sí, los tropecientos redactores de Miradas de cine, adelante con los faroles y a seguir practicando la omertá... pero de puertas para adentro. Un silencio que contribuirá, me temo, a que, por ejemplo, la música de cine siga siendo considerada la «cenicienta» entre las secciones contenidas en las publicaciones de ámbito cinematográfico, y por consiguiente, cualquier cosa vale para habilitar una sección. Hay que tener vergüenza torera para seguir dando cancha a personajes como Raúl Álvarez con escritos que harían sonrojar incluso al redactor jefe de ¡Qué me dices!. Aunque, en estos casos, para algunos resulte más fácil mirar para otro lado y lanzar los dardos a alguien que se atreve simplemente a mencionar el nombre de Herrmann (al que considero uno de los grandes compositores del siglo XX, vaya por delante) como si hubiera profanado una tumba.

jueves, 5 de noviembre de 2009

DON’T BE DENIED (2008): UN DOCUMENTAL IN-ÉDITO SOBRE NEIL YOUNG

En el marco del Festival In-Inedit, que se celebra entre los días 29 de octubre y 8 de noviembre en Barcelona, asistí a la proyección para el que considero uno de los platos fuertes de esta nueva edición: Don’t Be Denied (2008). Óbviamente, el reclamo de Neil Young paga por sí solo, aunque esta producción de la BBC sea un one hour que podría saber a poco habida cuenta que se trata de una tentativa de sintetizar una obra tan vasta como la del canadiense, incluídos algunos trazos biográficos. Más allá de la posibilidad de recrearme en imágenes inéditas —por ejemplo, las de un granero habilitado para los ensayos de Harvest (1972); Young llevando la voz cantante en la presentación de los Buffalo Springfield en un programa de televisión, etc.—, Don’t Be Denied me ha servido para refrendar, matizar, confrontar posiciones en torno al perfil humano de Neil Young que, una vez terminado el libro, he ido componiendo sobre él mismo.
Damos por sentado que, en función de que una persona haga algo fuera de lo común en el sentido creativo, el calificativo genial suele aflorar. Pero detrás de esta visión se esconde, en muchos casos, una realidad marcada por un capítulo trágico o dramático experimentado en la infancia que alienta a estas mentes ya de por sí privilegiadas hacia un camino creativo del que nunca más se desprenden. En el documental dirigido y escrito por Ben Whalley se soslaya este episodio de la infancia (en su caso, la polio que padeció a los cinco años), como tantos otros que marcaron a fuego una personalidad tan acusada como la de Neil Young —los dos hijos con parálisis cerebral que tuvo de parejas distintas; los ataques de epilepsia que se convirtieron en un calvario durante la época con Buffalo Springfield; el aneurisma sufrido hace un lustro, etc.—. No obstante, el propio Neil Young se encarga de borrar cualquier rastro de hagiografía, mostrándose inmisericorde, a modo de ejemplo, con esas whoden ships con las siglas CSNY que habían ido a la deriva por culpa de ese mar de adulaciones y parabienes que retroalimentaron sus respectivos egos hasta hacerles perder la realidad que tenían ante sus narices... (in)convenientemente cubiertas de polvo blanco... Young lo vio venir y pronto se apartó de quedar sepultado por aquel oleaje que acabaría llevándose por delante al roadie Bruce Berry y a su compañero de la primera etapa de Crazy Horse Danny Whitten. Ambos fueron fuente de inspiración para ese álbum «espectral» capaz de ponernos en trance, Tonight’s the Night (1975) y del que han llovido un sinfín de anécdotas durante e inmediatamente después de su movida grabación. Una