sábado, 30 de enero de 2010

EL «PAJARERO DE LEAVENWORTH»: TRAS LOS PASOS DE ROBERT F. STROUD

Reabierto, una vez más, el debate sobre la aplicación de la cadena perpetua al albur de los asesinatos acaecidos en los últimos años en nuestro país que han levantado una polvareda mediática y han creado una cierta alarma social, he regresado estos días sobre la historia de Robert Franklin Stroud (1890-1963). Su vida transcurrió entre barrotes la práctica totalidad de la misma si descontamos su infancia, adolescencia y parte de su juventud que pasó entre su ciudad natal —Seattle, en el estado de Washington— y Alaska, donde acabaría siendo acusado del homicidio de un individuo quien, al parecer, agredió a la que era su compañera sentimental, Kitty O’Brien, corista y prostituta a tiempo parcial. Desde su confinamiento en prisión en 1909, Stroud no abandonaría la vida carcelaria, aunque ya en su vejez, con la salud maltrecha (padecía, entre otros males, la enfermedad de Bright, que afectaba a su aparato renal) gozaría de una cierta libertad en el Centro Médico para Reclusos de Springfield, en el estado de Missouri. En ese punto de la historia teñida de tragedia se inicia el relato fílmico que United Artists construyó en torno a una de las estrellas de la compañía, Burt Lancaster —en el papel del propio Stroud— quien exhibía sus galones de mando no tan sólo al dar su aprobación al guión sino que se mostró inflexible a la hora de substituir al británico Charles Crichton y confiar en John Frankenheimer (uno de mis directores de cabecera) para hacerse cargo de la dirección de El hombre de Alcatraz (1962). Tanto en el prólogo como en el epílogo de la cinta Edmond O’Brien —curiosamente con el mismo apellido de origen irlandés de la primera mujer del preso (la otra sería Della Mae Jones, con la que llegaría incluso a contraer matrimonio)— adopta el rostro de Thomas E. Gaddis (1908-1984), cuya investigación sobre el personaje de Stroud le facultaría para elaborar una novela con un título impreso de inequívoco marchamo a bestseller: Birdman of Alcatraz (1955). Una de las prisiones de máxima seguridad de los Estados Unidos —conocida en tiempos como «la isla de los pájaros»— fue el último de los recintos penitenciarios que pisaría Stroud, en el que también recalarían Baby Face Nelson y Al Capone, entre otras (tristemente) celebridades de la primera mitad del siglo XX. Pero contraviniendo la lógica que dicta el título original escogido tanto para la novela como para el film para su estreno estadounidense, allí Robert Stroud no pudo dedicarse en cuerpo y alma a la pasión que había alimentado desde su primera fase de confinamiento en Leavenwoth, en el estado de Kansas: los pájaros. En realidad, Stroud debió haber sido conocido a escala internacional por el sobrenombre de «el pajarero de Leavenwoth», la prisión donde cultivaría una afición que le condujo a ser una verdadera eminencia en el campo de la ornitologia, llegando incluso a publicar —tras miles de horas plegadas