domingo, 25 de abril de 2010

«LAS 9 EDADES DEL ROCK»: NUEVO PROYECTO

Hago mía la frase-epitafio de Rainer W. Fassbinder que solía decir, ante el alud de proyectos a los que se enfrentaba a cada mes vencido, «ya descansaré cuando haya muerto». El sentido de la autocomplacencia nunca ha formado parte de mi ideario y no renuncio a creer que, como me comentaba el otro mi buen amigo Jaume Carreras, tan sólo estamos al principio del camino. La pasión divulgadora, eso sí, prevalece incólume en mi forma de ser con especial inclinación por la música de calidad que nos dejó el siglo XX. Tras Neil Young: una leyenda desconocida (2009), el paréntesis de un cierto sosiego no ha hecho más que ir madurando un proyecto que, si los hados son propicios, verá la luz en formato papel a principios de noviembre de 2010. Siempre he sido remiso a las obras corales, pero en este caso la justificación es total por cuanto Las 9 edades del rock (portada provisional) —el working title con visos a imponerse para su publicación— precisa del concurso de otras dos personas que contribuyan a trazar ese recorrido por el rock a lo largo de una sesentena de años. Y a fuer de ser sinceros, Daniel Ruiz y Jaime Sirvent representan una «bendición» dado que sus conocimientos enciclopédicos —del primero ya tuve constancia el año pasado al entrar en contacto con él para ir perfilando el libro de Mr. Young; del segundo no tardaría en descubrirlo—, y que trabajarán en buena parte de los capítulos de los que consta Las 9 edades del rock. Es evidente que existen obras de referencia en lengua castellana sobre la materia, pero una vez más la perspectiva del paso del tiempo nos debe facultar para saber leer la evolución de este género musical en función de unos criterios esencialmente artísticos. A partir del ecuador del siglo pasado formalizaría su ingreso en la nómina musical un fenómeno que ha cautivado a diversas generaciones. La obra tiene visos de servir de referente para algunos de las mismas, y por lo que concierne a mi contribución se circunscribirá a la escritura de un par de capítulos, además de hacer el trabajo de coordinación con la editorial, corrección de estilo y apéndices al texto madre. Uno de los trazos diferenciales de Las 9 edades del rock para con las obras que he consultado en este primer trimestre del mes es que abundan, por lo general, los lugares comunes, por ejemplo, del rock sinfónico, dedicándoles espacios muy reducidos que no se corresponden con la importancia que adquirió desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta esta corriente/fenómeno musical hoy en día pasto del olvido. De este capítulo me ocuparé en solitario, haciendo una introspección sobre el rock sinfónico que espero resulte didáctico para aquellos aficionados a la música de rock y que complete la visión de los que el conocimiento sobre el mismo se sitúe en un escalafón superior. Por consiguiente, Yes, Genesis, Marillion, Emerson Lake & Palmer y Pink Floyd, pero también grupos menos populares como Barclay James Harvest, PendragonAsia se ofrecerán a mis oídos en los sucesivos meses haciendo bueno el título del álbum de Jethro Tull, ese «grupo satélite» de tantos planetas musicales: Living with the past. Un pasado lejano que vuelve como un reflujo con la voluntad de hacer la mejor publicación posible sobre esa música rock evaluada en nueve «edades». Para ello doy por descontado que Jaime y Daniel afilarán sus oídos y se dejarán seducir por esa infinita paleta musical con reminiscencias folkie, de r&b y country. Primera «parada» en calidad de escritores de libros para ambos que, a buen seguro, tendrá continuidad en el futuro. Por mi parte, al final de ese camino musical —septiembre de 2010— se situará la escritura de la segunda parte de El enigma Haldane, perteneciente a la «trilogía Haldane». Por aquellas fechas, la primera parte podría aterrizar en las librerías. Pero todo ello no me hace perder de vista www.cinearchivo.com, más que nunca erigiéndose en ese Rosebud particular e instransferible... ese trineo cargado de tantas sensaciones encontradas pero con la fuerza de la ilusión aún intacta.

