sábado, 28 de febrero de 2009

«PERIODISMO GONZO» EN LA ERA DIGITAL

Si bien no llegó a acuñar el término, Hunter S. Thompson (1937-2005) fue el creador del denominado «periodismo gonzo». En aquellos tiempos de efervescencia sociocultural de los años 70, ese subgénero dentro del periodismo cobró dinamismo pero no tardarían en salirle detractores por todos lados en aras del cumplimiento de una deontología profesional pertinaz y pertinente. La idea de que el periodismo formara parte, se involucrara en la noticia hasta el punto que llegara a formularse como el centro de la misma causó estragos en su momento. Movidos por un similar empeño, la Cuatro —un canal televisivo de nuevo cuño pero, en esencia, una escisión de Canal Plus perteneciente al mismo grupo de comunicación: PRISA— estrenó hace un mes un docudrama bautizado 21 días en la que una periodista, Samantha Villar (Barcelona, 1975) se traviste de «gonzo» con la intención de dar la vuelta al periodismo ortodoxo, elaborando la noticia sin atisbo de implicación más allá de desplazarse, si es el caso, al lugar de los hechos.
Los responsables de la cadena de este nuevo formato en nuestro país —no así en otras latitudes donde había sido exhibido con éxito— concibieron el espacio tomando como referencia, a efectos de share, el primer impacto en forma de una periodista que durante tres semanas debía compartir una lánguida existencia con diversos homeless («sin techo»). La crueldad de unas vidas que se van apagando a cada día vencido encontraban un «cuerpo extraño» en una fémina de aspecto saludable, que algunos de ellos —antes de entrar en ese cul-de-sac vital— incluso podrían haberla reconocido como la presentadora del Telenotícies Migidia emitido por el circuito catalán de Televisión Española. Allí velaría sus primeras armas profesionales una recién licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma, quien parecía sentirse especialmente estimulada al saberse la primera «conejilla de indias» en probar fortuna en el periodismo «gonzo» del siglo XX made in Spain, ha redoblado su experiencia de puro masoquismo con la peregrina idea de evitar ingerir comida durante veintiún días. De su estudio en primera persona parece haberse llegado a la conclusión que la bulimina y la anorexia provocan desequilibrios psíquicos y físicos en las personas que padecen sendas enfermedades. «Para este viaje no hace falta semejantes alforjas», diría un castizo. A preguntas de si tales experiencias han llegado a alterar su equilibrio mental, Samantha Villar niega la mayor y se expresa en términos similares a un actor enfundado en un personaje a las antípodas del mismo.
La encrucijada que vive hoy en día el periodismo no es más que una traslación de los males que persigue a una sociedad que se muestra impasible ante ejercicios televisivos que parecen demostrar una verdad irrefutable mediante artificiosos formatos que nos quieren hacer creer algo. En esta modalidad practicada por Cuatro y tantos otros canales, pronto veremos sentada a la Samantha Villar de turno para suplantar el testimonio de un vagabundo o una anoréxica. El principio del periodismo parecía confiarnos los llamados notarios de la actualidad, ocupando la posición de narradores de lo que acontece en el mundo. Pero esa idea se ha desechado a favor de que sean presentados al mundo como los intérpretes de una función circense del estilo de 21 días, pero que tiene visos de prolongarse a lo largo y ancho del siglo XXI.

