domingo, 22 de agosto de 2010

JAVIER MARÍAS Y LOS CABALLEROS DE LA MESA «REDONDA»

Para su envestidura en la Real Academia de La Lengua con el fin de ocupar la letra «R» que había quedado vacante, el escritor Javier Marías (Madrid, 1951) hizo gala de su erudición al citar a Robert Louis Stevenson para luego sintetizar su parecer en torno al arte de escribir: «es imposible narrar acontecimientos reales; solo puedes contar un montón de historias verdaderas sobre algo que jamás haya ocurrido, algo inventado e imaginado». Dejemos, pues, volar la imaginación por un momento y pensar qué tal sentarían unos premios literarios si, en lugar de ser distinguidos con unos bienes crematísticos se retribuyera al galardonado con un título nobiliario. En esta concesión de títulos de alcurnia se cuidaría el linaje de su destinatario hasta armar un cuerpo de figuras que descollaran en distintas disciplinas artísticas y, de tal guisa, conformar una suerte de «hermandad» de la cultura diseminada por distintos rincones del planeta. Toda una premisa a seguir, sin duda, para alguien con alma de escritor que haga de lo soñado su refugio inviolable. Por obra y gracia de John Wynne Thyson, Javier Marías se vio involucrado a partir de 1997 en una rocambolesca historia que cumple fehacientemente su máxima sobre la literatura. Suena a realidad inventada, pero como narra el propio Marías en su página web (http://www.javiermarias.es/) esa idea que podría vestirse en forma de premisa para una hipotética novela, se dio gracias a un mar de coincidencias. Presto a abdicar de sus compromisos como garante de los derechos del Reino de Redonda, Wynne Thyson hizo a Marías depositario de los mismos sin, al parecer, que terciara transacción económica de por medio. Digamos que Marías cumplía ciertos requisitos para ser depositario de tal distinción, que remito a los interesados a la lectura de la susodicha página web. El primer propietario habia sido Matthew Phipps Shiel(l) (1865-1947), nativo de la isla de Montserrat, quien movido por su figura paterna, Matthew Dowdy Shiell, se hizo acreedor del Reino de una isla diminuta por donde peregrinaban corsarios y piratas con el propósito de ocultar sus tesoros o hacer un alto en el camino. Matthew Phipps accedió al trono en su adolescencia y, al cabo de muchos años, convencido de que su horizonte vital empezaba a nublarse legó el título a su discípulo John Gansworth, así como los derechos de autor de su prolífica obra. Hay pocos asuntos tan perniciosos para un aspirante a escritor que los de gestionar la obra de otro escritor, de tal manera que Gansworth pronto se plegó a una vida licenciosa, expidiendo certificados de reinados a trote y moche desde su centro de operaciones, esto es, unos cuantos pubs sitos en Londres. Mientras sostenía la pinta en una mano con la otra daba validez a documentos relativos al Reino de Redonda que tuvieron distintos receptores, lo que se llamaría una estafa en toda regla. Marías, quizá movido por la idea de que la renuncia al título pudiera acarrear de facto su expulsión del reinado de los escritores que se saben universales —Henry Miller y Dylan Thomas, entre otros, habían sido agraciados por parte de Gansworth con semejante distinción cuando las urgencias económicas aún no le atosigaban en demasía; más tarde la cosa derivaría hacia otros terrenos...—, aceptó el Reino de Redonda en las postrimerías del siglo pasado. A lo largo del primer lustro del presente siglo Marías pareció dedicido a que el Reino no cayera en desgracia y tuvo la brillante idea de expedir, a su vez, Duques y Duquesas de Redonda entre distintos colegas de profesión —A. S. Byat, Arturo Pérez Reverte, Ray Bradbury, Eduardo Mendoza, etc.— pero también a cineastas —Pedro Almodóvar, Francis Coppola (un Reino con segundas o terceras lecturas: el de Megalópolis), Agustín Díaz Yanes,...— con el ánimo de crear una «hermandad de la intelectualidad». Me temo que con las obligaciones que comporta su puesto en la Real Academia de la Lengua, su columna semanal en El País y el dar cabida a la confección de sus propias obras, al bueno de Javier Marías poco fuelle le debe quedar para seguir manteniendo en alto la antorcha del Reino de Redonda. Parte de estas obligaciones parece cumplimentarlas con la confección desde 2000 de una editorial que toma su nombre. En la misma se han publicado algunas de las obras de M. P. Shiel, como La nube púrpura (2005) —una de las primeras propuestas de la novela llamésmola contemporánea que toma un escenario postapocapílptico; el primer tenedor del Reino de Redonda había tomado la delantera a Cormac MacCatrhy y su La carretera hace más de un siglo— y una compilación de cuentos fantásticos bajo el genérico La mujer de Huguenin (2000). Lo bueno del caso es que a Marías la aceptación del Reino de Redonda de manos de Wyte le ha comportado que se despreocupara sobre los asuntos relativos a los derechos de autor de Shiel dado que todo iba en el mismo «paquete». Una jugada redonda, sin duda, para el escritor madrileño que más de una tarde habrá contemplado un cielo cubierto de nubes de color púrpura en su voluntad por rendir tributo al escritor cuya huella permanece adherida a la superficie de ese Reino bañado por las cálidas aguas de las Antillas.

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