de las mismas la relata a cámara Neil Young, haciendo gala de su perculiar sentido del humor color azabache (el mismo que le hace rememorar su encuentro con Charles Manson tiempo antes que éste fuera el inductor de una masacre bien conocida por la historia criminal a escala internacional) cuando pasa revista a las Nights on Black Satin durante la gira celebrada en Inglaterra donde el público salía con la mosca tras la oreja al haber escuchado íntegramente (incluidos hasta dos vises de Hey Hey My My (Into the Black)) el disco Tonight’s the Night y, por tanto, viéndose privados de deleitarse con algunos de los temas de su cosecha anterior al bienio 1973-74. Por aquel entonces, Neil Young ya tenía claro que toda su existencia giraba en torno a la música; una verdad irrefutable a tenor de su imparable actividad profesional, inclusive el periodo más oscuro a nivel familiar que le llevó a apuntar en distintas direcciones (léase estilos), dejando constancia que era y sigue siendo alérgico al encasillamiento. Otro que vivió su particular via crucis en los años ochenta, James Taylor, define en el documental a Neil Young como un auténtico manantial, extraordinariamente prolífico, desprendiéndose de sus frases reflexivas una admiración que parece reafirmarse en el brillo luminoso de sus ojos. Esos ojos celestes que tuvieron el privilegio de contemplar de cerca —como lo hiciera Nils Lofgren, otro de las guest stars que participan en el documental dirigido por Whalley— al genio de Neil Young tanto en la cosecha del 72 como en la del 92. Porque, sin duda, Neil Young es un genio en toda la extensión de la palabra y como tal, no duda en reafirmarse una y otra vez que la música es lo único que verdaderamente le importa en esta vida. Bien sabe Young que esa frase encaja en la forma cómo plantea su documental Whalley, en la que se recogen imágenes desde la etapa de The Squires hasta las de la controvertida gira con CSNY, a propósito de la salida al mercado de Living with War (2006). Ser obstinado como apunta la «S» de CSNY, uno de sus mejores amigos, Stephen Stills, Neil Young aún no deja de mirar hacia delante con el pálpito que aún queda mucho que hacer. En verdad me descubro ante esa capacidad de abstracción del dolor que ha sufrido en sus propias carnes y a su alrededor, y que ha sabido convertir en gemas de la música, además de tener permanentemente en mente que el mejor antídodo para vencer el ego es no dar por bueno nada de lo que has hecho, aún sabiendo que, como en su caso, alcance el valor de lo excepcional. Me sonrío cuando alguien se ufana por haber realizado un par de obritas sin más; entonces pienso en ese imberbe Neil Young de lacia y larga melena que iba a su bola y que no ha dejado de girar. Gracias, Ben por ofrecernos Dont' Be Denied, el que considero uno de los documentales más certeros sobre la figura de Neil Young porque glosa a la perfección la esencia del genio canadiense. Esperemos debatir sobre esto y tantas otras cosas relativas a Neil Young en la presentación del libro publicado por T&B Editores en la Tecla Sala de L’Hospitalet de LL. y en el FNAC de Illa Diagonal los días 3 y 15 de diciembre de 2009, respectivamente. Antes, coincidiendo con 64 aniversario del nacimiento de Neil Young, el libro ya estará en tiendas. Justo un par de años antes, Ben Whalley recibía una llamada del agente de Neil Young que le condujo a cumplir uno de sus sueños. Esperemos que su paso por el In-Edit sea el punto de partida de un largo recorrido en nuestro país para este soberbio documental. Se lo merece.

