domingo, 9 de mayo de 2010

LO QUE LA VERDAD ESCONDE: BANDAS SONORAS DE CINE DE OTROS TIEMPOS... MUSICALES

Al escuchar en directo el concierto que el pianista Nicolai Lugansky ha ofrecido en el Auditori de Barcelona, su versión del Concierto nº 2 en C Menor de Sergéi Rajmaninov (1873-1943) me he vuelto a preguntar hasta qué punto Nelson Riddle tuvo en mente esta pieza del romanticismo tardío para dar cobertura a su banda sonora de Lolita (1962). Vista la contribución artística de Riddle, distinguida más desde el plano como adaptador —labor por la que obtuvo un Oscar— y arreglista —especialmente significativa su contribución para con la obra de Frank Sinatra— que la de compositor, cabe el beneficio de la duda pero se presume toda una evidencia que se le apareció un ángel en forma de C Menor al tiempo que Stanley Kubrick le iba marcando los parámetros musicales por los que debía conducirse la que sería la primera de las adaptaciones para la gran pantalla de la monumental novela de Vladimir Nabokov. Evidentemente, a esas alturas del siglo Kubrick aún no había adquirido el pedigrí de melómano que le haría olvidarse de emplear temas musicales escritos ex profeso para el celuloide por parte de compositores profesionales y se fundamentaría, a partir de 2001: una odisea del espacio (1968), en el empleo de fuentes de música clásica. Buen conocedor asimismo de la historia del cine soviético, el realizador neoyorquino no se le hubiera pasado por alto —en el caso que su erudicción musical en el área de la clásica y del jazz le permitiera reparar en otros estilos, como el pop-rock de los ochenta—que el sustrato compositivo del tema Russians para el álbum The Dream of the Blue Turtles (1985) —el primero en la cuenta de Sting tras la separación de The Police— era claramente un plagio de un pasaje de Alexandre Nevski (1938), de Sergéi Prokofiev (1891-1953). Gordon Mathew Summer, en arte Sting, ni tan siquiera se molestó en colocar en los créditos de agradecimiento de su álbum de debut en solitario a aquel insigne compositor que trabajara de forma asidua con otro Sergéi, Einsenstein, «padre» del montaje cinematográfico. De montárselo bien va la cosa cuando Bill Conti —conductor musical de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas y artífice del celebérrimo main title de Rocky (1976)—, ni corto ni perezoso, amuebló su banda sonora de Elegidos para la gloria (1983) con los armónicos de Los planetas de Gustav Holst (1874-1934), otra pieza clásica que tan sólo con nombrarla convoca a la reverencia. Situaciones de este jaez en el debe de compositores, digamos, de segundo o tercer rango, el plagio puede ser una moneda de curso común. Pero a esta dinámica tampoco escapan los grandes nombres de la música de cine —la que Lalo Schifrin, con buen criterio, señalaría como la música clásica del siglo XX—, no tanto al enfrentar las composiciones de sus obras entre sí; se trata más bien de agudizar el oído en la línea de establecer conexiones con músicas de otros tiempos. Sólo de esta forma, por ejemplo, la sombra de duda planea sobre el tema principal de Nacido el 4 de julio (1989) (Ir a enlace) que pasó de ser entronizado por un servidor a rebajar su valor ante la escucha de la Fantasía de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams (1872-1958) (Ir a enlace), que el australiano Peter Weir escogiera para apuntalar el sustrato dramático de Master and Commander (2001)... al otro lado del mundo, los Estados Unidos, se situaría el epicentro de la polémica cuando Georges Delerue demandó a Quincy Jones por copiar el precioso tema al piano de A las nueve, cada noche (1967) (Ir a enlace) para dar lustre a la banda sonora de El color púrpura (1985) (Ir a enlace). De hecho, Delerue tuvo argumentos sobrados para haber atendido a otras demandas, pero pareció conformarse con una sentencia a su favor para este soberbio compositor francés desplazado temporalmente del «territorio François Truffaut» cuando el menudo cineasta prefirió contar con los servicios de Bernard Herrmann. La música según Herrmann, cuyas páginas han sido de las más socorridas por infinidad de colegas o pseudocolegas —pienso en Richard Band, esa figura parasitaria de la música de cine de serie Z— de profesión, al arbitrio de propuestas de terror o thrillers que parecían susurrar la voz de ese trepidar de las cuerdas que alcanzaría categoría de cliché al año siguiente de haberse estrenado Psicosis (1960). Al menos Danny Elfman —por motivos óbvios— y Alan Silvestri tuvieron el «decoro» por haber emprendido un calco musical de los formalismos compositivos de Herrman casi cuarenta años después en un par de producciones finiseculares, Psicosis (1998) y Lo que la verdad esconde (2000). Esa verdad sobre la música clásica, desde los barrocos hasta los soberbios profesionales que engrandecieron la época dorada de Hollywood y de otras latitudes, cuyo desconocimiento esconde un rosario de plagios que pasan apercibidos como piezas majestuosas en el haber de «intocables» y menos «intocables».

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