a la investigación pese a condiciones de precariedad absoluta— una serie de obras de referencia, entre las cuales figuran Diseases of Canaries y Stroud’s Digest on the Diseases Birds. Éstas tuvieron traducción a la lengua de Dámaso Alonso pero su dificultad por hacerse con un ejemplar corre pareja a la suerte de hallar una copia de El hombre de Alcatraz. Por fortuna un buen amigo me hizo llegar una vieja edición (bien conservada, pese a que data de agosto de 1969) de éste, sabedor de mi vena bibliófila, máxime tratándose de incunables cuya lectura sirve para desnudar ciertos equívocos y poner en perspectiva la verdad sobre un personaje de estas características. En la página de introducción del libro publicado por Círculo de Lectores, Gaddis se refiere al propósito de escribir una obra en la que «persiste el sentimiento de que este preso y su vida están tratando de decir algo acerca del hombre». Invariablemente de la lectura de El hombre de Alcatraz se extrae una poderosa conclusión: cualquier persona puede dejar aflorar un talento que ha permanecido dormido y que algún día despierta, se manifiesta sin más. Existen infinitas posibilidades en forma de arte, naturaleza, deporte... para que una persona abandone la idea de que su función en la vida obedece a un mero impulso mecanicista, gregario, y atienda a una pulsión que nace desde su interior, una llamada que para Robert Stroud tendría el sonido del trino de un canario. Para este acusado de un doble homicidio —el segundo lo cometió en Leavenworth, cobrándose la muerte un guardia— que batió records de estancia en prisión —un total de cincuenta y tres años con sus días y sus noches—, no pudo contemplar su vida reflejada en la gran pantalla por el filtro mágico del celuloide que velaría no pocos pasajes y personajes con cierto peso en el desarrollo de la misma —por ejemplo, la ausencia de su hermano menor Marcus—. Aquella mañana soleada del día 23 de noviembre de 1963 en las cafeterías situadas en las inmediaciones de la Plaza Dealey de Dallas (Texas) algunos aguardaban la presencia de John F. Kennedy —acompañado de su esposa Jackie Kennedy—, leyendo en la prensa la noticia del fallecimiento de Robert F. Stroud. El uno conocería su ascenso a los cielos de la inmortalidad y de la mitología, y el otro ocuparía un puesto de mérito dentro de la historia de la ornitología que tan sólo alzaría el vuelo de la popularidad verbigracia de la primera novela escrita por Gaddis y de la película que dirigió con mano maestra John Frankenheimer y que, desde su filmación ya se intuía como un clásico. En paralelo, Thomas Gaddis tuvo crédito durante una larga temporada hasta que el futuro le depararía ocuparse de la vida  de otro preso, Carl Panzram (1891-1930), cuyo «material» humano daría para otra novela, convenientemente traspasada al cine —El corredor de la muerte (1997)— pero con un decalaje de más de un cuarto de siglo desde la fecha de publicación hasta el estreno de la producción interpretada por James Woods.