domingo, 1 de noviembre de 2009

ALEJANDRO «MAGNO» AMENÁBAR: EL PESO DE LA RAZÓN

Reconozco que no me dejo arrastrar fácilmente por la impresión favorable que pueda despertar una opera prima concebida por un cineasta, músico o escritor —por citar algunas disciplinas artísticas— y suelo esperar a futuros trabajos para ponderar la valoración sobre los mismos. He asistido a tantos festejos de diversos sectores de la crítica en la que se ensalzaba a un artista para que después éste, una vez franqueada la barrera de lo novedoso, cayera en la indiferencia, que la prudencia no es mala consejera en estos casos. Por citar algún ejemplo, Coldplay con su álbum de debut parecía erigirse en el grupo renovador de la escena pop-rock británica; aquellos que habían encumbrado a la banda liderada por el carismático Chris Martin no tardaron en «depellejarla» y acusarla de haber quedado reducida a manufacturar temas tan sólo aptos para politonos. Por todo ello, mi interés por el cine de Alejandro Amenábar (1972, Santiago de Chile) resultó un tanto tardío. Al calor de la presentación en sociedad del tercer largometraje de Amenábar, Los otros (2001), la mayoría de reseñas que leí hacían referencia a The Innocents / ¡Suspense! (1961) —uno de los títulos del fantastique por los que profeso verdadera admiración—, y por consiguiente, tenía la guardia bien en alto cuando me decidí a asistir a un doble programa que incluía, además del film de Amenábar, la obra de los hermanos Nolan Memento (2000). Concluida la hora y media larga de duración de Los otros no pude por menos que rendirme a la evidencia del talento de Amenábar, cuyo ejercicio de estilo en modo alguno puede ser catalogado de mimético en relación a la magna producción interpretada por la gran Deborah Kerr, salvo que se desconozca el contenido y el continente de The Innocents. Es lógico que los detractores del cine de Amenábar y de Los otros en particular trataron de sacar argumentos a su favor cuando señalaban que el film no admitía un segundo visionado, como asimismo sucedía con El sexto sentido (1999) y otras producciones de estas características. Pero ese había sido el peaje al aventurarse por un desarrollo narrativo que lo fiaba (casi) todo a su resolución final.
Con esa magnífica muestra de cine ofrecida por Amenábar en Los otros ya me valía para seguir confiando en su pericia e inteligencia a la hora de abordar nuevos retos cinematográficos. Prefiero a aquellos directores que se la juegan, que asumen riesgos y no los que se agarran a una fórmula que les había valido para su debut. Sin ir más lejos, hace unos días se ha estrenado Trash (2009), dirigida por Carles Torras, que es un calco temático —sexo, drogas y música atronadora, of course— de Joves / Jóvenes (2005), el film concebido en sketches que había significado su debut junto a Ramón Térmens. Tres años después del estreno de Los otros nos llegaría Mar adentro (2004), para un servidor una obra maestra aunque sea por una sola razón: la emoción me embargó hasta extremos insospechados. Me quedé con esa impresión y hasta la fecha no he vuelto sobre esta proeza cinematográfica.
Un lustro ha tenido que pasar para que Amenábar regrese al primer plano de actualidad con Ágora (2009), de la que confieso que era de partida la que ofrece la temática que más me atraía de todas las propuestas llevadas a cabo por el cineasta de origen chileno. Como los grandes films, Ágora tiene distintos niveles de lectura que, a partir de un par de visionados (al menos, en mi caso) puedes extraer la verdadera esencia de una obra de la que resulta un tanto aventurado emitir un juicio al cabo de unos minutos de abandonar la oscuridad de la sala. Para todos aquellos que despotrican del cine español por su carácter localista, por contar historias que tan sólo interesan a cuatro, Ágora ofrece un espectáculo equiparable a los mejores trabajos de la industria cinematográfica estadounidense. Pero ya se encarga parte de la crítica para lanzar mierda sobre el que considero el mejor de los nuestros. Una animadversión que puede comportar que Alejandro Amenábar se vaya alejando cada vez más de nuestra penosa realidad cinematográfica, un avispero de víboras que aprovechan incluso la coyuntura del lanzamiento de Ágora para expulsar todo su veneno en forma de cómic. El leit motiv de Mis problemas con Amenábar (2009, Editorial Glénat) (ver enlace) no es otro que hacer un despiadado ajuste de cuentas de Jordi Costa —el autor del guión (sic); los dibujos los hace Darío Adanti— con alguien que le ha debido provocar un trauma por lo visto en sus escasos (des)encuentros suscitados a raíz de una crítica destroyer sobre Tesis (1995) publicada en Fotogramas. Una de tantas revistas en las que ha colaborado este apólogo del freakismo y que actualmente se reparte las críticas de cine en El País con el inefable Carlos Boyero. Claro que para Costa la publicación de Mis problemas con Amenábar le gustaría que asimismo fuera un ajuste de cuentas... bancarias con el sujeto al que vapulea a su libre albedrío. A buen seguro, no le caerá esa breva a Jordi Costa porque mientras este cómic será una simple pataleta (encuadernada, eso sí) que hará las gracias de los amigos de lo freakie (un eufemismo con lo que antaño se refería uno al mal gusto), Ágora permanecerá como una obra intemporal de una calidad superlativa. Esta, cuanto menos, es mi perspectiva en torno al quinto largometraje del artífice de Abre los ojos. Sin duda, de entre todos los directores españoles de la actualidad, Amenábar me parece un gigante.

