viernes, 24 de diciembre de 2010

EL CINE SE MUEVE: «LA LEY SINDE» O LA «LEY DE LOS SIN DERECHOS»

En tiempos, aquellos tocados por un sentimiento visionario o por un Don que les hacía situarse por encima del resto de mundanos, se habilitaban un espacio en los aledaños de las iglesias o en el centro de las plazas como tribuna de una oratoria que dejara boquiabiertos a unos, y pensativos a otros, todos ellos arremolinados en torno a esas figuras mesiánicas. En los albores del siglo XXI, los gurús-visionarios cobran relevancia en otras tribunas, las virtuales de un mundo que ya no parece tener sentido, cara a la modernidad, sin la presencia de internet. La red ha definido un nuevo espacio de comunicación en que se puede tener, por ejemplo, a nuestro alcance centenares, miles de artículos o noticias que hablen de un mismo tema ocurrido en el curso de ese mismo día. De hecho, gran parte de esos gurús vaticinaban o siguen sosteniendo que en un plazo medio los diarios en formato papel —máxime por el paulatino encarecimiento de la materia prima— desaparecerían de la faz de la tierra de la comunicación, refundiéndose en ediciones digitales que permitirían, a su vez, una interactividad para con el lector y/o suscriptor del periódico de turno. Para alguien como un servidor que siempre ha sostenido que las sociedades pueden cambiar pero el ser humano sigue preservando ese instinto primario de noble salvaje —según los enunciados de las propuestas cinematográficas de Stanley Kubrick, que suscribo al cien por cien—, no hay razones para pensar que dejemos de abandonar el sentido de que somos animales de costumbres. Hemos sido programados desde nuestra creación para dirigir nuestras vidas hacia un sentimiento de posesión, de formar parte de un clan, de crear escudos de vanidad, egoísmo y recelo a lo diferente. Solo el tratar de empatizar con los demás —un ejercicio que requiere de una firme voluntad de descodificar ciertos comportamientos enquistados en nuestro ADN—, de ponernos en el lado del otro, nos permite que esa coraza se resquebraje y anidemos en nuestro fuero interno un sentimiento de solidaridad, de favorecer al prójimo. Pero ese sentido de empatía lo practica una parte muy reducida de la población llamada civilizada y más aún cuando azota con fiereza la crisis, como ese río cuyo caudal se ha desbordado arrasando con ilusiones, esperanzas, deseos, anhelos... sueños, en definitiva. En nuestra genética se haya codificado ese replegamiento a favorecer exclusivamente al clan cuando los tiempos no son favorables en lo económico. En estas situaciones de amarga realidad, al cruzar, por ejemplo, el umbral de una tienda de ropa o de electrónica, nos puede sobrevenir el pensamiento de robar un determinado objeto o pieza, e ipso facto tomar las de Villadiego. Pero el sentido común envía una orden contraria al cerebro, disuadiéndonos de poner en práctica semejante pensamiento. Pero, amigo, de puertas para adentro de nuestros hogares internet no es un campo abonado a reprimir nuestros instintos y nos podemos dejar ir por ese mundo libre, entrando en un espacio confuso donde todo vale y nada vale... Y allí sentimos la necesidad de experimentar con ese concepto inveterado de la rebeldía juvenil (a la que muchos no han renunciado a abandonar: Peter Pan Alive!) que desafía al poder jerarquizado por los adultos. Ellos hacen las leyes y colocan las reglas, ergo toca desafiarlas... No será en un supermercado pero sí a resguardo del anonimato en una habitación a oscuras cuya única fuente de luz emana de la pantalla del ordenador. En la CPU del mismo se almacenan discos duros repletos de películas que aguardan un visionado sine die. El 95% de ese material no son películas que la cinefilia, cuando no la cinefagia, impele a bucear por la red en aras a encontrar ese tesoro oculto de un director checo o polaco que uno había seguido en su adolescencia pero el silencio a nivel de edición se ha instalado por los tiempos de los tiempos en torno a esa obra. Siempre he creído que el primer mandamiento de un buen aficionado al cine es amarlo... ¿Realmente esas personas que se bajan sistemáticamente películas de la red y los almacenan en sus discos duros aman el cine? Mi respuesta es NO. De la misma forma que podemos ir a un restaurante, y nos concienciamos del trabajo que conlleva realizar infinidad de platos bien elaborados y mejor presentados, si atendiéramos cada uno de nosotros al rodaje de una producción cinematográfica, razonaríamos el ingente trabajo que comporta... Y ahí no acaba todo, porque entra en juego un proceso de posproduccion que se puede alargar meses... He visto personas que hacen acopio de 7-8 DVD’s sacados de las bibliotecas públicas porque seguramente sus finanzas no estén demasiado boyantes, pero al menos alguien ha pagado —en realidad, a través de los impuestos extraídos de los contribuyentes— a esa empresa distribuidora y, por tanto, a sus creadores. Esos mismos que entran en un Starbuck Coffee y apoquinan 6 € por dos cafés con leche luego ven en una gran superficie un título que simplemente les haya gustado un precio similar y se dicen para sí mismos, «bueno ya me lo bajaré o ya la tengo en el emule, que más da». Claro que se podrá justificar que al estar en un Starbuck se cultivan las relaciones personales. Pero, ¿qué hay de la cultura de valorar el esfuerzo de los creadores? No conozco a un solo joven que no haya aspirado a crear algo en un momento de su vida. Que se apliquen, pues, el cuento y se vean años, lustros después desamparados porque su música, sus obras, sus creaciones, circulan gratis por la red. Todo tiene su retorno en nuestras vidas y esa comunidad de internautas que visitan asiduamente los caladeros de las páginas de descargas de películas con una intención muy determinada, en un futuro no demasiado lejano, ya en su etapa de adultos, clamarán al cielo de la pobreza de contenidos auiodivuales de cantidad de producciones por mucho que lo tridimensional crea un efecto ilusorio. Y un ruego para esos recurrentes visitantes de emule y sucedáneos: que no escriban en sus perfiles de Facebook en el apartado de aficiones «cine»; más bien sería aconsejable, «Bajadores de películas a tiempo parcial por obra y gracia de la divina providencia de un mundo libre»... Ser un auténtico aficionado al cine equivale a mucho más que visionar títulos: lleva implícito un comportamiento ético, moral y un respeto para con los creadores de obras que, a menudo, actúan como nuestra segunda memoria. El problema o la solución al tema de las descargas, pues, radica en la integridad y concienciación de las personas y se deberia evitar a toda costa que una ley como la que lleva el segundo apellido de Ángeles González (Sinde), la actual Ministra de Cultura, llegara ni tan siquiera a tramitarse. Poner rostro al enemigo es lo peor que pueda suceder de cara a esa comunidad de internautas que circulan por la red con sus barcos de ignominia surcando los mares y con la calavera negra luciendo en lo más alto del mástil, mientras infinidad de gente de la indústria del entretenimiento se ahoga en las profundidades abisales de un océano llamado internet que se presume el «Sangri-La» de la democratización de la información, pero que al mismo tiempo potencia exponencialmente a diario pseudoaficionados de un arte centenario como el cine. Con las nubarrones que se adivinan en el futuro para sus creadores dudo que tenga ni tan siquiera visos de que se llegue a conmemorar el bicentenario del Séptimo Arte. Su indústria habrá quedado desballestada por aquel entonces si el buen juicio del ser humano y sobre todo de sus capas más jóvenes no lo remedia.

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