martes, 30 de junio de 2009

LA OPERACIÓN SOÑADA: JAQUE MATE EN LA SELVA COLOMBIANA

A pocos días de celebrarse el primer aniversario de la liberación de Ingrid Betancourt y otros trece cautivos por las FARC durante años, tuve ocasión de ver un documental emitido por el canal autonómico TV3 dentro del espléndido programa 30 minuts. La confusión que envolvió a la liberación de la ex dirigente política francocolombiana –la «joya de la corona» para la organización terrorista FARC– parecía irremisiblemente condenado a quedar en el cajón de los X-Files de las «maniobras orquestales en la oscuridad» que se cobran a diario en el cono sur de América, en esa capa de realidades que ocultan espúreos intereses del poder militar, político, financiero, social y/o eclesiástico. Pero el gobierno colombiano se había guardado un as en la manga en forma de brindar testimonio directo de la «Operación Jaque Mate», pero que también hubiera podido llamarse «operación guante blanco» porque todo salió a pedir de boca, sin derramar una sola gota de sangre. Un golpe magistral que parece tan sólo patrimonio de los países occidentales situados en el hemisferio norte, en virtud de una tradición que no rehuye sino más bien tiende a mimetizar prácticas vistas en la pequeña y la gran pantalla. La historia narrada en el programa 30 minuts no tiene desperdicio, de principio a fin. El documental recorre desde las semanas previas al Día «D» –el 8 de julio de 2008— en las que el Ministro de Defensa colombiano Juan Manuel Santos coordina las fases preliminares de la «Operación Jaque Mate» hasta las consecuencias inmediatas de una liberación que dejaría noqueado al FARC. El ardid de los servicios de inteligencia del país sudamericano consistía en montar un operativo para que las FARC creyera que, por unas horas, Betancourt y sus compañeros cautivos en un número total de once pasaban a resguardo de una ONG durante un cambio de ubicación temporal. Al haberse infiltrado personal del ejército colombiano –una ósmosis a la que están sujetos todos los grupos terroristas o de similar jaez–, en las FARC algunos de sus mandos parecían tener el convencimiento que el gobierno venezolano de Hugo Chávez había ejercido de intermediario, garantizando que el cambio de emplazamiento de los cautivos no comportaría peligro alguno. La puesta en escena del operativo no descuidaba detalle hasta el extremo que los presuntos cooperantes de la ONG habían realizado cursos de interpretación para representar sus respectivos papeles. Meses antes, la liberación de la compañera y amiga de Betancourt, Clara Rojas, por mediación de una ONG (esta verdadera) marcaría las pautas para reproducir ciertos comportamientos. Mientras, a ras de hierba la cámara del reportero oscilaba lo adecuado y el estadounidense que formaba parte de la delegación barnizaba su origen para no levantar sospechas con un acento propio de un aussie o de un irlandés, el General Montonya se encomendaba a la Patrona de Bogotá y otras santas desde su avioneta que sobrevolaba la zona de Guaviare, situado en la parte oriental de Colombia. Los siete minutos pautados para que la operación se saldara con éxito dejaron un espacio de incertidumbre de un cuarto de hora adicional. En ese periodo «Gafas» y «César», los dos mandos encargados de la vigilancia del grupo, supuestamente habían picado el anzuelo y se habían dejado convencer para subirse al helicóptero blanco que lucía un anagrama de una ONG inexistente que, para rizar el rizo, se había creado una página web a tal efecto. Con ellos iban Betancourt y el resto de los cautivos. Un vuelo hacia la libertad que para «César» y «Gafas» sería, por contra, la tumba de sus veleidades seurevolucionarias. Víctimas y verdugos se hubieron podido intercambiar los roles, pero a miles de metros de altura lo único que debió recorrer las mentes de Betancourt y compañía es que sus pregarias habían sido escuchadas. En tierra había quedado un contingente de peones del FARC que parecían complacidos con un par de botellas de licor venezolano con el que poder endulzar sus mugrientas bocas. El mal trago se lo llevarían horas más tarde cuando la televisión colombiana emitía en sus boletines informativos la buena nueva de la liberación de una docena de compatriotas y de tres estadounidenses. Estos «héroes anónimos» habían aprendido la lengua de Cervantes en la infinidad de horas muertas que pasaron en una zona limítrofe entre Colombia y Venezuela. Pero, una vez más, la verdad tiene dos o varias caras: la coda que no suscribiría el Departamento de Defensa colombiana es la que habla de un bufete de abogados que recibió un par de comunicados meses antes del día «D» en el que se indicaba que dos mandos intermedios de las FARC pretendían abandonar su actividad delictiva y criminal. Ellos habían diseñado una estrategia de salida que no levantara las sospechas de sus superiores. Quizás la confianza de «César» y «Gafas» mostrada ante las cámaras de TeleSur de Chávez tuviera su justificación en que ellos viajaban con la idea de reconducir sus vidas. Pero acabaron con los pantalones bajados, maniatados y encañonados por el ejército de su país. Más que Oliver Stone, que perdió su oportunidad de filmar la liberación de Ingrid Betancourt —confiado en su «amistad de conveniencia» con Chávez— en un intento fallido, esa premisa que nada es lo que aparenta hubiera servido de pleno para un script que John Frankenheimer plasmara en imágenes otra masterpiece de conspiraciones político-militares, situándose en un terreno, el sudamericano, que le hubiera resultado familiar tras el rodaje de The Burning Season (1994) para la HBO. El final plausible —similar a El año de las armas (1991)— el de Álvaro Uribe, situado en plano general; al margen del encuadre se adivina un aparato de televisor que trata de escudriñar el rostro de un presidente que con una sola frase (pronunciada semanas antes del día 8-VII-09) parece cubrir con un manto de sospecha esa pieza de arte en tiempos de guerrillas llamada «Operación Jaque Mate». La partida de la verdad y de la mentira está servida.