viernes, 30 de octubre de 2009

ENSAYO SOBRE EL CINISMO: DEL «SÍNDROME» DE DIÓGENES A LA «MISERIA» HUMANA


Existen numerosas voces recogidas en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española cuyo significado auténtico ha ido mutando en función del uso que se ha derivado de su expresión oral. «Cómplice», por ejemplo, se expresa como sinónimo de «amistosa», «compañerismo» o «camaradería» cuando, en realidad, este vocablo lleva ímplicito una acción delictiva. Pero hay otro extenso grupo de entradas que han cambiado su significado de una forma diríase que radical en relación al origen de las mismas, al menos en algunas de sus acepciones. Tal es el caso de cinismo, que además de la «impudencia, la obscenidad descarada y la falta de vergüenza a la hora de mentir o defender acciones que son condenables» en su génesis asimismo servía para definir a aquellos cuyo modus vivendi se basaba en la riqueza y en la ostentación de bienes materiales. Diógenes de Sinope (412 A. C.-323 A. C.) —también conocido como Diógenes «el cínico» (ver foto)—, discípulo de Sócrates, fue uno de los correligionarios de la «escuela del cinismo» que estuvo en boga durante algunos siglos. Pero con el paso del tiempo esta segunda acepción del vocablo «cinismo» ha sufrido un cambio drástico, pasando de ese frontismo para con el materialismo a la desconfianza de la bondad del ser humano a través de comportamientos que buscan en la ironía y el sarcasmo, cuando no la burla, sus principales aliados.
Sirva este preámbulo para referirme a la remodelada «escuela del cinismo» que conozco de motu proprio, es decir, la que se sitúa a caballo del siglo XX y XXI, que está sobradamente representada en el seno de nuestra sociedad. Más que detectarse en las primeras fases de la vida de un individuo, el cinismo gana en protagonismo una vez quebrada la juventud y a las puertas de alcanzar la madurez. Se puede ser cínico en plena adolescencia, es cierto, pero sin duda entre las personas de treinta y tantos se empiezan a entrever sus trazos distintos hasta lograr su mayor carga de «virulencia» una vez traspasada la frontera de los cuarenta años. Resiguiendo una frase que siempre se me ha quedado esculpida en la mente, Katharine Hepburn —por encima de su condición de (excepcional) actriz, una mujer avanzada a su época, de una extraordinaria inteligencia que vivió, como Diógenes de Sinope, casi un siglo— se refería a que la mayoría de personas se lamentan de no poder haber alcanzado aquellas metas que se habían propuesto y, a partir de aquí, se derivan un sinfín de problemáticas. Esta fase crítica que convoca a la frustración suele darse precisamente en torno a la cuarentena. De ahí que una de las respuestas plausibles a la misma sea convertirse en un individuo candidato a ocupar un puesto en la remozada «escuela del cinismo». Por lo visto y oído, no dudo que haya lista de espera. Pero sin duda, la persistencia es uno los rasgos que mejor sirve para detectar a los cínicos... Sus burlas, ironías y sarcasmos no se calman en una sola tarde a lo largo de un mes; a medida que los vas conociendo, esa tendencia va en aumento hasta extenderse como un manto que expulsa cualquier atisbo de franqueza y sentido de la sinceridad.
El refranero español es sabio: «dime con quien andas y te diré quien eres». Aforismo aplicable a todos aquellos que han sentido la cercanía de un cínico y que, al cabo, se han acabado inoculando de este virus que se transmite por vía auditiva y sensitiva. Un cinismo que camina de la mano o que sirve de puerta de entrada para la vanidad, el egoísmo o la arrogancia. Antes incluso que este «cóctel» de atributos se agite, la naturaleza de los cínicos en la acepción antitética a la esgrimida por algunos de los discípulos de Sócrates, es fácilmente detectable: se trata de personas que no escuchan, salvo a ellas mismas; sobre aquello que no resulta de su interés se expresan con desdén y lo despachan con alguna clase de mofa o burla extraída de su amplio repertorio; las vidas de los otros les importa un comino a excepción que puedan sacar un beneficio (del tipo que sea) a costa de éstos. Por fortuna, no he encontrado cínicos entre las personas que admiro. La idea matriz para no ser un cínico es levantarse cada mañana y tener el convencimiento que hay muchas cosas por aprender de uno mismo pero también de los demás. Si tomamos un solo año de nuestras vidas, tenemos 365-366 oportunidades para aprender aunque sea una sola cosa al día tanto de nuestro interior como del exterior, aquel que se proyecta en personas que saben escuchar o de la infinidad de conocimiento que está a nuestro alcance de formas y maneras muy distintas. Ese, me aventuro a pensar, que es el mejor de los antídotos para no caer en el cinismo, aún siendo consciente que aquel espacio soñado se va difuminando y el sentimiento de frustración, parafraseando a Bob Dylan, llama a las puertas del cielo... pero mi decisión sigue firme: los cínicos no forman ni formarán parte de mi vida; caer en sus redes es empresa factible. De ahí que desoiga sus cantos de sirena por mucho que se ofrezcan como personas de una apariencia cautivadora.