martes, 24 de febrero de 2009

ACB: EL ABC DE LA GESTIÓN DEPORTIVA

Ante el alud de parabienes recibidos por parte de un locutor radiofónico, Eduard Portela, presidente de la ACB (Asociación de Clubs de Baloncesto) respondía por dos veces: «no tengo palabras para expresar mi agradecimiento». El Sr. Portela, como todos los que amamos este deporte, habíamos asistido unas horas antes a un espectáculo baloncestístico de primer nivel, un magistral encuentro disputado entre el Tau Cerámica de Basconia y el Unicaja de Málaga. La capital española acogió una final de Copa del Rey inédita dentro de la Liga ACB, cuyo ganador tuvo que superar una prórroga que hasta el último suspiro mantuvo en vilo al público del Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid y a los aficionados que tomamos posiciones frente al televisor. De las palabras del Sr. Portela se desprende que aquella idea primigenia a la que empezaba a dar forma a mediados los años ochenta se situaría en un estadio de excelencia un cuarto de siglo más tarde. Una evolución que ha corrido en paralelo a la experimentada por uno de los equipos que se disputaban el título de campeones de la Copa del Rey, el Basconia, liderado desde los despachos por el ex jugador Josean Querejeta. Un proyecto de gestión, en esencia, que ha cuajado en ambos casos. La sinceridad del Sr. Portela sintetiza esa labor callada, pero constante, sin saltar al ruedo a nivel de declaraciones y contradeclaraciones, por otra parte moneda común entre los directivos y presidentes de otras asociaciones o federaciones deportivas.
El básket, como ya he comentado en algún anterior post, es probablemente el deporte que mejor se ajusta al formato televisivo. Emitido en la tarde del domingo pocos espectáculos deportivos podrían rivalizar con el ofrecido por dos equipos que se batieron con nobleza y demostraron el porqué se sitúan en la parte alta de la clasificación de la liga regular. A este mayúsculo espectáculo se sumaría la contribución arbitral en unos comentarios en vivo que tenían una función didáctica-formativa, al tiempo que les daba una dimensión humana y de deportistas, de sentirse parte de todo ello. Un plano captado por las cámaras de TVE dejaba a las claras que esa tripleta de árbitros, realizando ejercicios de estiramiento casi siguiendo un mismo compás, son deportistas de pleno derecho. El Sr. Portela y su equipo ha logrado crear de la ACB una familia, un ejemplo de lo que debería ser el deporte en comunión con un espíritu humanista. Ha sido una conquista a largo plazo que ha sabido ir por delante de otros deportes, recelosos de los cambios en unas reglas que evaluaban inamovibles. El bàsket de la ACB, a rebujo pero no necesariamente de lo que se dicta a nivel de normas en la NBA, ha ido modificando las reglas del juego (bajo el mecenazgo de la FIBA), sometiendo a debate aquellas que perjudicaban la viveza y la intensidad de un espectáculo deportivo (por ejemplo, el salto entre dos al señalar lucha que siempre pone a prueba el buen pulso de los árbitros). Probablemente, aún queden por pulir algunas cosas, como esa línea de 6,25 que marca el valor numérico de las canastas (de 3 ó 2 puntos) y que tiene los centímetros contados: la tendencia natural es proyectarse a los 7,15, como en la NBA. Pero tan sólo son pequeños, leves matices a un juego dueño del sentido común, de una lógica que casi siempre deja en buen lugar a quien ofrece mejores estadísticas a lo largo de los cuatro cuartos de diez minutos cada uno. Aún con marcadores ajustados, la balanza suele inclinarse a favor de aquel equipo que ha hecho mejores porcentajes en el cómputo global de distintas áreas —tiros libres, tiros de dos, de tres, rebotes, tapones, robos de balón, asistencias, etc.— Pero podríamos hablar de dos vencedores en toda lid en el partido del pasado domingo, aunque la divina fortuna, en forma de un tapón obra de Pete Mickeal —un fornido alero que el entrenador Dusko Ivanovic ha dado plena confianza a lo largo de lo que llevamos de temporada— se aliara con el TAU y saliera vencedor. Para esa gran familia que es la ACB tutelada por el venerable y venerado Sr. Portela, la victoria del TAU servía para cerrar filas y homenajear a Tiago Splitter, el pivot del equipo de Basconia con pasaporte brasileño que había llorado días antes la muerte de su hermana. Hay jornadas que la grandeza del deporte brilla con luz propia. El día 22 fue una de esas.

domingo, 22 de febrero de 2009

FRANK ZAPPA: EL «MESÍAS» DE LA MÚSICA «INDIE»