domingo, 24 de enero de 2010

JEAN SIMMONS (1929-2010): CARA DE ÁNGEL


Hubo algo turbador en la mirada de Jean Simmons que me inquietó y, a la par, me fascinó de ella. Su fallecimiento este pasado sábado, a los ochenta años de edad, ha supuesto para un servidor una nota de tristeza por cuanto Jean Simmons (1929-2010), desde que tengo uso de razón, ha sido una de mis actrices predilectas. Jean Merilyn Simmons fue un «animal» cinematográfico que entraría en «vía de extinción» cuando el Sistema de Estudios languideció y reparó en que las actrices que sobrepasaban la cuarentena tenían los días contados, salvo que se plegaran a participar en un segundo plano. Una realidad a la que Simmons se enfrentaría y que la llevaría a refugiarse en su adicción al alcohol. Mirarse al espejo cada día y sentir que aquel rostro angelical empezaba a corroerse en un viaje desde el «exterior» hasta el «interior» forzaría a la intérprete inglesa a un voluntario aislamiento, quebrado en puntuales ocasiones, como su presencia en la gala celebrada por el American Film Institute en el que se le tributaba un (obligado) homenaje. A la misma no pudo asistir ni Stewart Granger (1913-1993) ni Richard Brooks (1912-1992), que perecieron en tan sólo un año y medio de diferencia. Para Simmons, la pérdida de los que habían sido dos de los hombres de su vida no hizo sino acuciar su debilidad emocional y buscar amparo en los «beneficios» que le generaba el alcohol como «sedante» de un presente. Imagino que en todos estos años fuera de los focos y de la atención mediática, Jean Simmons tuvo puesto, día si y otro también, el retrovisor de un pasado que le reportaría una gloria «bendecida» por los grandes Estudios, que pugnaban por tener a la morena actriz encabezando los repartos de sus producciones. Simmons supo hacer la transición de ser un «rostro» a convertirse en una «actriz» con pleno derecho, capaz de insuflar vida a mujeres que trabajaban en el espectro del blanco y negro, pasando por una infinita gama de grises. Personalidades ambivalentes, que dejaban traslucir una bondad sin límite para, en el siguiente cambio de plano, mostrar la oscuridad y lo ténebre de sus deseos. Situada en ese frontispicio de emociones contrapuestas Simmons tuvo pocas rivales; así lo atestiguan sus papeles en Trágica obsesión (1950), El torbellino de la vida (1950), Angel Face / cara de ángel (1953) —no pudo haber tenido mejor «pareja de baile»: Robert Mitchum— y Mujeres culpables (1957), entre otros. Pero no sería hasta años más tarde cuando, a mi entender, Jean Simmons daría la medida de su potencial con tres obras de arte que el paso del tiempo no ha borrado un ápice su fuerza y su esplendor: por orden cronológico, El fuego y la palabra (1960), Espartaco (1961) y Con los ojos cerrados (1969). Historias de muy distinto cariz en las que Simmons hizo una pluscuamperfecta lectura de lo que sus directores —Brooks y Stanley Kubrick— querían que transmitieran los personajes de Varinia, la misionera Sharon Falconer y Mary Wilson, respectivamente. Por mucho tiempo que pase, no podré reproducir en mi memoria una escena cinematográfica que exprese mejor la idea de un embrionario amor surgido entre dos seres adultos como la que acontece en Espartaco entre el esclavo que da nombre al film (Kirk Douglas) y la sierva Varinia (Simmons). Alex North ayudaría a sublimar esa escena con un love theme que resuena en mi interior con la mirada puesta en la gran Jean Simmons. Esa década que se iniciaba con el estreno de El fuego y la palabra —adaptación parcial de la novela de Sinclair Lewis que significó una acerada crítica al fanatismo religioso— moriría con otra producción y dirección a cargo de Richard Brooks, dispuesto a extraer de su relación conyugal con la actriz de Desirée (1954) —llena de altibajos— un testimonio de la fina línea que separa el amor del desamor y que deriva en la voluntad de romper un compromiso que se formulaba en el altar sin fecha de caducidad. The Happy Ending es el título original de esta lúcida reflexión sobre uno más de los aspectos que incriminan a la condición humana, cuya interpretación le valió un Oscar a Jean Simmons. Si tuviera que escoger el top ten de las mejores actrices de la Historia del Cine sin duda colocaría a Jean Simmons entre éstas con los ojos cerrados. Descansa en paz allí donde estés, Jean.