sábado, 27 de junio de 2009

ALEXANDRE DESPLAT, UN MÚSICO DE OTRO TIEMPO

Compitiendo en extensión a la misma duración del film, los extras que acompañan la edición de El curioso caso de Benjamin Button (2008) tienen, al menos desde mi perspectiva, en una de las piezas destinadas a la grabación de la música de Alexandre Desplat (París, 1961) una auténtica gema. Por espacio de una veintena de minutos, el compositor galo ofrece una pequeña muestra del proceso que le llevaría a grabar en estudio una partitura que supera con creces los estándars de creatividad de la música escrita para la gran pantalla en los últimos decenios.
En no pocas ocasiones he lamentado que entre el material adicional que refuerza el argumento de venta de una determinada película en DVD o Blu-Ray se excluya un segmento dedicado a glosar aspectos relativos a la música. Pero intuyo que, a veces, estas ausencias en títulos en los que la música tiene una función importante, cuando no primordial, se deba a que los compositores saben expresarse bien frente al pentagrama pero, de una forma deficiente frente a las cámaras. Para romper esta regla no escrita, Alexandre Desplat es de los pocos que se muestra más que resuelto al evaluar ante las cámaras aspectos que le han comprometido en el proceso creativo de, por ejemplo, una banda sonora que roza lo mágico como El curioso caso de Benjamin Button. Desplat habla en boca de un colega japonés que la música debe cumplir dos conceptos esenciales: función y ficción. En cuanto al segundo término, la ficción ya está sugerida per se en el contexto cinematográfico, mientras que la función es un asunto más volatil, difícil de medir en términos de efectividad. Pero los «milagros» a menudo se formulan ante los ojos y los oídos bien afinados de talentos de la exquisitez y de la elegancia de Alexandre Desplat. Éste, al apostar por trabajar en el ámbito de la producción de películas en detrimento de una carrera como concertista de piano y compositor de piezas sinfónicas, siempre tuvo el pálpito que podría llegar la ocasión de musicar «Benjamins Buttons». La decisión de los estudios Warner Bros. y Paramount por adecuar la historia en Louisiana, en el corazón de Nueva Orléans, en lugar de Baltimore —donde transcurre el relato de partida escrito por F. Scott Fitzgerald— debido a motivos presupuestarios, afianzaría ese sonido que tan bien se le da en reproducir a Desplat, esto es, el que se mueve entre lo decadente, lo nostálgico y lo melancólico. En ese espacio, en la actualidad Desplat no tiene rival; su forma de componer nos invita a creer que el tiempo queda suspendido una vez penetramos en las entrañas de una historia con la oscuridad de la sala testimoniando nuestro compromiso de aislamiento del mundo real. Y ya se sabe que la palabra no lo es todo a la hora de expresar sentimientos; para ello este arte centenario se vale desde hace un montón de décadas de la pericia de los compositores para tocar las teclas oportunas. La música es el recubrimiento que hace de una historia con los cimientos narrativos bien sólidos alcance el rango de sublime. Ejemplos de tiempos remotos nos llueven al respecto con Bernard Herrmann encabezando un hipotético ránking de dianas en este tránsito camino de la excelencia. Por ello, que el cine cuente hoy en día con Alexandre Desplat, la quintaesencia de la sutilidad compositiva en periodos de «clonación sónica», es un lujo para los oídos y el corazón. Esta apreciación se extiende a los comentarios que Desplat efectúa sobre su propia labor, dejándonos clavados frente al televisor cuando, por ejemplo, ejecuta unas notas al piano y luego, previa explicación verbal, las reproduce en sentido inverso para ilustrar el sentido de esta decisión en función de que la historia de Benjamin Button propone un trayecto vital inverso al natural. Una historia tocada por la singularidad en (las delicadas) manos de este compositor que casi nadie acertaría a creer que tampoco hace demasiado tiempo había velado sus primeras armas con una partitura que comprometía a un terreno de juego, el que propiciaba recorrer la banda a un linier (o arbitro asistente) en Atilano presidente (1995). Pero ya por aquel entonces Desplat estaba llamado a militar en empresas cinematográficas de empaque. Su contribución en La joven de la perla (2003), The Queen (2006) o El velo pintado (2006) daban la medida de este rara avis de la composición para la gran pantalla en tiempos de dominio de los sintetizadores de nueva generación, con una parte sinfónica incorporado a su edificio sonoro. Un maridaje que diluye —como si echáramos agua al vino— el factor de sutilidad que reclaman historias de la categoría de Benjamin Button. Por fortuna, de la elección de Desplat se ha beneficiado una producción como El curioso caso de Benjamin Button, cuyo atropello en la ceremonia de los Oscar del pasado mes de febrero no puede por menos que devolverme a la memoria las palabras que había pronunciado Mel Brooks al poco de salir casi de vacío de la gala de los Oscar celebrada en 1981: «Con el paso del tiempo El hombre elefante se convertirá en un clásico mientras Gente corriente no dejará de ser más que una pregunta de Trivial Pursuit». Otro David, Fincher, para un servidor, ha firmado un clásico, dejando que Antonio Garrido, el nuevo rostro del concurso ¿Quiere ser millonario? formule alguna de estas temporadas una pregunta referida a Slumdog Millionaire (2008). Sin ir más lejos, que la música de esta producción dirigida por Danny Boyle conquistara un Oscar es una broma teniendo en la terna a Alexandre Desplat en estado de gracia. Pero unos escriben para el momento y otros para la eternidad. Esa es la (gran) diferencia.