Desde siempre, para mí Frank Zappa (1940-1993) ha sido un personaje observado desde la distancia, alejado de mis preferencias musicales porque su carácter heterodoxo me suscita más recelo que fascinación. El documental Apostrophe / Over-Nine Sensation (2007), emitido por un canal autonómico hace pocas fechas, ha servido para refrendar esta sensación que ha anidado en mí desde que supe de Zappa a partir de mi interés por una extraña producción, 200 Motels (1971), incluida dentro de una lista particular sobre los documentales musicales a visionar tras esa especie de «revelación» que supuso para un servidor el descubrimiento adolescente de Pink Floyd: el muro (1982), previo incluso a la escucha con todos los predicamentos posibles del álbum homónimo publicado tres años antes. Del documental Apostrophe se deduce lo que podríamos adivinar de antemano: Zappa era una personalidad absorvente que dominaba la escena por completo y se mostraba como un gurú al calor de sus groupies. Patrimonio de la época del flower power que, al adentrarse en la década de los setenta empezaba a batirse en retirada, Zappa se transfigura en mi particular percepción de las cosas en un híbrido entre Ian Anderson, alma matter de los Jetthro Tull, y Todd Rundgren, artista multidisciplinar a reivindicar. Hijos todos ellos de una época y de una expresión musical colectiva que buscaba permanentemente conexiones con mundos paralelos, abjurando de una realidad que trataban de distorsionar, disfrazarla y situarla en un espacio presidido por la utopía —no en vano, el nombre de la banda formada por el propio Rundgren—, Zappa se puso al frente de ese movimiento contracultural conformando obras que aún hoy en día preservan ese punto de espontaneidad y descaro, tanto en su contenido como en su forma.
Vencida la década de los setenta, la figura de Zappa pareció desvanecerse para las nuevas generaciones de aficionados a la música, aunque estuvo una docena de años perseverando en la confección de una obra de un eclectismo apabullante, extraordinariamente dispersa en la evaluación de su conjunto. Pero esa presumiblemente sea una sensación que los devotos de la música de Zappa tratarán de rebatir, demostrando que su coherencia artística corría en paralelo a una obra mucho más compactada de lo que parece a simple vista. Entre esos devotos se sitúa en la punta de lanza Dweezil Zappa, hijo de Frank Zappa, que toma especial protagonismo en Apostrophe a modo de «reencarnación» de su progenitor, presente en el mismo en unas imágenes retrospectivas —se simultanean grabaciones de conciertos, de entrevistas televisivas y de tiempos muertos en las giras a celebrar a lo largo y ancho de los Estados Unidos—. Si bien la consideración que tenía antes de ver este documental sobre el Frank Zappa-artista no ha variado en mi fuero interno un ápice, lo que sí me ha llamado poderosamente la atención ha sido la nula afición de éste por las drogas y por el alcohol. De ello parecen dar fer algunos de sus colaboradores más allegados, como el matrimonio formado por Ruth e Ian Underwood, no así las letras de buena parte de sus canciones, un puro delirio que parece dictado desde un subconsciente que hubiera recibido los estímulos externos de un «individuo» que obedece a las iniciales LSD. Waka/Jawaka (1972), One Site Fits All (1975) o Zoot Allures (1976) cubren con sus pinceladas melódicas y sus extravagantes letras lo que vendría a ser la quintaesencia del «universo Zappa», territorio que permanecerá inexplorado para aquellos amantes de las baladas, del pop-rock regio al estilo Eagles o, en líneas generales, de la ortodoxia musical. Zappa quedará por los tiempos de los tiempos como un punto de fuga del panorama musical de la segunda mitad del siglo XX, un meteorito que impactó sobre la superficie del stablishment musical con enmienda a erigirse en el «David», enfrentado a la rocosa industria discográfica, a través de su modesta unidad de producción. Ahora solo queda una hendidura en el terreno; huellas perceptibles de un cráter donde aparecen indicios de vida a su alrededor. Dweezil y compañía –entre los cuales figura el actor, director y, a ratos, cantante Billy Bob Thornton, un contumaz coleccionista musical (cuenta entre 5.000 y 6.000 discos en su haber)— tratan de mantener viva la llama de una personalidad singular, un librepensador cuya imagen un punto mesiánica ha ayudado a configurar el prototipo de gurú musical por excelencia. Un individuo, en definitiva, que parecía zapparse contínuamente de la realidad en aras a encapsularse en un mundo de clara decantación hacia el ideario hippie.