domingo, 17 de enero de 2010

ROD SERLING (1925-1975): UN ESCRITOR DE OTRA «DIMENSIÓN»


La llegada al mundo de Rodman Edward Serling el día de Navidad de 1925 fue una «bendición» para todos aquellos que apreciamos su contribución en el campo del audiovisual sostenida a lo largo de un cuarto de siglo. Cuando está a punto de cumplirse treinta y cinco años de su fallecimiento, me parece de justifica regresar sobre la figura de Rod Serling, al que se le debe la confección de una serie, Dimensión desconocida (1959-1964) —Twilight Zone en su original— que he tenido oportunidad de revisar, en parte, estos días. Asimismo, cabe destacar una labor como guionista cinematográfico que, a menudo, se ha relativizado, pero que excuso decir que pocos profesionales del medio que engloban a todas las épocas pueden presentar una hoja de «servicios prestados» tan inmaculada, en la que se concentran propuestas de diversa índole: la ciencia-ficción con resabios filosóficos —El planeta de los simios (1968), aunque el impactante final corresponde su autoría a Blake Edwards, el director que figuró al principio del proyecto antes de la entrada de Franklin J. Schaffner—; la política-ficción —Siete días de mayo (1964)—, el drama pugilístico —Réquiem por un campeón (1962)—, el drama social —Patterns (1956), para mi gusto, la primera gran película que brindaron los integrantes de la denominada «Generación de la televisión»— e incluso un drama que alcanza la realidad de nuestros días —The Man (1972), en la que una cadena de (fatales) acontecimientos llevan a un senador de raza negra (James Earl Jones) a ser presidente de los Estados Unidos—.
Después de haber pasado medio siglo desde la emisión del primer capítulo de Twilight Zone el observar cómo hoy en día la serie creada por Rod Serling —cuyo embrión había sido The Storm, un experimento catódico que se desarrollaría en los modestos platós de una emisora local de Cincinati, Ohio— alberga una serie de temas que nos mueven a reflexionar, a interrogarnos sobre nuestro propia naturaleza es indicativo de su vigencia. Salvo excepciones, cada episodio de las primeras cinco temporadas son como «cápsulas» que no sobrepasan la media hora de duración, ofreciéndonos un abanico de temas de una extraordinaria riqueza, pero con preferencias hacia los viajes en el tiempo —Back There (1961), The Odyssey of Flight 33 (1961), A Hundred Years Over the Run (1961), Once Upon a Time (1961), No Time Live the Past (1963)—. Un tema que Richard Matheson —uno de los guionistas más recurrentes de la serie, junto a Charles Beaumon— desarrollaría en diversas novelas y relatos cortos. De los ciento cincuenta y seis episodios que conforman la primera etapa de Twilight Zone —emitidos (no la totalidad de los mismos) en su día por el canal autonómico de TV3— difícil resulta señalar preferencias entre tan excelsa oferta servida, a veces, de una forma muy distinta en su concepción visual en función del director de turno —por allí desfilaron Stuart Rosenberg, Richard Donner, John Brahm, Lamont Johnson e incluso Jacques Tourneur, por citar algunos que habian dado o dieron el paso a partir de entonces a la gran pantalla—, pero es harto improbable borrar de la memoria algunos capítulos. Entre éstos, señalaría Nightmare at 20,000 Feets (1963) —con guión de Matheson y dirección en el haber de Donner— que Joe Dante adaptaría para su segmento de En los límites de la realidad (1983); Number 12 Looks Just Like You (1964), confeccionada bajo el ascendente de Aldous Huxley al presentar una sociedad futura que ha dado con el elixir de la eterna juventud al calor de haber eliminado cualquier rastro de enfermedad—, The Invaders (1961) —con música de Jerry Goldsmith y nuevamente Matheson al mando del script—, en el que campan a sus anchas figuras extraterrestres para pasmo del personaje encarnado por Agnes Moorhead, o The Obsolete Man (1961), de aires bradburianos en la confección de una sociedad que prohibe la práctica de la lectura. Rod Serling participó en la confección de numerosos guiones para una serie que tras la muerte de su creador se ganaría la aureola de mítica. Para muchos escritores y cineastas Dimensión desconocida no pasaría inadvertida; la visión de la misma en sus etapas de infancia y adolescencia estimularía una capacidad creativa que «explosionaría» años más tarde. Baste el ejemplo de Stephen King, en cuyo subconsciente debió permanecer un pasaje de The Trouble with Templeton (1960), en la que un veterano actor de Broadway (Brian Aherne) regresa al año 1927 donde se recrea un escenario muy similar al que acontece en la Habitación Azul de El resplandor (1977), o el capítulo Mute (1963), cuya premisa argumental —en la que cohabitan la telequinesia y la piromanía— encontraría inspiración para Ojos de fuego (1980). Sendos relatos que llevarían la rúbrica de King acabarían transfiriéndose al medio cinematográfico, del que Rod Serling se despedía con la narración en off —no acreditada— de El fantasma del paraíso (1974), otra de las producciones de enjundia en las que participó el escritor neoyorquino, artífice asimismo de otra serie, Galería nocturna, de menor repercusión a todos los niveles. La muerte le sobrevino a los cincuenta años al sufrir un ataque al corazón en la mesa del quirófano. Más allá de los confines del planeta tierra, en paralelo a una constelación de estrellas descansa Rod Serling. El lugar natural para este creador perteneciente a otra dimensión.... desconocida para las nuevas generaciones salvo que alguna distribuidora —pienso en Atelier 13 o Absolute— se digne a editar el póker de temporadas que Rod Serling presentaría exhibiendo sus hechuras de serious man, al estilo de su coetáneo Edward R. Murrow.