lunes, 22 de junio de 2009

«TEMPLOS» DE LA VOSE: LA CALIDAD TIENE UN PRECIO

Para los no familiarizados con el barrio de Gracia barcelonés, una de sus principales arterias, la calle Verdi, da nombre a un complejo de salas de cine que tiene además entrada por otra calle adyacente (C/Torrijos). Desde hace más de veinte años, los cines Verdi se transformaron en multicines y, en periodo finisecular, decidieron doblar la oferta de salas con la construcción de los denominados Verdi Park. Toda esta iniciativa empresarial nacería de la mano de Enric Pérez, a quien debemos tantos residentes en la Ciudad Condal o en sus cercanías de toda una generación o generaciones el beneficio de poder degustar el cine en versión original antes incluso que los cines Icaria se instalaran en la Villa Olímpica. Situado en un barrio con un importante trasiego de estudiantes ERASMUS, bohemios tot court y demás personal familiarizado con las propuestas culturales, la iniciativa de Pérez arraigó hasta el punto de repetir la jugada en Madrid, donde ha acabado instalando su centro de operaciones. Solo me mueve el elogio al referirme a esa «edad de oro» de los Verdi en que, al margen de una programación bastante equilibrada, se ofrecía la posibilidad de descubrir auténticas piezas clásicas de Billy Wilder, Stanley Kubrick, Preston Sturges, Jacques Tourneur, etc. Es decir, los Verdi funcionaban como una filmoteca alternativa. Pero ese mercado acabaría dejando pocos dividendos y los Verdi se han dedicado en cuerpo y alma a favorecer la programación del denominado «cine de autor».
Como ocurre con algunos misioneros, Enric Pérez, al llegar a «tierra santa» y levantar su particular «templo» de la versión original subtitulada, se vio con la obligación moral de satisfacer a aquellos feligreses movidos por la presunción que todo lo que allí se programa es sinónimo de calidad. Para ahorrarme el ardor de estómago que procuran ciertos comentarios a pie de taquilla por parte de la intelectualidad de la city —aquellos que sólo leen a Paul Auster, se entregan a propuestas estilo off-off-Broadway o creen que la verdad de la oferta cultural se encierra en las páginas del suplemento Babelia—, los Icaria, con una oferta variopinta, se han convertido desde hace años en una opción más satisfactoria. En todo caso, sigo teniendo en gran estima a los cines Verdi, aun a pesar que me mueva a una relativa perplejidad noticias como la decisión de Enric Pérez por no ofrecer descuentos a los aficionados justificándose al tratarse de un cine de calidad que no debe ser susceptible de rebajarse su precio, salvo el día del espectador. Y digo relativa porque Enric Pérez me recuerda al General Kurtz de El corazón de las tinieblas, situado fuera de la realidad, la que vive el sector de la distribución y de la exhibición que contabiliza un constante goteo de pérdida de espectadores. Para contrarrestar esta situación, en feliz iniciativa el pasado fin de semana la plana mayor de las cadenas del sector ofrecían, a cambio de una entrada normal, un abono complementario para poder disfrutar de todo el cine posible a lo largo de tres jornadas —de domingo a martes— a un precio de 2 € por título. Pérez, que recordemos en 2007 se había negado a sumarse a una huelga para regularizar el tema de la cuota de pantalla, habla de cine de calidad para justificar que el precio sea inamovible y no tenga el gesto de premiar a su clientela o buscar nuevos clientes. Claro que siempre habrá gente que se trague sables y piense que «cine de autor» es el sumum de la calidad. Pues bien, cuando los Verdi estrenaron el grueso de las producciones Dogma alguien hubiera podido acercarse a las taquillas y sugerir un descuento porque ese «cine de calidad» vestía al muñeco sin compositor, sin actores profesionales, sin sonorización en estudio, sin guionista(s) y con una iluminación defectuosa. Vamos, que se habían ahorrado una pasta en producción que podría haber repercutido en el precio en taquilla. De esos ejemplos no habla Enric Pérez con el ánimo de ser refractario a iniciativas que favorezcan al bolsillo del consumidor —máxime en tiempos de crisis acuciante— porque sabe que cuenta con una parroquia bien adoctrinada que, al traspasar el umbral de los Verdi, su pedigree intelectual se multiplica por diez. Algunos incluso habrán suspirado frente al cartel que se excusaba de cualquier tentativa de rebaja que sirviera para captar nuevos clientes o recuperar algunos de los perdidos en las salas cinematográficas donde suele acudir la plebe. «Lo ves, pago lo que vale la entrada porque es un cine de calidad», dirán algunos para sus adentros. Eso sí, el olor a palomitas que invade el hall de los Verdi garantiza compensar ciertas operaciones de riesgo.