jueves, 19 de febrero de 2009

LAS INFINITAS GAMAS DE AZUL EN EL CIELO: EL PUZZLE DE LOS HOMÍNIDOS

Desde hace varias décadas, el márketing ha entrado de lleno en el mundo de la ciencia. El doscientos aniversario del nacimiento de Sir Charles Darwin (1809-1882) no podía pasar inadvertido para una comunidad bien valorada a los ojos de la sociedad, pero que asimismo se provee de argumentos que refuerzen el valor de esta efemérides. Por ello, no escapa a nadie el oportunismo a la hora de publicarse y publicitarse la noticia de que, en realidad, la especie humana y los chimpancés comparten «tan sólo» el 90-95% de la secuencia genética, en lugar del 99% que se creía hasta hace pocas fechas. Digamos, de entrada, que el porcentaje de semblanza entre una especie y otra que parece validarse guarda una mayor lógica si atendemos a las diferencias fisiológicas entre humanos y chimpancés. Pero, haciendo un símil detectivesco, faltaba la prueba del «delito». Ésta se ha encontrado en zonas del cromosoma repletas de duplicaciones de ADN que han ido variando de posición a lo largo de la evolución de las respectivas especies —entendida en escalas de millones de años— y que los científicos habían estudiado parcialmente. En la sección de Sociedad de El periódico de Catalunya del día 12/I/2009, Tomàs Marquès-Bonet —con un apellido compuesto inequívocamente catalán— en calidad de miembro del equipo de investigadores de alcance internacional, desde su laboratorio de Seattle ofrece una metáfora que define perfectamente el sentido del trabajo de «reconstrucción genómico» llevado a cabo durante años: «Imaginemos que el genoma es un puzzle con un paisaje y que estas piezas corresponden al cielo. Lo que se había hecho hasta hora era comparar las otras piezas, las más fáciles. Lo que hicimos fue contar cuántas piezas de cielo había en el puzzle del humano y cuántas en el chimpancé. Cuando comparamos, podemos saber si alguno tiene más cielo que otro». Como los esquimales, capaces de diferenciar 18 ó 19 gamas de color blanco, lo que toca en materia de biología molecurar es saber discernir un cielo uniforme aparentemente de un mismo tono de azul y que, puestos un cuadro (el de los humanos) al lado del otro (el de los chimpancés) parecen contener la misma proporción de ese espacio infinito en el que nuestra mirada suele perderse mientras cavilamos la próxima jugada, la siguiente pieza a mover de nuestras vidas antes del jaque mate.
No deja de resultar paradójico como el descubrimiento de hallazgos de esta naturaleza procura un avance en nuestro conocimiento pero comporta un paso atrás por lo que concierne a las aplicaciones de terapias génicas para la especie humana. Proporciones diferenciales de 1 a 10 a nivel de perfil genético representa una barrera infranqueable para hacer una extrapolación del efecto de determinadas enfermedades ligadas a la herencia de chimpancés a la especie humana. Una noticia que, unida a que el número de genes de los humanos no supera los 60.000-65.000 contraviniendo los 200.000 que se daba por sobreseído no hace demasiado tiempo auguran un panorama, resiguiendo el símil propuesto por Marquès-Bonet, con la presencia en lontananza de unos nubarrones que empiezan a tomar protagonismo en un cielo vestido de color añil. Esa estimación muy a la baja del número de genes, comporta que los factores de interacción aumenten y, por tanto, el incremento de los factores combinatorios invita al científico a superar nuevos retos y reformularse algunos preceptos que se daban por sabidos. Pero, como decía el otro, a veces retroceder equivale a tomar impulso. Un impulso necesariamente legitimado por un conocimiento sobre la evolución humana que arranca con el pensamiento de Darwin vertido en su obra magna, El origen de las especies (1859), hasta dibujar un panorama alentador, pero tomado con cautela a la luz de los descubrimientos de las últimas hornadas. Llevamos demasiado tiempo mirando al suelo; ahora hemos erguido nuestro cuerpo y empezamos a saber mirar el cielo. Esperamos que no haya tormenta. Mientras tanto debemos saber reconstruir esa parte del puzzle que nos queda. Un puzzle de 60.000 piezas. Muchas horas observando el cielo faltan para dar por terminado este gigantesco rompecabezas. Como diría Mulder a Scully: «la verdad está ahí fuera».