miércoles, 28 de octubre de 2009

«ALL I INTENTED TO BE» DE EMMYLOU HARRIS

Alcanzar la cúspide de popularidad a resguardo de una (super)banda se cobra indefectiblemente su peaje una vez abandonada la misma por cualquier de sus integrantes. Mark Knopfler caería en las «brasas» de la indiferencia de muchos cuando buscaba otros derroteros artísticos una vez finiquitada su etapa con los Dire Straits para solaz desesperación de su legión de admiradores. Y a fuer de sinceros, aquel líder propenso a la alopecia que había vencido situaciones límites hasta dar con su particular santo grial en forma de canciones como Sultans On Swing o Brothers in Arms, afilaría su guitarra y su voz para volver a dar en la diana en su oscilante etapa en solitario. Al margen de esa pieza maestra que no me canso de escuchar –Sailing to Philadelphia, en asociación con James Taylor–, otro dúo obraba el milagro que tocara con la yema de los dedos ese espacio celestial reservado para las verdaderas estrellas del firmamento musical. Claro que Knopfler amueblaría un álbum de tronío, All the Roadrunning (2006) compartiendo autoría en la portada con una gran dama del country y del folk en los Estados Unidos. Su nombre, Emmylou Harris, quizás suene como un eco lejano para aquellos que orientan sus «antenas» musicales hacia otros géneros que poco guardan relación con los que devienen genuinamente norteamericanos. Pero bueno es dejarse seducir ni que fuera una vez en la vida por esta figura «totémica» de un country-folk que ha pasado por una amplia gama de tonalidades pero siempre presidida por esa mayestática voz que endulza la canción más amarga, la que nos susurra la imagen de una pérdida que siempre tendremos presente, o nos devuelve la mirada al pasado para tratar de restañar heridas inferidas en nuestros corazones. Su último álbum editado hasta la fecha, All I Intented to Be (2008), vuelve a dar la medida de su poderío vocal y de su negativa a la autocomplacencia tanto en la composición de las canciones –Broken Man’s Lament es como visitar algunas de las páginas de su vida desde la perspectiva de su primer marido, el también músico Tom Slocum—como a la hora de perseguir un sonido distintivo para cada uno de los trece temas que jalonan este compacto. En este propósito se embarcaría el canadiense Brian Ahern, el productor de Harris durante un par de décadas y, a la sazón, su segundo marido. Ahern se suma a esa excepcional nómina de músicos dispuestos a arropar con sus instrumentos y sus apoyos vocales —allí luce con luz propia Dolly Parton en la canción Gold, o invade el terreno de lo sublime formando dueto con Mike Auldridge en el tema Kern River— a una sexagenaria Emmylou Harris que encara sus últimos lustros en una con la convicción que su labor pasará a la posteridad. Y así lo será porque su música camina hacia un espacio intemporal, surcado por un hálito de autenticidad propia de una dama que no se ha dejado derribar ante la adversidad. Pieces of the Sky (1975), su primer álbum oficial, pese a ganarse el aprecio de buena parte de la crítica e ir sumando incondicionales, quedaría semisepultado entre un sinfín de tesoros de esa década. Pero All I Intented to Be representa el perfecto ejemplo de esa aspiración del artista que ha sabido transmitir toda la intensidad, sensibilidad y belleza posible de un talento surgido de la madre naturaleza allá por la primavera de 1947, en Birmingham, Alabama. Al escuchar una decena de veces All I Intented to Be ya ha llegado al convencimiento que este disco se integrará en la banda sonora de esas tardes aciagas en lo climatológico o antes de abonarme a los dulces sueños, aquellos que burlan una realidad martilleada por noticias sobre gente de una mediocridad moral e intelectual apabullante... allí la música de Emmylou Harris no tiene lugar. Su compromiso es con lo que ella siempre ha intentado ser: una artista imperecedera.

