sábado, 18 de julio de 2009

TÚNELES DEL TIEMPO: ROSEBUD, EL VALOR SUPREMO

Casi como si se tratara de un truco de magia, aparece escrito en la bandeja del correo electrónico —lo de «emilio» sigue sin convencerme a modo de castellanización plausible de email— el nombre y apellidos de alguien que te resulta familiar, pero que habías borrado de tu agenda personal desde hacía años. Te resistías dos o tres años, pero al cuarto decidías que lo eliminabas o morías en el intento de aferrarte a una amistad del pasado cuya barca navega a la deriva, sin rumbo fijo, o ha quedado varada en una zona rocosa. Pero ese email ha tenido un elemento de «complejidad» adicional al haber sido producto de mi presencia —más forzada que pretendida— en las denominadas redes sociales, aquellas que tejen extrañas conexiones por grupos de afinidad a temas tan variopintos como la caza del cangrejo o asociarte a los nostálgicos de la serie Mazinger Z. Frente a esta retahíla de invitaciones a formar parte de estos grupos, muchos de ellos producto de una voluntad de tender puentes con el pasado, el email en cuestión me ha movido a reflexionar sobre el sentido que pueda tener volver a echar la mirada atrás con la tentación de compartir unas experiencias que nacen en la infancia y generalmente mueren en la adolescencia.
En realidad, las amistades pueden clasificarse por estratos: las que se conservan desde la infancia suelen tener nombre y apellidos; las que abarcan desde la juventud hasta la madurez, tan sólo nombres. Por eso, al leer escrito el nombre y apellidos en la bandeja de entrada del email deduje automáticamente que correspondía al primer grupo. Y a ese correo electrónico le han sucedido varios que asimismo han activado los recuerdos de un pasado sepultado entre un mar de pensamientos y que rebrotan en primer plano, después de permanecer agazapados en algún rincón de la mente a la espera de tener sus minutos, quizás sus horas o días de gloria para luego replegarse en los intersticios de esa masa amorfa que preside un órgano en exceso sobrevalorado, como diría Woody Allen en una de sus agudas digresiones de Manhattan (1979). Al calor de algunas de las lecturas que jalonan mi existencia pretérita y presente —Vonnegut, Dick, Bradbury, etc.— no me resulta difícil proyectarme en el futuro —allí está El enigma Haldane (de esperemos pronta edición) para certificarlo— y vislumbrar una reunión de ex compañeros de pupitre de la EGB en un futuro no demasiado lejano merced al efecto dominó servido por Facebook y similares. Esa foto tomada años a con una Hasselblad o una Wherlisa color que guardamos celosamente en el baúl de los recuerdos se revela la piedra roseta para que muchos años después podamos posar en idéntico cuadro cada uno de nosotros frente a ese objetivo imperceptible que procura hoy en día la tecnología digital. Pero esa imagen inmortalizada es tan sólo el espejo físico que encubre o proyecta lo que ha sido de nuestras vidas durante todo este arco temporal. La renuncia a asistir a esa hipotética reunión es una opción más que factible para algunos, temerosos que aquellas preguntas que cada uno de nosotros las realiza en la intimidad una noche sí y otra también (¿por qué...? ¿por qué...? n veces por qué?), pueden ser formuladas por otras personas que desde hacía muchos años tan sólo tenían cabida en el furgón de cola de nuestros recuerdos. Solo la ignorancia nos puede sumir en la creencia que el éxito y el fracaso son valores supremos con los que sintetizar lo que ha sido de cada uno de nosotros. La vida nos ha podido arrebatar muchas cosas, pero jamás la importancia encofrada en nuestros corazones de una infancia que marcaría el descubrimiento de tantas experiencias en común. Solo por ello, nunca me negaría a traspasar ese túnel a través del tiempo porque cada uno de los amigos de ese lejano, remoto pasado perviven en mi fuero interno; forman parte de ese núcleo indestructible de mi ser, forjado con una aleación especial, recubierta por el manto de bondad de cada uno de ellos. Muchas veces me han preguntado cuál era mi película favorita. Podría citar cien, doscientas, pero siempre reservo en primer lugar Ciudadano Kane (1941), aunque suene a tópico. Porque más allá de sus valores cinematográficos, el film conformado por un ramillete de superdotados —Orson Welles, Gregg Toland, Herman J. Mankiewicz, etc.— resume perfectamente mi pensamiento sobre la relatividad del éxito y del fracaso. Nadando en la abundancia económica y atrincherado en su torre de marfil —XanadúCharles Foster Kane, al final de sus días, lo único que parece tener sentido para él es... un trineo. Un trineo que simboliza la ruptura con el vínculo familiar más directo, los tiempos que asocia con la convivencia de sus progenitores. Cada uno de nosotros tiene nuestro particular «Rosebud», del que no queremos desprendernos jamás. La infancia, como en el caso de Kane, es el periodo que suele marcar a fuego una figura que puede formularse en un elemento tangible o intangible como la amistad. Para un servidor, ese «Rosebud» puede tener diferentes caras, pero una de ellas lleva por nombre Lacinia, y todos y cada uno de aquellos pequeños moradores durante una etapa mágica.

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