domingo, 10 de enero de 2010

JOAN LAPORTA: LA HOGUERA DE LAS VANIDADES

La publicación de Unió Esportiva Sant Andreu (1909-2009) —en conmemoración del centenario de un club de fútbol histórico de la Ciudad Condal vinculado para siempre más al barrio de parte de mi familia— ha permitido fijar el día en que despertó en mi un sentimiento de barcelonismo que ha ido arraigando con el paso del tiempo. Aquella noche de primavera de 1980 asistí a un partido amistoso que enfrentaba a la Unió Esportiva Sant Andreu con el FC Barcelona en el campo que se pasaría a denominar ese mismo año Narcís Sala merced al empeño personal de mi abuelo, Josep Mº Aguilera, y de otros directivos de la entidad deportiva para la que sirvieron de forma altruista durante varias temporadas. Aquellos improperios e insultos servidos desde la grada debieron hacer mella en mi fuero interno; sin entender las razones de aquel odio visceral para con un equipo integrado dentro de una misma comunidad, ese episodio marcaría mi posterior filiación —que nunca pasión desaforada— que ha «hollado» la «cumbre» de los éxitos deportivos en 2009 con una gesta irrepetible: seis de seis títulos posible tanto a nivel nacional como internacional. A partir de entonces, el Barça se conviritió en mi equipo favorito junto con el Sporting de Gijón, que aquella temporada 1979-80 ya dejaba constancia de sus hechuras de gran equipo y se formulaba para brindar su particular década prodigiosa, que incluiría una final de la Copa del Rey que le enfrentaría con el equipo blaugrana —un tanteo final de 1-3 favorable al club catalán— y con Enrique Castro González, Quini, con el «corazón partido». Por aquellas fechas, en las lindes de la veintena Joan Laporta (1962) y Sandro Rosell (1964) vestían la camiseta cuadribarrada del Sant Andreu en la categoría de juveniles. Pero los caminos de ambos les condujeron fuera de los terrenos de juego de las divisiones situadas por debajo de la categoría de Oro y Plata, a resguardo de pasearse por los campos de dios de la geografía catalana. Convertido en un «Chico del ESADE» el uno, y en licenciado en Derecho el otro , Rosell y Laporta encararon la última década del siglo XX con una clara motivación: la creación de un movimiento de oposición que derrocara al presidente del FC Barcelona Josep Lluís Núñez, instalado en la poltrona blaugrana desde finales de los años setenta. Así nació L’elefant blau, dispuesto a aglutinar alianzas en el ámbito de los sectores más disconformes con la gestión del nuñismo. Aquel trabajo impregnado de voluntarismo daría sus frutos en 2003, toda vez que la gestión del relevo en la presidencia del empresario constructor, Joan Gaspart —segundo de a bordo de Josep LLuís Nuñez, con permiso del venerable Nicolau Casaus— hizo tocar fondo en las formas de una entidad que vendía y sigue vendiendo la imagen de ser més que un club. Una vez proclamado máximo dirigente del FC Barcelona, el contraste entre Gaspart y Laporta era abismal a favor de éste último. El fondo y la forma corrían en paralelo en el ánimo de un Joan Laporta y su equipo directivo que supieron transmitir el orgullo de pertenencia al barcelonismo sin necesidad de recurrir a consignas de cariz político-partidista. Pero apenas un lustro ha sido tiempo suficiente para dejar al descubierto el material humano del que estaba construido aquel imberbe futbolista que alimentaba sus opciones de convertirse en futbolista  profesional en las categorías inferiores de la Unió Esportiva Sant Andreu. Fruto de una ambición desbocada que ha ido creciendo al albur de su popularidad, Laporta ha acabado siendo presa de la imagen del hombre incapaz de descabalgarse del estatus que le procure una notoriedad y una proyección pública tantas veces soñada. Para este tipo de personajes no importa los cadáveres que queden en la cuneta con el fin de lograr sus propósitos: una hermandad quebrada con Sandro Rosell, el que había sido su compañero de vestuario en el Sant Andreu; un montón de directivos que habían compartido su gestión de oposición al frente de l' Elefant Blau... En un ejercicio de desvergüenza absoluta, Laporta en los últimos meses ha utilizado el FC Barcelona como plataforma para sus intereses de irrumpir como un elefante en una cacharrería en la vida política una vez concluya su mandato presidencial. Laporta es el vivo ejemplo de cuán peligroso es caer en esa hoguera de las vanidades cuando el triunfo y el éxito sobrevienen a uno merced a una labor, no se olvide, colectiva. Para él todo vale en el sentido de situarse en más allá inclusive de los postulados  de Esquerra Republicana de Catalunya e incluso de Reagrupament.Cat en aras a enarbolar la bandera de un independentismo que aboge por la creación de una «nació independent, lliure i sobirana». Me atrevo a vaticinar que la deriva nacionalista llevada hasta las últimas consecuencias arrastrará consigo a Joan Laporta hacia un barrizal de difícil salida. Luego, llegará el silencio y el recuerdo para quien fue el Presidente de las «Seis Copas«, enterrado en su propia ambición cuando aún no hubiera alcanzado su cincuenta aniversario. Enterrado, eso sí, con las cuatro franjas rojas sobre fondo amarillo que distinguen la equipación de ese modesto club de barrio del que el año pasado se cumplió su centenario y que dejaría en las páginas de su libro de reciente publicación la anécdota de que por sus escalafones inferiores deportivos pasaron Joan Laporta y Sandro Rosell. Temps era temps.