domingo, 18 de abril de 2010

ADOLESCENCIA PERPETUA: LA INSOPORTABLE LEVEDAD DE SER... PETER PANES

Al correr de los tiempos de crisis que vaticinaba su desarrollo en forma de «L» en un anterior post, aflora más que nunca las miserias y la grandeza del ser humano. La respuesta a las mismas tiene diferente pronóstico en función de los indicadores macroeconómicos, aquellos que evalúan parámetros tales como el modelo de la flexibilidad laboral, el bienestar social, los flujos de inmigración y un largo etcétera. Puesto en perspectiva todo ello sitúa al estado español en el furgón de cola de la Unión Europea, junto a Portugal y Letonia —relegando a Grecia a otra categoría—, cuya recuperación económica se intuye en un horizonte aún lejano. Pero existen otros datos que no son relevados por los analistas de la macroeconomía y que, a mi entender, tienen un peso significativo del porqué no disponemos de los recursos humanos suficientes para superar esa pirámide de piedra que parece infranqueable y que de hacerlo nos situaría a un nivel de productividad más cercano al de los países escandinavos, Alemania o nuestra vecina Francia. Difícilmente en estos países se concentran tantos «Peter Panes» por metro cuadrado como en el estado español. A propósito de la aparición en el mercado de Peter Pan puede crecer: el viaje del hombre hacia la madurez (2010, Editorial Grijalbo), su autor Antonio Bolinches ha señalado en distintos medios que entre un 40 y un 45% de los jóvenes varones que van de la horquilla de los veinticinco a los cuarenta años se corresponden, en mayor o menor grado, con la definición que toma el nombre del célebre personaje creado por J. M. Barrie. Es en estas franjas de edades se crean las sinergias necesarias para la creación de empresas donde la capacidad de iniciativa debe primar y el riesgo debe ser entendido como un componente que favorezca al crecimiento y la maduración de la persona que lo lleve a cabo. Si el fracaso asoma —algo que no solo es probable sino posible en un contexto económico globalizado con una fuerte competencia— ese debe ser un acicate para levantarse y volver, ya con la experiencia acumulada en nuestras respectivas mochilas, a intentarlo con mayor ilusión si cabe. Pero aún rebajando el porcentaje de «Peter Panes» indicado por Bolinches, podemos dar por válido que un tercio de la población masculina situada en esas franjas de edad quizás lo intente una sola vez o ni tan siquiera eso, replegándose en los cuarteles de invierno de una inmadurez que lejos de ceder, se perpetua en una mente adolescente. Aquella mente que abjura del compromiso, que repite sistemáticamente esos rituales que empezarían a labrarse a la salida de la escuela o del instituto, intercambiando experiencias en el tablero de mando de las televisiones o de las consolas de videojuegos, pero orillando esas vivencias que comprometen al corazón. He observado con atención ese mundo que hace de las trincheras del conformismo su ideal y reacciona ante las dificultades con la rabieta propia de un adolescente, escondiendo la mirada y cruzándose de brazos, al tiempo que balbucea algún que otro improperio cuando la fortuna no les sonríe en el plazo y el tiempo estimado. Desde la madurez, la vida es mucho más complicada porque ponemos en perspectiva muchas más cosas de las que la adolescencia biológica nos ha legado: calibramos y sentimos un afecto creciente por esos padres que lo han dado todo por nosotros; tomamos conciencia de nuestra mortalidad; sabemos que mantenerse o superarse es más importante que llegar; creamos un espacio para la solidaridad con nuestro entorno social... Dibujamos, en definitiva, un círculo de compromisos que juegan a favor de obra de un país que camina hacia la madurez. Pero ese viaje sigue siendo sistemáticamente omitido por un considerable sector de los santos varones de nuestro país. Quizás algunos encuentren las soluciones en el ensayo de Bolinches para empezar a hacer las maletas y poner rumbo a un camino que se sitúa en dirección contraria al Wonderland de Lewis Carroll o al Peter Pan de J. M. Barrie. Mientras tanto, sigo observando con pesar a esas personas que alcanzarán edades provectas sin haber destapado el tarro de la madurez, perpetuándose en una adolescencia que les hace creer más sanos, naturales y encantados de sí mismos. Por mi parte, prefiero seguir mostrando en mi rostro las heridas del campo de batalla, caerme y volver a levantarme, tomar conciencia que la vida está salpicada de trampas y obstáculos que vencer. Y a veces me pregunto, qué sería de este país sin esas mujeres que siguen tejiendo esas redes de madurez que contrarrestan la multiplicación de los Peter Panes y los peces, parapetados en sus campanas de cristal. Solo puedo decir: gracias a ellas, una vez más.