viernes, 23 de octubre de 2009

LA «HABITACIÓN» EN FORMA DE L

En tiempos de crisis uno de los pocos negocios en verdad rentables es el de las pancartas. Un elemento imprescindible en la iconografía de toda huelga que se precie y que semana sí, semana también se convocan en plazas, frente a empresas radicadas en zonas industriales, calles y demás rincones de nuestro bendito país. De las más sonadas, sin duda, fue la que asociaciones y colectivos antiabortistas, amparados por la iglesia católica y con la bendición urbi et orbe del PP, convocaron en el centro de Madrid con la intención de exhibir músculo frente a la inmiente aprobación en el senado de una remodelada ley propugnada por el gobierno socialista en la que modifica al alza las posibilidades de interrumpir el embarazo por parte de mujeres y sobre todo de chicas adolescentes, sin necesidad del consentimiento paterno y materno. Como suele suceder con los eslóganes generalistas que tratan de hacernos caer en un maniqueísmo atroz, no existe la gama de grises; lo blanco se opone a lo negro y viceversa. Impelidos por un fanatismo religioso, aquellos que enarbolaban la bandera antiabortista con eslóganes ramplones deben tener el convencimiento que la interrupción del embarazo es un «deporte» que practican las mujeres parapetadas en una progresía que todo lo puede, sin reparar en el «sacrilegio» que ello comporta. Claro está que las flechas van dirigidas al legislador, dejando a esas mujeres o niñas abocadas al aborto como víctimas de un sistema laicista que aparca valores que guardan estricta relación con lo ético y lo moral. Pero algunos seguimos creyendo que cada caso de aborto es un mundo en sí mismo. En la medicina moderna se aplica una terapia individualizada que está teniendo excelentes resultados —por ejemplo, el 80% de los cánceres de mama diagnosticados en España tienen curación—. En cambio, el aborto se ofrece cuál piedra arrojadiza entre unos y otros. Muchos son los factores que convergen en la toma de la decisión para que una mujer o adolescente se decante por abortar o no; variables que van desde la situación económica, el entorno/presión familiar ejercida, la estabilidad sentimental y un largo etcétera. Es cierto que, a priori, parece una auténtica afrenta al sentido común que una adolescente pueda decidir por su cuenta y riesgo tomar la pastilla del día después y, de esta forma, frustrar las expectativas del alumbramiento de una nueva vida. Pero incluso en este escenario, el desamparo, la ausencia de relación con sus progenitores es uno de los motivos por los que esa joven se ha lanzado a una noche loca con los resultados de un embarazo fortuito o no deseado.
Entre la infinidad de historias relativas a jóvenes que han pasado por una disyuntiva de este tipo me viene a la mente una producción británica de principios de los años sesenta, La habitación en forma de L (1962), susceptible de incorporarse al programa de educación sexual de países que se vanaglorien de una docencia libre de dogmatismos recalcitrantes. A partir de una novela escrita por Lynne Reid Banks, Bryan Forbes —un cineasta a reivindicar por el carácter heterodoxo de su filmografía— escribió el guión de La habitación en forma de L que él mismo acabaría dirigiendo con buen pulso. El film se instala en un marco de clandestinidad en la Inglaterra de los happy sixties en el que la francesa Jane Fosset (Leslie Caron) se debate entre abortar o dar a luz un bebé fruto de su relación con Toby (Tom Bell), un escritor fracasado. Lo arriesgado de la propuesta se debe, en parte, a que no se expone tan sólo como Jane va deshojando la margarita sino que en este constante balanceo entre una opción u otra planea la idea del suicidio que puede llevarse incluso por delante a ese ser que anida en su interior. Así se explicita en una de las secuencias del film que se desarrolla en esa habitación en forma de L que dio nombre a la novela y a la producción en cuestión. Un título alegórico que podría extrapolarse a la realidad hispana de nuestros días bajo la égida socialista, una vez prescrita la era Aznar D. C. —en la que se contabilizaron, por cierto, medio millón de abortos, según estimaciones de organismos como el Instituto de la Mujer—; esa habitación iluminada por la cámara de Forbes y de su operador Douglas Slocombe se corresponde con una nación en la que muchas jóvenes se sienten atrapadas por una realidad que las supera, al meditar sobre la asunción de una (nueva) maternidad o buscar la solución en la práctica abortiva. La forma de «L, siguiendo el «razonamiento» alegórico, responde a otra realidad que puede ser un factor a considerar para decantar la balanza en aras a interrumpir el embarazo: la letra que sirve para ilustrar el curso de la economía que se adivina al medio plazo. Más que la «V» que auguraba ese «ilusionista» llamado José Luis Rodríguez Zapatero o la «U» que trataban de hacernos creer algunos analistas confiados en una receta universal para los problemas de la crisis, la «L» es la que se vislumbra como la letra del abecedario que describirá, a buen seguro, el estancamiento económico de nuestro país, al menos, durante los próximos años. Mientras tanto, el PSOE se encamina a tirar adelante una nueva ley del aborto en su segunda legislatura para disgusto de parte de la ciudadanía arropada por el PP que podría tildar la iniciativa impulsada por Bibiana Aído y su Ministerio de Igualdad (sic) de «plan siniestro»... precisamente el título de estreno en España del film que Bryan Forbes realizaría a renglón seguido de La habitación en forma de L.

