sábado, 19 de junio de 2010

THOMAS HARRIS: UN CLÁSICO CONTEMPORÁNEO

Mi interés por la obra de Thomas Harris (1940, Cleveland, Missisissippi) se remonta algo más allá de la puesta de largo de la afortunada adaptación cinematográfica de su tercera novela. Al haber leído alguna que otra reseña en papel en la era pre-internet, busqué por distintas librerías de Barcelona un ejemplar de El silencio de los inocentes (1988) pero sin suerte. Las muecas de desconcierto de aquellos libreros pronto mutarían a dibujar una media sonrisa meses, quizás un año más tarde cuando El silencio de los inocentes por la «gracia divina» de su versión cinematográfica, marcando una curva ascendente en la cuenta de resultados de Lauren Films. Al cabo, vi levantar el Oscar® (en diferido) a Ted Tally —repitiendo idéntica fortuna que la acontecida con Sucedió una noche (1934), aunque mi admirado Anthony Hopkins no las tenía todas consigo en esa velada; Nick Nolte, a su lado, se iba ajustando la corbata— y me pregunté cuánto tardaría el guionista de frente despejada en llamar a Thomas Harris para compartir con él semejantes honores en forma de dorada estatuilla. Como su creación literaria Hannibal Lecter, Harris debió responder para sus adentros: Quid pro quo. Digamóslo de forma clara y meridiana: sin el fenómeno cinematográfico no se hubiera dado el fenómeno literario.
Revisada en estos días Hannibal (1999), la esperada continuación de El silencio de los inocentes, he corregido un tanto a la baja (noto la ausencia de figuras metafóricas o alegóricas para darle más enjundia literaria) mi primera impresión sobre las prestaciones de una novela que ofrecía lo mejor de sí en aquellos capítulos recreados en una ciudad, Florencia, donde es fácil caer preso del Síndrome de Stendhal. Harris lo debió «experimentar» en sus propias carnes porque allí se pasó una larga temporada de incógnito, persiguiendo la llama de la inspiración antes que ésta se apagara hasta nuevo aviso. A falta de enfrentarme algún día a la lectura de Hannibal: el origen del mal (2006) —de hecho, él mismo escribió un guión cinematográfico como paso previo a la escritura del texto novelado—, puestas en perspectiva cronológica, cada nueva novela de Harris me parece mejor trabajada, a nivel narrativo, que la anterior. Una evolución que no siempre se corresponde con la andadura profesional de uno u otro escritor, pero que en el caso de Thomas Harris demuestra hasta qué punto su obstinación y su tenacidad le han llevado a abandonar «tierra santa» de la mediocridad —Domingo negro (1975), revestido de un estilo periodístico bastante discutible— para ser «bendecido» por los lectores de todas latitudes, razas, condiciones sociales y niveles culturales. Esa «bendición» que parece caminar en sentido contrario a determinada crítica literaria, «alérgicos» a los bestsellers o los longsellers del presente siglo y de la segunda mitad del pasado, soslayando la circunstancia que William Thackeray, Charles Dickens, Henry James o Nathaniel Hawthorne, por citar algunos prohombres de la literatura angloamericana, ganaron buena parte de su reputación en función del número de ejemplares que vendieron no tan sólo una vez consumado el deceso sino en vida. En el año que Thomas Harris cumple su setenta cumpleaños no tengo por menos que plegarme a su maestría a la hora del bosquejo psicológico de sus personajes, del que Hannibal Lecter destaca sobremanera. Una creación literaria en toda regla que ha pasado a la galería de los personajes intemporales. No cabe duda que el retrato psicológico de Hannibal Lecter no nace de sobreponerlo al de un asesino del siglo XX. Es, en definitiva, un compendio de muchos de ellos, aunque aquellos relatos de la crónica negra en cuyo epicentro se situaba William Coyneserial killer y practicante del canibalismo—, el «monstruo» local de Mississippi en los tiempos de la Gran Depresión debieron hacer mella en Thomas Harris. Solo la mente de Thomas Harris conoce las piezas que utilizó para construir ese puzzle mitad humano, mitad demonio que el cine colocaría el rostro de Anthony Hopkins. Jeffrey Dahmer «el asesino de Milwaukee», Tsutomu Miyazaki, Ed Gein... y el propio Harris —distinguido Cordon Bleu en alta cocina en París y, a decir de sus más allegados, con unos modales exquisitos y de un carácter solitario— crearon esa forma semiterrenal que si en el papel nos estremece en la gran pantalla nos sitúa en las cavernas del miedo. Un miedo ancestral, primitivo que Harris estudió desde su infancia. Una infancia recorrida por el placer que le proveía la lectura —Polly, su madre, asevera que lo hizo a partir de los tres años— de esos textos de todo tipo, con una progresiva decantación —ya en su etapa juvenil— por los tratados de criminología y por los clásicos. Para un servidor, él ya pertenece a esta categoría, aunque solo fuera por El silencio de los inocentes y en parte, Hannibal. Gracias, Thomas.

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