sábado, 14 de febrero de 2009

LA LEY DEL SILENCIO: «LISTAS NEGRAS» EN LAS ONDAS

Muchas veces descuidamos el esfuerzo que supone editar libros en ámbitos circunscritos a una especialidad del arte como pueda ser el cine. Por ello, mi compromiso para con la editorial que ha confiado en la publicación de Joseph L. Mankiewicz: un renacentista en Hollywood (2009) es firme, aceptando de buen grado una promoción del mismo con la esperanza que llegue a ser conocido en los espacios que, en teoría, suscite interés. Creo que podemos hablar a estas alturas, una vez rebasado en unos días la fecha del centenario de Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), que la acogida por parte de los medios de comunicación ha sido magnífica y así lo ha reconocido la editorial con la llama de la esperanza puesta en que tan señalada efemérides contribuirá a que el libro se venda incluso por encima de la estimaciones iniciales. Pero siempre queda el valor de la excepción. Centrado en la promoción del libro estos días, he estado particularmente atento a la cobertura que Pepe Nieves, en su programa La claqueta de Radio Marca (89.1 FM), en horario matinal los sábados, pudiera hacer del libro de Mankiewicz. La certeza que T&B Editores había enviado un ejemplar a Pepe Nieves era absoluta. Hubo un tiempo, hace muchos años, que en función de la actualidad que supuso la aparición en el mercado de una revista de cine en catalán, Seqüències de cinema, que dirigí y cofundé junto a mi hermano Àlex, acudí a su programa radiofónico que entonces era de cobertura estrictamente autonómica. Pepe Nieves y un servidor tuvimos unas discrepancias que no pasaron a mayores y simplemente se practicó, al cabo del tiempo, una ignorancia mutua. Pero desde la atalaya, del «poder» que le confiere su veterano programa de radio, que cuenta entre su equipo con una persona de una calidad humana excepcional (Ramón Esteban), Pepe Nieves se ejercita a la hora de crear su particular «lista negra» de la que formo parte. El «maccarthismo» practicado por Nieves ha rozado el paroxismo cuando esta semana con el centenario de Mankiewicz, el libro de T&B Editores sobre el cineasta norteamericano en sus manos y el ciclo de la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya que le rinde tributo, en su programa matutino ha ignorado todo ello. Es evidente que no se le ha debido escapar que el libro ha tenido cobertura en muy diversos medios de comunicación, desde un periódico como La Vanguardia hasta un diario gratuito como el adn tanto en sus ediciones en papel como las digitales. Difícilmente un servidor pueda recordar uno de los ejercicios de periodismo (sic) más vergonzantes, una omisión tan descarada y malintencionada, más perversa y falta de ética, justificada por semejante persona por el simple hecho que quiere a toda costa ignorar al autor de la monografía. Lo que ha hecho Pepe Nieves es anteponer sus nulas simpatías para con mi persona a su ética periodística de informar —eso que debió aprender en la universidad y que practica a su libre albedrío, en función de cómo sople el viento— a su audiencia sobre algo que cae por su propio peso. A cambio de esta «ley del silencio» que ha tenido a bien practicar sobre el libro de Mankiewicz, ha preferido referirse a otra monografía que no deja de ser una reedición, asimismo a cargo de T&B Editores, sobre el por otra parte magnífico William Wyler, que no celebra ninguna efemérides, que no se ha repuesto ninguna de sus películas y tampoco se proyecta ningún ciclo sobre su obra. ¿Las razones? Sencillamente, el autor del libro, Àngel Comas, comparte charla con él en los pases de prensa y de ahí un cierto grado, intuyo, de amistad o colegueo. Àngel Comas es una persona de una nobleza absoluta y estoy convencido que, amén de sentirse complacido de que hablen de su obra, no creo que comparta la sinrazón de los argumentos llevados a cabo por Pepe Nieves para obviar cualquier referencia al libro de Mankiewicz. Es posible que la antipatía que Nieves pueda despertar sobre mi persona le hubieran convocado simplemente a citarme como autor de la monografía para pasar rápidamente a hablar del verdadero objeto de interés, la obra de Joseph L. Mankiewicz. Fuera de micrófono, seguramente se deshará en elogios en torno al cine de Mankiewicz, citando una lista de títulos magistrales u obras maestras tales como El fantasma y la Sra. Muir (1947), Eva al desnudo (1950) o La huella (1972). Buen gusto cinematográfico no le falta a Pepe Nieves. Otra cosa es que demuestre lo miserable que pueda llegar a ser un seudoperiodista como él, que se debe llenar la boca hablando de lo vergonzoso del «maccarthismo», cuando él lo practica a su manera con un servidor y, a saber, con quienes más.