martes, 20 de octubre de 2009

KEREN ANN: A MEDIA VOZ

Dentro de esa revolución musical silenciosa que están llevando a cabo las féminas desde hace varias décadas tiene cabida otro nombre al que hasta hace relativamente poco me había pasado desapercibido: Keren Ann. A tenor de lo escueto de su nombre artístico y su larga cabellera color azabache la podríamos ubicar en el Reino Unido o en otras latitudes como Islandia –uno de los países como más músicos por metro cuadrado del panorama mundial--. Pero Keren Ann nació en Israel hace treinta y cinco primaveras; nos lo hubiera puesto más fácil de haber firmado su sexteto de discos compactos con su apellido de inequívoca ascendencia judía, el de Zeidel.
Advertido por Francesc Miralles —un escritor de raza desdoblado en músico, a tiempo parcial, a través de su concurso en el grupo de raíces folk Nikosia—, me puse sobre la pista de Keren Ann con el pálpito que otro diamante en bruto estaba a punto de asaltar mis oídos. Keren Ann (2007), el álbum epónimo y último de sus trabajos discográficos en estudio, ha cubierto con creces las expectativas con una subyugante oferta vocal y compositiva. Ante la espectacular nómina de cantantes que han concurrido en los últimos años en la escena musical y a las que he ido siguiendo, en mayor o menor medida, el factor sorpresa cada vez tiende a reducirse. Aun así, Keren Ann me seduce por su personalidad vocal pero asimismo por esa manera de presentar los temas con un timbre distintivo para cada uno de ellos, ya sea a través de coros que se modulan cuál susurro o pinceladas instrumentales de sonoridad orgánica. La cantante de ascendencia israelí pero afincada en Francia desde hace tiempo atraviesa las barreras de lo trillado en aras a ofrecer una muestra de su talento con un rosario de canciones que parece nacer de un sueño profundo. Una música que nos transporta al mundo del subconsciente, aquel en el que encuentra acomodo el cine de David Lynch. It’a All a Lie bien hubiera podido integrarse en la banda sonora de la serie Twin Peaks (1989) o de Terciopelo azul (1986), dejando que en lugar de Julee Cruise Ann se colara en el universo musical de Angelo Badalamenti bendecido por Lynch, a modo de desgarro sonoro de surrealismo con el que parece haber sido forjado el tema de obertura del disco. Canciones bañadas de delicadeza espiritual, que atraviesan corazones zaheridos por aquellos sueños no cumplidos o aquellas esperanzas desbaratadas, cuyas pautas melódicas (con la salvedad de esa coda electroacústica e instrumental llamada Caspia) resultan sencillas pero efectivas. Al batir ese cóctel de influencias que Ann trató de metabolizar en su interior en sus años de adolescencia y juventud, se nos ofrece una obra que avanza a media voz, a la manera de Aimee Mann, sin estridencias. Al acercarnos a esas jornadas frías, con un viento de noche que parece arrancar nuestros deseos más íntimos, la música de Ann se ofrece de fondo con un arrebato de pura sensibilidad, cuya nueva escucha define un nuevo detalle sonoro o inflexión de voz que se nos había escapado. Y solo de esta forma, cuando estamos a punto de alcanzar la «hora mágica» hemos tomado conciencia que Keren Ann ha dejado de ser una desconocida. Al menos, así ha sido para un servidor, dispuesto a escudriñar en esa obra corta en títulos —La biographie de Luka Philipsen (2002), La disparation (2002), Not Going Anywhere (2003), Nolita (2005) y la que nos ha ocupado— pero que tiene todo los pronunciamientos para prolongarse en el tiempo.

sábado, 17 de octubre de 2009

ANDRÉS MONTES (1956-2009): «THE UNFORGIVEN»