sábado, 10 de abril de 2010

MANSON REVISITED: LAS FLORES DEL MAL

Hace pocas fechas me situé frente al televisor para contemplar, casi sin proponérmelo, una recreación —muy al estilo de los tiempos de la «era digital»—, en forma de docudrama, de la historia relativa al asesinato de Sharon Tate y de algunos de sus amigos. Un crimen múltiple atroz perpetrado por «la familia» de Charles Milles Manson, el descerebrado (lo de cerebro lo dejo para los amantes de la perversión del lenguaje que buscan acomodo en las redacciones de los media) nacido en Cincinatti, Ohio, en la primavera de 1934, cuyo historial delictivo ya llenaba un par de folios antes de cumplir la mayoría de edad. Dada mi nula afición por el gore estuve tentado por cambiar de canal, pero Manson (2009), sin ser un dechado de virtudes, habilita una recreación de lo que supuestamente sucedió dejando fuera de campo la carnecería producida en el interior del inmueble de Cielo Drive el 9 de agosto de 1969. A esas horas de la noche, sabiéndose que su esposa Sharon Tate estaba a punto de dar a luz, la lógica dictaba que Roman Polanski hubiera acompañado a su esposa y sus amigos en común en una velada en que, intuyo, la esperanza debía iluminar el rostro de la rubia actriz en avanzado estado de gestación. Compromisos profesionales de Polanski lo habían retenido, empero, en las Islas Británicas donde trabajaba en el proyecto de El día del delfín, que finalmente recaería en manos de Mike Nichols, otro cineasta con pasado europeo. A los ojos de Charles Manson y su «familia» otro día, pero el del «Juicio Final» había llegado para Sharon Tate, Steve Parent, el peluquero Jay Seybrig, Abigail Fogler y Voytek Frykowski.
Desde aquella lejana vigilia de reyes en la que descubrí por primera vez esa joya cinematográfica con un sugerente títullo, La semilla del diablo (1968) —pocas veces un director ha sido tan certeramente escogido como Roman Polanski para ésta: la visión de Repulsión (1965) demandaba de inmediato que él hiciera una adaptación de la novela de Ira Levin—, me ha acompañado una cierta curiosidad por saber qué conexiones existentes hubo entre la propuesta cinematográfica dirigida por el francopolaco y la acción perpetrada por un grupo de fanáticos que abrazaba un culto satánico. En ocasiones imaginé que Charles Manson —como en su día había hecho Lee Harvey Oswald en relación a Suddenly (1954)— visitaba la sala oscura donde se proyectaba La semilla del diablo, y ahí pudo ir retroalimentando su vena satánica que luego administraría, en forma de lavado de cerebro, a sus groupies descarriados. La visión de una embazarada Rosemary (Mia Farrow) que posee en sus entrañas la semilla del diablo quizás hubiera activado el dispositivo más oscuro a reguardo de la mente de Manson; la cerilla que encendería una fogata de irracionalidad en torno a la que se concentraría «la familia». Pero en la mente de estos depravados el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta. Su zizagueante paso por la vida más bien les llevaría a lanzar los dados y sobre un tapiz de cenizas aún con un aliento de incandescencia el número que podría leerse desde un plano zenital del mismo era el 6 pero por triplicado. La señal de la bestia que llamaba a rebato para la comitiva de zombies que se personaron (sic) en la vivienda de Sharon Tate y consumaron su locura. El documental de marras muestra la recreación de los hechos adoptando el punto de vista de Linda Kasabian, quien no participó directamente en los crímenes y acabó siendo un testimonio para apresar y posteriormente condenar al resto de «la familia» . En semipenumbra la cámara del documentalista Neil Rawles capta el testimonio de Kasabian, quien expulsa la infinitésima parte del dolor contenido en su interior durante cuarenta años por no haber podido evitar semejante carnecería, que tendría un siguiente capítulo —ya con la participación física de Manson— al día siguiente en la vivienda del empresario Leno LaBianca y de su mujer... curiosamente llamada Rosemary. Una más de esas curiosidades que bañan de opacidad la realidad del móvil de unos crímenes en serie que asestaron un nuevo golpe al sueño americano de esos años orlados por el ideal del hippismo. Y un ejemplo más de la conclusión que he llegado desde hace tiempo: a determinadas edades, cuando uno se instala en la treintena o la cuarentena, el sentido de la venganza se apodera de las mentes como el líquen que se aferra a la roca. Pero, al menos, para el común de los mortales esas son pequeñas venganzas que quedan al descubierto cuando nos mostramos impasibles al no celebrar un triunfo personal desviando nuestros pensamientos hacia esos episodios del pretérito imperfecto. La de Manson, sin embargo, fue una venganza de proporciones satánicas: por una infancia arrebatada en que el calor materno y paterno brillaron por su ausencia, que acabaría teniendo el toque de gracia cuando las discográficas hicieron caso omiso a sus «bondades» vocales y compositivas. El Beach Boys Dennis Wilson y Neil Young (curiosamente nacido el mismo año que el homicida: un 12 de noviembre) trataron de hacer viable la aspiración de Manson, pero sin éxito. El músico que nunca fue (a pesar de haber llegado a publicar algunos discos, iniciada la serie con Lie: The Love and Terror Cult con la intención de cubrir los costes del juicio) sigue purgando sus pecados en prisión. A lo largo de este largo cautiverio (cadena perpetua obliga) se ha pestado en puntuales ocasiones a posar bajo los focos de las cámaras, pero no la de Rawles, que ha tenido en Kasabian la principal «aliada» para sacar adelante esta producción canadiense que me ha devuelto la mirada sobre esa locura cosecha del 69 para escarnio de la condición humana. Ese «juego triste» que reza en uno de los estribillos de Loose at Your Game Girl —el tema de apertura de Lie (1969), versionado años después por Guns N’ Roses—, que acabaría trocándose en un juego macabro por para de esa secta cuyos miembros lucían en la parte trasera de sus orejas las flores del mal...