sábado, 20 de junio de 2009

LA CONDICIÓN (IN)HUMANA

La coincidencia en el tiempo de la noticia del fallecimiento de Vincenç Ferrer y la del asesinato de un miembro de la policía nacional española, Eduardo Puelles García, a manos de ETA nos coloca nuevamente sobre la extraordinaria paradoja que acompaña la naturaleza del ser (in)humano. Sendas noticias han encabezado, una a continuación de la otra, los telediarios, dando constancia de ese contraste existente entre alguien cuya finalidad ha sido ayudar al más desvalido, acuciado por la hambruna —Ferrer— y otros que procuran inflingir el dolor ajeno envalentonados merced a su lucha sin cuartel para imponer su visión autoritaria sobre el País Vasco, cuál régimen nazi que decide, a su libre albedrío, eliminar a los que marcan en la diana como los «enemigos» del pueblo. No sé si esa concatenación de imágenes moverá a alguien de la izquierda abertzale que ha prestado su apoyo en las urnas a las tesis de ETA-Batasuna (sea en Europa o hasta hace poco en las autonómicas o las generales) a reflexionar sobre qué sentido tiene haber decidido sesgar la vida de una persona en uno de los actos de puro encarnizamiento —un cuerpo consciente de la «trampa» que le han tendido, prendido en llamas y que acaba carbonizado— mientras a miles de kilómetros toda una región de la India se moviliza para agradecer la actitud filantrópica, cargada de bondad, del ex jesuita Vicenç Ferrer, sostenida a lo largo de cuarenta años. Si no es así y se mantienen intactos los apoyos de la izquierda abertzale, se evidenciará que más bien se trata de seres con apariencia humana pero que, en realidad, actúan en su quehacer diario bajo estímulos que escapan a tal condición, movidos por un fanatismo y un sentido de lo anacrónico que decapita cualquier capacidad de que sepan discernir entre la bondad y la maldad. En esta postura de negar la evidencia, los abertzales radicales encuentran o se ven favorecidos por un manto de silencio que impide a las personas de bien expresarse con total libertad, advertidos que alguien en esa panadería o en la escuela puede escuchar la conversación y acabar formando parte de una «lista negra» que los informadores de ETA pasarán a sus mandos superiores. En ese círculo vicioso ETA y su entorno se sienten cómodos. En esa pecera que contiene el agua y los nutrientes suficientes —en forma de cerca de doscientos mil simpatizantes— para que las pirañas de ETA sigan devorando a todo bicho viviente, se ha instaurado el modus vivendi de la organización criminal con el propósito de resistir ad infinitum. Vaciar el agua y dejar el nivel de nutrientes en la mínima expresión provocaría per se la aniquilación de las pirañas. Pero esa agua contaminada de odio parece moverse por niveles similares en los últimos lustros, con alguna que otra fuga en forma de propuestas como Aralar. Esa tesis sostenida y defendida de que únicamente el fin de ETA puede darse si esa pecera se seca puede resultar un proceso largo y costoso en vidas porque sencillamente varias generaciones de abertzales radicales parecen inmutarse ante cualquier tipo de noticia —esa es, al menos, mi presunción: ojalá me equivocara— porque, como si fueran escamas, se han desprendido de los valores humanistas. Cabría preguntarse si la solución no pasa por acabar con las pirañas, sacándolos de sus escondites y poniéndolos frente a la justicia por sus actos delicitivos y/o criminales. Las condiciones parecen más propicias que nunca: una ertxaintxa que dejará de mirar para otro lado porque sus mandos gubernamentales no adoptan, en ciertas ocasiones, una actitud condescendiente, cuando no paternalista; una comunidad de presos de ETA cada vez más resignados a su suerte y desengañados, y el compromiso de la Francia de Nicolas Sarkozy por dejar de ser el «santuario» de la organización terrorista. A todo ello cabe pensar que, como apuntaba en un anterior post, el odio a lo español no será una de las asignaturas troncales del programa educativo y, por tanto, el número de aspirantes a ocupar plaza en ETA, previo adiestramiento en la kaleborroka, indefectiblemente bajará hasta niveles inimaginables en relación a los años de plena ebullición de sus comandos y taldes, allá por los años de la transición democrática en sus distintas fases. En este escenario de futuro, quizás resulte más certero decir que ese mar que observamos a vista de pájaro del país vasco está muerto, sin peces que se muevan en su interior.

miércoles, 17 de junio de 2009

DOCTOROW, EL «PRÍNCIPE DE LAS LETRAS»: A PROPÓSITO DE «EL LIBRO DE DANIEL»

No es demasiado frecuente encontrarte un texto sobre una materia como la de cine en la que el crítico ponga en signos de exclamación «¡lean a...!» al referirse a un autor, en este caso, cuya obra probablemente más conocida fue llevada a la gran pantalla de la mano de Milos Forman. El título en cuestión objeto de reseña dentro de la sección de televisión de un añejo número de la revista Dirigido por..., Ragtime (1981), me puso sobre la pista de E. L. Doctorow. Aquellas palabras de invitación a la lectura —por otra parte, denominador común de los escritos cinematográficos de José María Latorre— que sonaban con cargo de urgencia, digamos, que quedaron grabadas en mi mente a la espera de alguna oportunidad librada por el caprichoso juego del azar que resulta la vida. Así pues, al cabo de los años, en función de acometer el análisis de Ragtime para la monografía que estaba preparando sobre la obra de Milos Forman, me acerqué a Edgar Lawrence Doctorow casi con un sentido del ritual llamando a las puertas del conocimiento del que, a la postre, me certificaría que es uno de los escritores cuál copa de pino que se cuentan entre los mortales. En el espacio de unos meses me encomendé a la lectura de El arca de agua (1994), Billy Bathgate (1989) y Ragtime (1975) con una clara enmienda a seguir degustando ese caviar literario brindado en bandeja de plata. Bien es cierto que El arca de agua palidece frente a ese torrente de creatividad que emana del texto de Ragtime, en la que Doctorow se inspiró en el relato Michael Kolhaas de Heinrich Von Kleist para la confección de uno de sus personajes centrales, el de Coalhouse Walker. Un tanto de lo mismo había hecho el escritor neoyorquino con la primera novela que le distinguiría entre ciertas esferas críticas, El libro de Daniel (1971) que, por diversos avatares editoriales, su presencia en los fondos de las librerías era tirando a inexistente. Dispuesto a cubrir un flanco de la historia norteamericana que había quedado sepultada a nivel bibliográfico, el episodio referido a la condena a la silla eléctrica del matrimonio Rosenberg por presuntamente pasar información a los soviéticos sobre armamento nuclear (un infundio catedralicio), en El libro de Daniel toma la identidad de Paul y Rochelle Isaacson. Para esta ocasión, además del tremendo respeto que me infunde la prosa de Doctorow, el interés por leer El libro de Daniel tenía el añadido de un nombre propio: Sidney Lumet. El veterano cineasta de origen judío brindaría una pluscuamperfecta obra de orfebrería a veinticuatro imágenes por segundo que, otra vez más, la volatilidad del destino ha dejado en tierra de nadie, con pocas posibilidades de acercarse a este pequeño gran triunfo de Lumet, quien persiguió durante una década la opción de llevar a la pantalla El libro de Daniel. Porque, si atendemos al background del director de Filadelfia y una vez cubierta la lectura de la obra de Doctorow no podemos por menos que pensar en la idoneidad de Lumet para Daniel (1983), que la distancia temporal quizás nadara a favor que se optimizara su punto de cocción, con los ingredientes necesarios para articular una magistral pieza de arte, con Andrzej Bartkowiak en la capitanía de la dirección fotográfica —su trabajo cromático debería figurar por «ley» en las escuelas de cine del orbe mundial— antes que rodara por el lodazal de las action movies, eso sí, asomando dólares a mansalva.
Escritor del calibre de su coetáneo Phillip Roth pero, para mi gusto, menos tendente a expresarse desde las alturas que éste, E. L. Doctorow es lo que podría denominar un «príncipe de las letras». Un literato tocado por la divina providencia, haciendo acopio de un conocimiento como pocos de la historia contemporánea de su país —que no el de sus padres: su apellido les delata—, en cuyo barrido se topó con una «mina» por explotar al revisar el caso de los Rosenberg. La narración en la voz del hijo de la pareja —Daniel (en la ficción el único posible, en palabras de Lumet: Timothy Hutton)— es la que incrimina a una izquierda estadounidense de rostro ambivalente, incapaz de resarcirse de las heridas que ha dejado tras de sí un combate a fondo sobre la fragilidad de la memoria. Doctorow arrojó luz sobre esta cruenta, trágica historia que nos habla a media voz de las relaciones paternofiliales. Una lección de alta literatura exenta del oropel publicitario, que debe llenar de orgullo al sello Miscelánea para seguir navegando por las procelosas, a menudo ingratas aguas, de la edición en papel.