domingo, 8 de febrero de 2009

TAMBORES LEJANOS: BUFFALO SPRINGFIELD

Pocos grupos como los Buffalo Springfield se han elevado a los altares de la cultura musical norteamericana a pesar de haber contado con una producción discográfica más bien escasa. Al conocerse el fallecimiento de su percusionista Dewey Martin (1942-2009), del que tuve constancia en primer término a través del blog consagrado a Neil Young (enlaplayadeneil.globspot.com), da pie a hablar de esta banda que podríamos colegir que se forjó a ambos lados de la frontera entre los Estados Unidos y Canadá. De este último sería oriundo Walter Milton Dwayne Midkiff, al que la providencia le reservaría idéntico nombre que el de un actor de los años cincuenta y sesenta: Dewey Martin (ver foto: el primero por la izqda.). Los asimismo canadienses Bruce Palmer y Neil Young se sumarían al proyecto Buffalo Springfield, alumbrado por Richie Furay y Stephen Stills a mediados los años sesenta. Algunos musicólogos han querido ver en los Buffalo Springfield el espectro de los Byrds, quienes entrarían por la puerta grande de la cultura underground merced, entre otros consideraciones, a que dos de sus temas capitales se integraron en la banda sonora de un film de referencia para una generación como Easy Rider / Buscando mi destino (1969). Los Buffalo Springfield no llegaron con vida a ese punto álgido del movimiento hippie ya que con tan sólo dos años de existencia y tres álbumes publicados decidieron disolverse. Al escuchar el terceto de obras del grupo norteamericano no hace falta ser demasiado perspicaz para advertir que el talento de Neil Young (1946) se sitúa por encima de sus compañeros. En razón de la voluntad de Young por seguir sus propios pasos y dar cabida a una carrera en solitario, los Buffalo Springfield tuvieron la certeza que sin su estrella en ciernes los planteamientos de crecer como grupo se disipaban. La estocada definitiva la acabaría dando Stephen Stills, quien decidió unirse a David Crosby y Graham Nash para formar los míticos CSN. A éstos se añadiría intermitentemente una «Y» en honor de Young, elevando el listón de una formación que se ha mantenido incólume al paso del tiempo, si bien al volver sobre los temas que les granjearían fama a nivel mundial no podemos por menos que evocar un sentimiento de dejà vú...
Con la mirada puesta fuera de los Buffalo Springfield tras el mal ambiente creado durante la grabación del segundo disco, Last Time Around (1968), título profético donde los haya, certificaría la defunción del grupo con un moderado éxito. Demasiados gallos en un mismo gallinero podría sintetizar el porqué esa experiencia, a priori, repleta de sinergias positivas que convocaban al folk, rock, country y R&B, se iría al garete. A pesar de que Neil Young rondara por aquel entonces los veinte años, su madurez y talento superaba de largo a un Richie Furay plegado a liderar los Buffalo Springfield, buscando la aprobación de Stephen Stills. Entre este triunvirato se repartían la composición de unas canciones entre las que destaca I Am a Child, el tema de Neil Young que certificaba su pobre protagonismo en Last Time Around. La entrada de Chris Messina de la mano de Furay acabó por crispar los ánimos en el seno de una formación que debido al paso de Young y Stills por la misma se entiende la gloria que ha merecido hasta la fecha para los amantes del rock tout court.
Aferrado a la franquicia Buffalo Springfield, Dewey Martin quiso refundar el grupo en varias ocasiones pero se vio obligado a claudicar cuando sonaron los tambores en forma de pleitos judiciales. Su deseo de proseguir en el negocio al frente de nuevas formaciones (Dewey Martin and Medicine Ball, Blue Mountain Eagle) no impidió que su nombre quedara asociado para siempre a los Buffalo Springfield. Unos réditos extraordinarios a costa de un proyecto que no pasó del par de años. En su momento se especuló que Neil Young reflotaría el grupo, pero todo quedaría en el terreno de la rumorología. No obstante, el prolífico músico canadiense sí dejaría constancia que al evocar su paso por ese grupo de vida efímera el aullido de la juventud le motivaría hasta el punto de escribir Buffalo Springfield Again —incluido en el álbum de estudio Silver & Gold (2000), una pequeña obra maestra— tomando el título del segundo disco del grupo. Conociendo que parte de la inspiración de Neil Young se cuela por los sumideros de la nostalgia, no nos extrañaría a sus fans que para futuros trabajos la figura de Dewey Martin tuviera su particular homenaje, ya sea en forma de un mensaje cifrado o bien como una explícita declaración de amistad en unos tiempos en los que la épica del rock lucía con señorío en la vanguardia musical de una época irrepetible.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL CURIOSO «CASO» DE PACO CAMARASA

