jueves, 29 de enero de 2009

EL CÍRCULO VICIOSO

Muchas veces tratamos de mantener una equidistancia, evitando pronunciarnos sobre conflictos como el que se suscita desde hace más de sesenta años entre israelís y palestinos. La mejor excusa resulta que no conocemos a fondo lo que ocurre allén de nuestras fronteras, en esa típica postura que fuera del país que uno luce en su carnet de identidad o al que aspiraría debido a una afectación nacionalista, no le compromete en modo alguno. Para unas cosas, somos ciudadanos del mundo, pero para otras tantas (muchas) sólo miramos en el interior de las cuatro paredes que integran el paisaje habitual de nuestro quehacer diario. Nos creemos el centro del universo sin darnos cuenta de lo insignificante que es nuestro paso por la vida en el planeta tierra, a escala evolutiva, el equivalente a la infinitésima parte de un estornudo en lo que vendría ser el cómputo global de los miles de millones de actos llevados a cabo durante la existencia media de un ser humano.
En nombre de la religión, una vez más, los problemas se enquistan y la historia nos depara escenarios de cruentas batallas en pos de un territorio que debía pertenecer a uno u otro bando. Haciendo un símil químico, en el contexto de una sociedad donde la religión ocupa una posición relevante, el peor reactivo para que se produzca una explosión en forma de fanatismo no es otro que la miseria. Y ese precisamente deviene el riesgo de convertir la franja de Gazza en un escenario en ruinas, un marco devastado por el efecto de las bombas que expulsan un extraño polvo blanco. A la par que se sepultan túneles por donde los miembros de Hamas pasan armas de contrabando, brotan potenciales terroristas que harán de la venganza y la causa palestina su única razón de ser. Ese periodo crucial para el desarrollo de las personas, la adolescencia, llena de contradicciones en tantos sentidos, suma una más, si acaso la más definitiva, para aquellos niños palestinos que han sorteado el efecto de unas bombas que dibujan desde un plano aéreo tomado de la ciudad de Gazza puntos negros donde se puede leer el vocablo horror. Israel se ha convertido en un estado marcado por una esquizofrenia que alcanza cotas de paroxismo al querer exhibir su potencial de destrucción con una de las tácticas de combate más vergonzosas que se recuerdan desde hace lustros, quizá desde la Guerra de los Balcanes, no por casualidad otro espacio invadido por la retórica religiosa. La sola imagen de componer en la mente a dos niños cogidos de la mano, prestos a ir a la escuela, sorteando una orografía desigual verbigracia de las bombas, y quedar sepultadas sus esperanzas de futuro por el poder destructivo de la aviación israelí me produce una profunda desesperación. La religión, sin embargo, se reserva esa fórmula mágica de hacer creer que habrá un más allá, una vida eterna cuando a alguien, a temprana edad, se le ha arrancado de cuajo una existencia sin posibilidad ni tan siquiera de advertir el crecimiento de un tallo del que brotarían las hojas. Con estos mecanismos se preserva la idea de un círculo vicioso incapaz de sostenerse por principios que comprometen a la naturaleza del ser humano, pero que tienen su fundamento supremo en la religión. La solución al problema entre palestinos e israelís tiene todos los visos de fracaso porque esos «bosques» frondosos donde la paz debería reinar no se vislumbran merced a los «árboles» en los que lucen esa iconografía, esa simbología religiosa que marcan el terreno entre unos y otros. Y por un principio biológico básico, los árboles no pueden crecen muy juntos el uno del otro, salvo que uno de ellos esté condenado a perecer. En esa dinámica se sitúa Israel, dispuesta a talar los «árboles» de Palestina, aunque lo que se aconsejaba era fumigar esos «hongos» que carcomen la corteza en forma de kamikazes de Hamas, que cuentan con el estímulo adicional que algunos de sus hijos han pasado a la condición de mártires.

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