domingo, 14 de junio de 2009

EL TRIUNFO DE LOS BLANQUILLOS

Con la frecuencia del paso del cometa Halley, hay años prestos a enmarcar en lo futbolístico en nuestro particular calendario. En mi caso, creo que difícilmente podrá repetirse que el Barça conquiste los tres títulos más importantes de la temporada, y dos de mis equipos favoritos, por este orden, Sporting de Gijón y Real Zaragoza hayan cosechado in extremis sendos objetivos: la permanencia y el ascenso a Primera División, respectivamente. En la temporada pasada ya me había ocupado de un post dedicado íntegramente al Sporting («La marea rojiblanca»), pero quedaba un tanto en el limbo mis simpatías por un Real Zaragoza que, de la mano, de Marcelino García Toral, ha dejado atrás la pesadilla de saberse en una división que no le correspondía ni por historia ni categoría demostrada a lo largo de tantos años. Una historia corta en títulos, pero amplia en dar cabida a futbolistas de tronío, en una inveterada tradición de hacer de sus delanteras las señas de identidad de una propuesta ofensiva que fueron la envidia de muchos equipos de la División de Oro del balompieé patrio. Es evidente que por edad no me corresponde cantar las excelencias de aquella delantera bautizada por algún avispado cronista como los «Cinco Magníficos», que fueron una auténtica sensación en la segunda mitad de los cincuenta y en los años sesenta. Pero ahí está la figura paterna para recordarme que había «vida futbolera» antes de que Quini, el brujo, estampara su firma en las porterías contrarias. En ese viaje por el conocimiento de datos —un absurdo hobbie que ocupa y preocupa al género masculino— sobre mis equipos favoritos me acompañaría el incunable escrito por José Eulogio Gárate –extremo izquierda del Atlético de Madrid—, en el que incluso se detallan las plantillas de cada equipo. Creo recordar que ese almanaque concluía su itinerario fubolístico a mediados los años ochenta, cuando el insigne Real Zaragoza iniciaba un lento aterrizaje tras horas/años de vuelo futbolístico en las alturas con una tripulación que, en su parte delantera, figuraba una tripleta de lujo: Pichi Alonso-Amarilla-Valdano. No habia jornada que uno de ellos, al menos, no mojara. Rocoso en defensa (sus nombres ya invitaban a cuadrarse: Casuco, Camus, Casajús, Oñaederra...) con un guardamenta que parecía rivalizar en altura con la propia portería que cubría, Andoni Cedrún —hijo del Carmelo Cedrún, integrante de otro equipo, el bilbaíno, que podría presumir de un póker de delanteros de ensueño—, el Real Zaragoza causó estragos entre los rivales en unos años de bonanza que parecieron retornar de la mano de Víctor Fernández con un equipo que deslumbró en Europa. Tiempos en que los aragoneses y esa diáspora de aficionados al equipo blanquillo diseminados a lo largo y ancho de la geografía española reconocían en Juan Eduardo Esnaider, Najim –su gol de medio campo en la final de la Recopa aún forma parte de las antologías futboleras en periodo finisecular— o Aragón, entre otros, sus ídolos del balón redondo.
Después de años de proyectos deportivos que se han ido al garete al resabiarse que la cartera con «r» tiene una rentabilidad mayor que la cantera con «n» en el mercado audiovisual —el «modelo» Florentino, pero a una escala infinitesimal; los resultados, igualmente funestos al medio plazo—, el Real Zaragoza busca una nueva redención. Su ascenso es un triunfo en lo personal del asturiano Marcelino —una apuesta arriesgada; el saberse uno de los entrenadores de postín que decidió buscar el reto en el ascenso de un equipo histórico desde una segunda división que puede convertirse en un pozo sin fondo— pero una afición y un homenaje a un club con tradición de fútbol ofensivo en la que me pierdo al rememorar los jugones que pasaron o han pasado por las filas del equipo blanquillo: Juan Señor, Rubén Sousa, Luís Milla, Juan Castaño «Juanele», David Villa, Rubén Gracia «Cani»... Vaya por la ciudad de Zaragoza —sin desmerecer la recompensa al esfuerzo que ha dado sus frutos para el CD Tenerife y el Jérez Deportivo en el que será su debut en la categoría de Oro— mi más sincera enhorabuena porque la liga BBVA no podía esperar una temporada más sin uno de sus abanderados del fútbol con letras mayúsculas. Y, en especial, para N., que en fechas tan señaladas, estará a punto de descorchar un cava con un envase del color de la esperanza, el de ver a un equipo definitivamente asentado en la liga que, como el Sporting, nunca debió abandonar.