En un ejemplo más de esa infinita muestra de ingenuidad que caracterizan a los hombres, sobre todo en edades comprendidas entre los veinte y los treinta y tantos, un servidor se encomendó, entre otros menesteres, al mundo de la edición. Con medios precarios pero con un arrojo y una valentía intactos, los años de Seqüències de cinema los recuerdo como una «escuela» que luego reportaría sus frutos. No bastaba con escribir artículos, críticas, realizar entrevistas, ejercer de corrector, revisar artículos y aprender de los demás, tener nociones de maquetación, acudir a la imprenta para revisar fotolitos, hacer reuniones con los colaboradores casi en régimen de clandestinidad... Quedaba en lontananza ese sinuoso universo de la distribución. Ubicados en el extrarradio de Barcelona, en medio de un mar de naves industriales, llegué a familiarizarme con unas cuantas empresas distribuidoras. Enseguida me di cuenta del abismo de realidades que separa aquel docto librero, bibliófilo a full time con el que puedes intercambiar comentarios en Laie o La Central, a esos paisajes invadidos de palés, de toneladas de hojas encuadernadas en formato libro preparadas para levantar el vuelo y buscar el calor de un hogar que les reserve un espacio privilegiado en el seno de una pequeña biblioteca personal. Por regla general, esas naves sin alma reservan un habitáculo minúsculo para una secretaria que debe lidiar con todo tipo de problemas. En esa tesitura debía encontrarse una de ellas cuando por arte de magia Paco Camarasa, el distribuidor, decidió levantar su tienda de campaña y refugiarse en el anonimato por tiempo indefinido. A mediados los años noventa, dentro del gremio de los libreros de Barcelona, Paco Camarasa alimentó toda serie de animadversiones merced a su fraudulenta gestión que dejó en la estocada a decenas de pequeñas y medianas empresas. La modestia de nuestra empresa editorial jugó a favor de que aquello no se tornara en un drama, pero me sentí absolutamente indignado como por culpa de la gestión de un individuo del jaez de Camarasa muchos proyectos editoriales se quedaron en el camino. Éste se evaporó con una larga hilera de editores llamando a la puerta de una nave de la que apenas quedaba un monitor de ordenador, eso sí, con la memoria de datos borrada.
Años más tarde, en horario de sobremesa, al finalizar el Telenotícies de TV3, quise reconocer a aquel individuo llamado Paco Camarasa. Éste actuaba frente al televisor, recobrando una nueva identidad: la de librero de «Negra i Criminal». Paradojas de la vida, el distribuidor que había dejado en la estocada a numerosas editoriales resurgía, cuál ave Fénix, de sus cenizas para enfundarse los ropajes de librero y, para más inri, lo haría en la especialización de la novela negra criminal. Llamado por un cierto afán justiciero, ni corto ni perezoso me acerqué a aquella librería del barrio de la Barceloneta —algunos medios que no se han acercado a la misma la bautizan con el apelativo de «el templo de...»; lo suyo no pasa de trastero, eso sí, con aroma de cadaverina— y ví al ínclito Paco Camarasa con sus ojos de búho con dioptrias. Le radiografié con la mirada y cavilé que la mejor venganza era robarle unos cuantos libros. Tres de una tacada, entre ellos Laura de Vera Caspary. Un cálculo por encima estimaba que debía frecuentar unas cincuenta veces (con similar botín) aquella librería de altas paredes y ténue iluminación para compensar lo que se había embolsado Camarasa a costa de nuestra modesta empresa. Desistí y preferí olvidar a tan triste personaje. Un miserable como él no merecía más que la indiferencia. En algún que otro festival —a los que acudo a cuentagotas— me crucé con éste, teniendo el pálpito que su nueva identidad le garantizaba una especie de «inmunidad» entre el sector del cómic y de la novela negra. Allí ha debido encontrar el espacio necesario para ganarse el favor de unos cuantos y proyectarse, por ejemplo, como comisario de... El caso. Una exposición a mayor gloria de aquella popular publicación española —enmarcada en la «Setmana de Novel·la Negre» que rinde estos días honores al escritor del género Michael Connelly— de los años sesenta y setenta que dio solera a una raza de periodistas de sucesos que trabajaban a pie de obra. De haberse prolongado la existencia de esta publicación hasta finales del siglo XX, Paco Camarasa hubiera ocupado algunas de sus páginas interiores, en un faldón o en un billete (valga la jerga periodística). El mundo al revés.

miércoles, 4 de febrero de 2009

LA CEREMONIA DE LA CONFUSIÓN: PREMIOS «TELEDIRIGIDOS»