En el pasado Europeo de Básket ‘09, celebrado en Polonia, Andrés Montes describía con el título de una de las piezas esenciales de la discografía de Yes la situación por la que atravesaba el equipo de la selección española liderada por Pau Gasol: «Estamos, como diría Yes, Close to the Edge, al borde del abismo». La mayoría de la audiencia que seguía las retransmisiones de la Sexta debió interrogarse para sus adentros a cuento de qué venía citar ese grupo que se debía localizar en el pleistoceno del rock. Pero sabiéndose que lo importante es vivir el momento y expresar aquello que dicta un corazón que late al compás del sonido Motown o del rock progresivo, a Montes no se le encogió el pensamiento y lanzó al aire una muestra más de esa sapiencia cultural, de esa querencia por el buen gusto que ha ido esculpiendo hasta el fin de sus días una imagen de bon vivant, pero al mismo tiempo la de un incomprendido, un unforgiven en su acepción hustoniana.
Supe de Andrés Montes a mediados los años ochenta, cuando el baloncesto en nuestro país experimentaba un inusitado auge, sembrando de pistas los anexos a esas plazas duras de concepción socialista a la par que la ACB nacía con la voluntad de profesionalizar todos los estamentos que comprometían a este bendito deporte. Montes interpretó como pocos que si se quería enterrar la imagen de país de futboleros para que que enrraizaran otros deportes en un terreno ocupado prácticamente en toda su extensión por el deporte rey, había que introducir un cierto sentido del show-business. Aún recuerdo aquellas retransmisiones en directo en las que José María García cedía el micro a Montes en las canchas de básket diseminadas a lo largo y ancho de la geografía española. La hinchada de Estudiantes bautizó al periodista de ascendencia cubana «Manute» Montes, en una diáfana muestra de simpatía, al colocarle el apodo referido al nombre de pila de aquel pivot de más de 2,20 cm, de figura filiforme con pasaporte sudanés —Manute Bol— que aterrizó en la NBA en la era de dominio de Los Angeles Lakers. Sin perder el rictus de seriedad que solía asomar en su rostro, Montes era aclamado por la demencia del Ramiro de Maetzu cuando entraba en directo para entrevistar a alguien que le sobrepasaba varios palmos. Por aquel entonces, el cronista deportivo empezaba a emerger/ejercer de personaje mediático, aunque hubo un tiempo que su estela se apagó. No obstante, Montes no perdería ripio de una actividad periodística que le llevó por distintas emisoras públicas y privadas.
Para un deporte en constante evolución en la aplicación de un sinfín de reglas es necesario contar con la aportación en la retransmisión de profesionales capaces de explicar al oyente/espectador el cómo y el porqué, además de manejarse con suficiencia en conceptos tácticos y en saber de que pie cojea o que atributos adornan a uno u otro jugador. Así lo entendieron los responsables del área de deportes del ente público y de los canales autonómicos en los años noventa. Sigo considerando a Mario Pesquera el mejor maestro en estas lides, aunque no se queda rezagado el gran Joan Creus o Nacho Solozábal, sendos bases de enjundia. Pero para una generación que hemos ido imprengándonos del conocimiento del básket que nos brindaban estos ilustres profesionales, quizás ya estábamos preparados/adoctrinados en este menesteres y veíamos con buenos ojos ese comeback de Don Andrés Montes para dar cancha a su peculiar show time. Con el cabello rasurado y tocado por una pajarita que transitaba por todos los colores del arco iris en función de su estado anímico, Montes entraba al ruedo de las retransmisiones de básket de la Sexta —sin descuidar su participación (en compañía de Julio Salinas), en el fútbol, del que asimismo era un consumado especialista— con ese sello inconfundible rebosante de cinefilia, de melomanía y, en contra de lo que se puede pensar, de modestia. Porque Don Andrés no hacía uso de los tiempos de posesión de micrófono a la que su pedigree mediático le hubiera correspondido; lo que sí dejaba entrever era una complacencia por sentirse rodeado de aquellos gigantes del básket que admiraba: Juan Antonio San Epifanio, álias Epi, Juan Manuel López Iturriaga y José Manuel «Mr. Catering» Calderón. Ellos no podían por menos que sorprenderse del pozo de conocimiento que se extraía de la mente de Montes, dispuesto a imbocar a personalidades, grupos, canciones o películas periclitadas en el nuevo orden cultural-comercial que se adivinaba en el horizonte del siglo XXI. Valor-refugio de una incomprensión que no perturbaría el ánimo de Montes; más bien le ayudaba a reafirmar una personalidad sobre la que gravitaba un legado cultural impresionante. Prefiero recordar a este hombre ilustrado que me hizo esbozar una sonrisa mientras me recreaba en un mate estratosférico, un lanzamiento de tres o una perfecta definición práctica de la eficacia del corte de UCLA. Su toque personal quedará impregnado para siempre más en la historia de este maravilloso deporte que es el básket, al que uno de los más bajos integrantes del «circo del balón naranja» en nuestro país ha contribuido a que sea tan grande. En la que se correspondería con su postrera etapa profesional, Montes hizo de conductor del programa No sabes cuanto te quiero, consagrado a su gran pasión por la música en las sobremesas de Radio Marca –la misma franja escogida por Ramón Trecet, otro periodista adscrito al básket con debilidades melómanas y amigo de las onomatopeyas para regar de (sin)sentido sus locuciones—. En este templo al «sibaritismo» musical hubiera tenido cabida ese I’ve Seen All Good People, una canción de Yes escrita por Jon Anderson y Chris Squire que nos habla de la bondad, cuando no bonomía, de personajes como Mr. Montes. Va por tí, Andrés, el gran Andrés... Unforgiven Montes. Descanse en paz.