jueves, 11 de junio de 2009

ECOLOGISTAS EN ACCIÓN: LA IZQUIERDA «DALTÓNICA»

En el hipotético comité que se vio en el brete de decidir qué colores debían configurar los semáforos, destinados a ceder o no el paso de los vehículos rodantes, con toda probabilidad no se contaba con ningún daltónico entre sus miembros. Maldita la gracia que debió hacerles a todos aquellos que, merced al físico John Dalton (1766-1844) se les identificaría su enfermedad con el apellido de éste per se. Entre la inmensa mayoría de los daltónicos lo normal es confundir el verde con el rojo, y los menos, con colores que se mueven en el espectro del violeta. Se trata de una de las enfermedades autosómicas por excelencia, es decir, de componente hereditaria ligada al sexo. Las mujeres pueden resultar portadoras del gen ligado al daltonismo pero únicamente sufren esta disfunción en la visión si se localizan los alelos recesivos en cada uno de sus dos cromosomas X. En cambio, en los hombres la frecuencia es mayor porque tan sólo es necesario que ese alelo recesivo se localice en el cromosoma X.
Desconozco si Daniel Cohn-Bendit padece daltonismo pero extropolándolo al ámbito político la bandera que enarboló al albur del mayo del 68 ha virado del rojo —incluso se le conocía con este sobrenombre, por otra parte, no demasiado original— al verde por la gracia divina de un ecologismo que ha arraigado con fuerza en el país vecino. Las recientes elecciones europeas han arrojado suculentos réditos a la causa ecologista, que se disputa codo con codo el segundo puesto con el Partido Socialista en el que no hay día sin noche que algún asunto oscuro les salpique para sonrojo de aquellos que construyeron los cimientos de una Europa moderna desplegando un tapiz de progresismo que se ha visto contrarestado en los últimos tiempos por el avance inexorable de los partidos (ultra)conservadores. Con la caída del Muro de Berlín, la disidencia de los postulados comunistas era moneda de cambio común y, por consiguiente, ideólogos pertrechados en la izquierda más dogmática vieron las orejas al lobo y se amarraron al bote salvavidas del ecologismo antes de que la corriente les llevaran río abajo y acabaran desembocando en «casas del pueblo» proclamando a los cuatro vientos la bonda de un discurso anacrónico. En ese frente ha militado en los últimos decenios Daniel Cohn-Bendit, quien ha sabido aglutinar voces de la izquierda alineadas en la misma causa, en lugar de realizar cada uno la guerra por su cuenta como ocurre en nuestro bendito país, en la que no hace demasiado tiempo había todas las gamas de verde posible en forma de minúsculos (pseudo)partidos. Incluso, una persona tan válida como José María de Mendiluce se quedó por el camino en el abanderamiento de un ecologismo que, en contra de lo que sucede en España, gana adeptos a pasos gigantescos en Francia de la mano de Cohn-Bendit, el «verde».
Es cierto que la autoridad moral de la que hace gala un combatiente en toda regla como Cohn-Bendit a los ojos de una juventud desencantada no se fabrica de un día para otro. Pero interpreto que en un futuro no demasiado lejano puede darse la figura de un líder que, en verdad, sea una alternativa de voto para aquellos que practicamos la disidencia del voto o el voto en blanco en las últimas elecciones en vista de la zafiedad que demuestran los partidos con mayor representación parlamentaria —enzarzados, por lo general, en estériles debates— y los que entran en el juego democrático para llevarse a la boca las migajas que dejan éstos. A la espera que se produzca este hipotético escenario, nos quedamos con la estampa de Joan Herrera, de Izquierda Unida, poniendo cara de circunstancias ante las vacilantes explicaciones de José Luís Rodríguez Zapatero cuando se traga el sapo, en sede parlamentaria, de que la central nuclear de (Santa María de) Garoña, en Burgos, parece tener los días contados para dejar de ser operativa, tal como venía recogido en el vigente programa electoral del PSOE. Si, los días contados... pero 3.652 (año bisiesto arriba)... los que concede una moratoria a los que se acogerán como un clavo ardiendo los trabajadores de la «decana» de las centrales nucleares españolas para salvar sus puestos de trabajo. Zapatero, cuyo regate en corto no lo supera ni el Romario de los buenos tiempos (blaugrana, of course), no enmendaría la plana a su antecesor socialista en el cargo, Felipe González, y hará de la debilidad de los ecosocialistas un nuevo argumento para salir indemne de su perenne falta de compromiso sobre lo pactado y escrito en su momento. Con una versión hispana de Cohn-Bendit otro gallo le cantaría al Presidente del Gobierno español, aunque el desmantelamiento de las centrales nucleares no pasaría como prioridad en su agenda visto que el modelo francés con los reactores de fisión a toda máquina funciona. Pero no sólo del debate de las centrales nucleares vive el ecologismo; hay demasiadas cuestiones que deben abordarse con cierta urgencia si queremos seguir siendo los principales beneficiarios de la biodiversidad que emana del planeta tierra. O al menos, esa es la perspectiva de un modesto militante que pretende serlo del «partido del sentido común», alejado de diatribas políticas que en nada afectan al devenir de nuestra sociedad, al menos, en lo sustancial y en lo que compromete al día a día.