En un año «huérfano» de la presencia en salas comerciales de producciones que lleven la rúbrica de los dos directores más mediáticos de este país, Alejandro Amenábar y Pedro Almodóvar, se allanaba el terreno para que uno de sus colegas tuviera su cuota de popularidad merced a la ceremonia de los Goya que este 2009 cumplía su 23 edición. Las 13 nominaciones a las que optaba Los girasoles ciegos (2008) de José Luis Cuerda —cabe recordar, el primero que confió en Amenábar produciéndole su opera prima, Tesis (1995)— podrían albergar cierta esperanza para el veterano cineasta albaceteño, en competencia con la otra candidata destacada, Camino (2008), bajo la realización de Javier Fesser. Pero Cuerda pudo constatar días antes de celebrarse la ceremonia de los Goya que sus posibilidades se reducían a cero en materia de realización y producción con tan sólo hacerse con el TP (Teleprograma) o la programación semanal encartada en las ediciones de fin de semana de los periódicos de tirada nacional. Al revisar la programación del domingo vería que tras la gala los directivos del ente público habían acordado emitir El milagro de P. Tinto (1998). Con una filmografía que no rivaliza precisamente en extensión con la de John Ford o Allan Dwan, y que, por tanto, las cartas parecían más que marcadas, Javier Fesser redondearía una jornada que se iniciaba con el reconocimiento de un rosario de técnicos e intérpretes convocados para su tercer largometraje y que se remataría con el Goya al mejor director por Camino, además de asegurarse unos ingresos extra con el pase de El milagro de P. Tinto por la 2 de TVE. Independientemente de la calidad de uno u otro título, cabe denunciar el nonsense de una televisión pública que sacrifica parte de una audiencia potencial —aquella que se sitúa frente a la pequeña pantalla con el ánimo de que le sorprendan a la hora de leerse la nómina de ganadores (los grados de ingenuidad son insondables...)— en aras a rendir tributo a un director que no dudaría un ápice que esa noche sería la culminación de un sueño que había arrastrado desde hacía varios años, incluso antes de la puesta en marcha de La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2002). Avisado de lo que iba a ocurrir, Cuerda tampoco estaba para armar el numerito ya que el trato de favor dispensado en programas del Ente como Versión española —presentada por Cayetana Guillem Cuervo, que suele confundir la promoción con la devoción por el cine patrio se «vista» con un traje de luces o con unos jeans fabricados a golpe de navajazos— le hacía más llevadero su paso por un evento en el que se dejó caer algún rostro proveniente del otro lado del Atlántico. Sería el caso de Benicio del Toro, a quien le garantizaron por activa y por pasiva que si acudía a la ceremonia de los Goya su performance de Ernesto Ché Guevara no se iría de vacío. Y así fue. Lo previsible volvió a apoderarse de otra edición —incluso al registrarse un nuevo retraso sobre el horario previsto—, más que nunca «teledirigida». Maniobrando una vez más en la oscuridad de los interminables corredores de la Torre Picasso, directivos a sueldo de RTVE se debían vanagloriar que sus criterios se imponían ante meras marionetas en forma de miembros que dominan el cotarro en la Academia del Cine Español. Tan sólo así se entiende que supiéramos con una semana de antelación a qué manos irían a parar los principales premios de una velada que, por más que copiaran la infografía y efectos de cámara de los Oscar, se sitúan a una distancia sideral de éstos. Quitando los abalorios propios de estos fastos, el cine español se podría aplicar esa máxima que reza «el tuerto en el país de los ciegos». Un «tuerto», Javier Fesser, coronado entre una mediocridad dominante del cine español, que a estas alturas de siglo reivindica el cine del extrarradio (sic). Un año más, por estas fechas de invierno, el cine de nuestro país cubre sus vergüenzas con una gigantesca lona en forma de oropeles... para un servidor, un espectáculo patético como pocos que daría material de sobra para diversos programas radiofónicos teñido de silly humor de los Gomaespuma —la dupla Guillermo Fesser (hermano de Javier)-Juan Luis Cano—. En esa ceremonia de la confusión que aglutinó a la plana mayor del cine a finales de enero, acabaría colándose de rondón un crítico con ínfulas de «Robin Hood», animado con la idea que la sustracción de un Goya del guardarropía de una discoteca le serviría para denunciar a los cuatro vientos el nepotismo y/o el favoritismo que rige los destinos del cine español. Eso. Llamar la atención: puro exhibicionismo para un espectáculo de borracho de discoteca —como bien señalaría el auténtico destinatario del Goya, Albert Solé, el director del documental Bucarest, la memoria perdida (2008)—, a imagen y semejanza del objeto de sus críticas.