domingo, 3 de enero de 2010

OLAF STAPLEDON (1888-1950), A PROPÓSITO DE «JUAN RARO»


Al regresar sobre Juan Raro (1935), un libro que me había cautivado en su momento ―al inició de una década que se cerró hace unos días―, he podido constatar que esa primera «impresión» permanece intacta. Bien es cierto que para esta segunda lectura me he detenido en algunos aspectos que debí haber pasado por alto y que me llevan a la certidumbre que su autor, William Olaf Stapledon (1888-1950) no perseguía un refinamiento estilístico sino que su condición de escritor de primera clase dentro de la literatura británica del siglo pasado se debe a una perspectiva filósico-social que alcanzaría en grado sumo a influir en futuras generaciones de literatos e incluso científicos. Es una obra descargada de florituras que recoge el testigo de escritores de finales del siglo XIX en su querencia por alternar indistintamente voces en primera persona dentro del relato, la que corresponde al personaje que da nombre a la misma y el de un periodista que describe el meteórico ascenso al conocimiento infinito de quien se sabe un elegido entre centenares millones, un Homo superior.
Los movimientos políticos y sociales que se dieron en Alemania a principios de los años treinta no pasaron por alto para Olaf Stapledon, advirtiendo esa escalada hacia el totalitarismo que denunció en varios de sus ensayos y libros desprovistos del cuerpo de ficción de Juan Raro. Stapledon, quien se inspiró en el mito del «Superhombre» de Friedrich Nitzsche a la hora de tejer el sustrato filosófico de Juan Raro ―desde una lectura muy distinta a la que hicieron en su tiempo los ideólogos del nazismo―, nos relata en su masterpiece los distintos cambios de naturaleza de un chico que alumbra la idea de la creación de una raza humana superior a la del Homo sapiens. El concepto del viaje, de la aventura como señas de identidad comunes de los escritores de fantaciencia a caballo entre el siglo XIX y el XX ―Jules Verne, Herbert George Wells, etc.— aflora en Juan Raro de la mitad para adelante del libro. Nacido en la península de Wirral ―en las proximidades de Liverpool, la ciudad donde se emplearía en el servicio postal— seis años después que falleciera Charles Darwin, en Juan Raro se desprende un conocimiento previo por parte de Stapledon de la vida y milagros del naturalista británico. Tanto el Skid como el Beagle surcaron las aguas del Pacífico; el uno lo hizo desde la realidad mientras que el otro navío lo haría desde la desbordante imaginación de Stapledon, ese «hacedor de historias» que se alineó con el pensamiento filósofico opuesto a las sinergias autoritarias y totalitaristas que negaban el efecto de un aprendizaje calibrado en función de potenciar el individualismo. Intuyo que la obra de Stapledon ha sido vital para que ese árbol de infinitas ramas que compete a la ciencia-ficción hayan brotado con fuerza a lo largo de más de un siglo. Pero, a diferencia de algunas especies de árboles centenarios, la que pertenece a este género literario se sitúan fuera del alcance de la mirada de los humanos. Algunos escritores supieron escarpar en el terreno y observar en carne viva esas raíces de geometría irregular: tan sólo tomando como muestra este Juan Raro nos podemos apercibir que Arthur C. Clarke tuvo en Stapledon uno de sus ascendentes en la manera que El fin de la infancia (1955) o un buen puñado de sus relatos cortos y largos, se nutren de su contenido filosófico-especulativo; Philip K. Dick debió reparar en la idea de los seres con poderes telequinésicos para plasmarlo en los precongs de El informe de la minoría.
Juan Raro, interpreto, puede ser un buen acercamiento a la obra de Stapledon, que al menos por lo que concierne a sus piezas literarias con derivaciones hacia la novela han sido publicadas en su integridad bajo el paraguas de Minotauro. La última y primera humanidad (1930) ―dentro de la colección «Utopías»―, Hacedor de estrellas (1937) y Sirio (1944) completan el «cuadro» en el que se sustenta el prestigio de Stapledon, que el paso del tiempo ha reforzado y lo ha situado a rebujo de visionarios europeos como Jules Verne o George Orwell.
Invitación a ir al enlace de la web de Ediciones Minotauro referido a la obra publicada de Olaf Stapledon.