lunes, 8 de junio de 2009

BONNIE & CLYDE: MITOS, LEYENDAS Y REALIDADES

El pasado 30 de mayo de 2009 El periódico de Catalunya se hacía eco, a través de un artículo a cuatro columnas, de los archivos desclasificados después de 75 años por el FBI que comprometía a los outlaw con pasaporte estadounidense Bonnie Parker y Clyde Barrow. A lo largo de un documento de mil páginas al que, a partir de ahora, tendrán acceso investigadores e historiadores, parece detallarse ese recorrido errático de una pareja que, en tiempos de la Gran Depresión, causó estragos entre la policía de distintos estados del sur y del centro del país que les vio nacer. Documentos mecanografiados que van acompañados de instantáneas celosamente guardadas hasta la fecha en los archivos del FBI y que ofrecen, por ejemplo, testimonio de ese automóvil acribillado que mueve a la muchedumbre a arremolinarse en torno al artilugio rodante que utilizarían Bonnie & Clyde para sus últimas fechorías. Esa emboscada trazada desde las ansias de venganza que acabó siendo la tumba de la pareja figura en el imaginario colectivo verbigracia de una producción cinematográfica que, por efectos de la magia inherente al celuloide, transformaría la realidad en mito, sin enmienda a trazar un camino en sentido contrario.
En ese ejercicio comparativo que nos resulta tan propicio en tiempos en que cualquier persona u objeto precisa tomarse «en referencia a...», las imágenes difundidas por internet y en papel de los verdaderos Clyde Barrow y Bonnie Parker (ya conocidas, pero ni mucho menos tan numerosas) abundan en este sentido de idealización tan caro al cine. El auténtico Barrow, más próximo a Paul Muni que a la fotogenia de Warren Beatty, atesoraba un historial delictivo de armas tomar antes de entrar en contacto con Bonnie Parker (o Bertha Graham, como se hacía llamar por su partenaire), a años luz de la calculada belleza de Faye Dunaway. Ésta le había facilitado el arma con el que poder escapar de la cárcel en 1932. A partir de entonces sus vidas se fundirían en una sola, en una carrera delictiva con un final mucho más breve de lo esperado y deseado. Así pues, dos años más tarde sus cuerpos fueron acribillados en el interior de un automóvil, en medio de una carretera secundaria del estado de Loisiana. Dos museos cercanos a ese enclave empezaron a levantar acta que aquellos desgraciados marcados por la miseria traspasarían las barreras de la inmortalidad en forma de leyenda tiempo después de que sus corazones dejaran de latir.
A decir de la información que ha trascendido, Barrow y Parker fueron carne de cañón para un amarillismo incipiente que hacía de sus actos delictivos gestas capaces de provocar un sentimiento ambivalente en la población. Evidentemente, es una visión robinhoodesca que cabe poner en cuarentena por cuando ambos se especializaron en hurtos a pequeñas tiendas, gasolineras y, muy ocasionalmente, sus objetivos alcanzaban a entidades bancarias por cuestiones de pura logística.
Aunque siempre he preferido La noche se mueve (1975) y Georgia (1981) entre la poco prolífica pero suculenta filmografía de Arthur Penn –un personaje que me impresionó en la distancia corta–, Bonnie & Clyde (1967) gana prestancia a cada visionado porque sus lecturas se ramifican hasta el valor sociológico que ha pasado de soslayo para buena parte de la crítica. Como muchos proyectos cinematográficos que al cabo se han situado en la cima del éxito, Bonnie & Clyde tuvo todos los pronunciamientos para haber sido algo sustancialmente diferente a lo que acabó repercutiendo en pantalla. En cierto sentido, cada decisión tomada por los estudios Warner la alejaban de la realidad de dos seres que habían convivido con la miseria (en especial Clyde Barrow) en su estado natal, Tejas, pero al mismo tiempo, colocaba el acento sobre un modelo de periodismo con veleidades sensacionalistas que se ha afianzado con el correr de los años. Asimismo, llama la atención ese perfil feminista de Bonnie Parker, tocada por una boina que Faye Dunaway tomaría prestada. Para su (mayúscula) sorpresa, al acudir a un preestreno del film en 1967, la rubia actriz se enfrentaba a un público femenino que lucía... idéntico complemento en la cabeza. Pero hasta calibrar in situ el alcance del film, la historia de Bonnie & Clyde se sembró de casualidades y decisiones del todo acertadas, como la elección de Arthur Penn dispuesto nuevamente a transgredir los géneros como ya había hecho con El zurdo (1958), rodada el mismo año que Hollywood nos obsequiaba con un primer acercamiento a la figura de la compañera de Clyde, The Bonnie Parker Story (1958). Una vez más, la pobreza más extrema puede llegar a ser el caldo de cultivo para crear mitos y el cine acaba por transportarlos al terreno de la leyenda.

jueves, 4 de junio de 2009

ESTEBAN LINÉS: EL CRONISTA QUE NUNCA ESTUVO ALLÍ

Para un periódico que ha llevado a cabo una ímproba labor de digitalización de todas sus publicaciones que se remontan a más de cien años en el tiempo, aquellos que algún día quieran acercarse a las páginas de La Vanguardia vía internet, en aras a saber qué ocurrió en el concierto de Neil Young celebrado en el marco del Primavera Sound en el Fórum de Barcelona el pasado día 30 de mayo de 2009, se encontrarán una crónica firmada por Esteban Linés. Pero lo más paradójico de todo es que Esteban Linés nunca estuvo allí. Salvo que hubiera perdido la noción del tiempo bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica o algún que otro efluvio etílico, el cronista de La Vanguardia constata con su entradilla que su crónica pertenece al terreno de la invención y, por ende, de la elucubración. «A lo largo de casi tres horas, Neil Young dictó una clase magistral...» . Pues bien, siendo generosos, una hora y treinta y cinco minutos duró el concierto para solaz desgracia del respetable que acudió al Fórum de Barcelona en un número aproximado de 30.000 espectadores. Lo que sospecho que hizo Linés es leer la noticia de agencia que publicó en su edición digital La Vanguardia el domingo día 31 de mayo y cometer idéntico error que el cronista «ausente» de EFE: dar por descontado que el concierto se fue a las dos horas y media o casi tres horas. A partir de este dato, todo la crónica de Linés es un auténtico canto a la desvergüenza profesional, fingiendo inclusive que se había emocionado cuando Neil Young y su banda tocó Cortez the Killer. Otra vez la ignominia del «cronista invisible» campa por sus anchas cuando cita textualmente «De entrada se atrevió con Cortez the Killer» (figuraba en séptimo lugar del set list) para acabar el razonamiento (sic) del párrafo con «un tema que habla de Hernán Cortés en términos no muy amables». Es evidente que Linés no se ha molestado en saber el significado de esa obra cumbre incluída en el disco Zuma (1975) porque la crítica más virulenta es al propio Neil Young contenida en la última estrofa de la canción. Pero no es tan sólo en el terreno de lo sutil donde patina Linés sino que, a renglón seguido, escribe «Tampoco eran pocos quienes temían la presencia de Young con unos Crazy Horse no especialmente pulidos. Venían con Rick Rosas...» Amén de cuestionar que Crazy Horse fueran unos músicos poco menos que salidos de las cavernas, un destacado aclara qué quiso decir el cronista al mentarlos: «De su emblemático grupo sólo quedan Ben Keith, su mujer y Ricky Rosas». Pues bien, Ben Keith había sido integrante de los Stray Gators, grupo que Neil Young reclutó para su álbum Harvest (1972); Pegi Young, excusa decirse que ni por asomo ha formado parte de los ex The Rockets, y Rick(y) Rosas compartirá ancestros hispanos con Ralph Molina, pero allí acaba su relación para con Crazy Horse de este componente de los Bluenotes, entre otras formaciones.
Visto que su capacidad de imaginación tiene un límite, Linés tira de hemeroteca y se explaya en la doble página dedicada a la actuación del canadiense en el Primavera Sound con alguna que otra declaración (cogida por los pelos) de Young sobre cuestiones relativas a su compromiso político, al margen de hacer un parcial repaso de la presencia de éste sobre los escenarios españoles, ya que se deja en el tintero el Espárrago Rock y se ventila la del año pasado con un «apareció en Rock in Rio de Madrid con una oferta lamentable». Una vez más la ambigüedad invita a colocar un interrogante de si se refiere al evento en sí mismo o que Neil Young se limitó a cumplir el expediente, dando por sentado que lo suyo fue take the money and run. Si hubiera sido esta segunda opción está claro que el compositor canadiense se dejó la piel a lo largo del tiempo que se había pactado con la organización. Otra cosa sería lo inadecuado del formato, atendiendo al hecho que a lo largo de la jornada concurrían artistas tan dispares como Alanis Morisette, Manolo García o el propio Neil Young. Tampoco tiene desperdicio esa síntesis sobre la carrera de Neil Young que redacta Linés: «desde sus inicios en solitario, su entrada en Buffalo Springfield, su regreso a la soledad...» Hombre, el «cronista invisible» parece no estar al cabo que Neil Young actuó en formaciones como The Squires, llegando a compilar un material que ahora verá la luz en una suerte de antología de sus inicios profesionales y/o semiprofesionales. Claro que la guinda a semejante despropósito de crónica nos ofrece pistas de dónde pudo estar Esteban Linés a las nueve y media de la noche en adelante del sábado 30 de mayo de 2009: «Como dejó escrito en una de sus mejores canciones, la prosa de Young se resume en la máxima de Times Fades Hawai, el tiempo se esfuma, y esto es lo que caracteriza su obra, una carrera veloz, fructífera...» Quizás, a última hora, el subconsciente le traicionó y, en lugar de escribir Times Fades Away invocó al célebre archipiélago del Pacífico.
Alguien dijo que la peor de las mentiras es una verdad a medias. Pues, a mi entender, inventarse una crónica en la que, además tratas de describir emociones inexistentes («No éramos pocos quienes se emocionaron ante esta magna interpretación, diríase que casi irrepetible y que haría llorar al mismísimo Dios de la lluvia») es uno de los ejercicios periodísticos más vergonzosos que se puedan llevar a cabo. Así de lamentable a menudo se escribe la historia de un periodismo que intenta ofrecernos la verdad de lo acontecido a partir de una mentira atronadora, la servida por un «cronista invisible» llamado Esteban Linés, al que nunca he conocido personalmente y me hubiera resultado imposible haberlo hecho esa noche en la que el gran Neil Young destapó el tarro de las esencias para deleite de un público entregado a la causa... del rock. Por desgracia, Esteban Linés no lo estuvo en el ejercicio del buen periodismo, dándole sopa con ondas cada uno de los amigos de la playa que han brindado crónicas de verdadero calado sirviendo a la realidad de lo que allí ocurrió.