domingo, 30 de enero de 2011

L. A. CONFIDENTIAL: «LOS SIETE PECADOS» DE ALBERT DEKKER

La lista de títulos (re)visitados de la filmografía de Anthony Mann ya va siendo larga y, por ventura, hasta la fecha prácticamente ninguno me ha provocado un poso de insatisfacción. Mi última aproximación al cine de Mann me la procuraría el visionado de Las furias (1950). Por esas insondables coincidencias que se ofrecen en la vida, esta semana he escuchado, a la espera de que el sueño me venciera, la trágica y, a la par, estrambótica historia radiada por Fausto Fernández en un programa de Onda Cero Catalunya, en torno a Albert Dekker (1905-1968), uno de los actores que intervinieron en esa producción manufacturada por Mann previa a su batería de ilustres contribuciones al western con la presencia ante las cámaras de James Stewart. Buena parte de los seguidores de la actualidad cinematográfica les resultará familiar el nombre de Fausto Fernández a través de sus contribuciones mensuales en las páginas de la decana de las publicaciones especializadas en la materia en España, esto es,  Fotogramas, en las que destila un conocimiento abrumador sobre la historia del Séptimo Arte, saliendo por lo general al auxilio de un anecdotario que no conoce límites en el amplio sentido del término. Su seguimiento esclavo de la actualidad aún nos ha privado, empero, de la publicación de su particular versión castiza del Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, sin duda, una de esas obras que deben encabezar su biblioteca. A la espera de consumarse algún día esta publicación que Fausto debe a la historiografía cinematográfica en su derivación más camp, el poder recrearnos en sus locuciones radiofónicas sobre esos «juguetes rotos» del Hollywood «babilónico» es tan sólo un pequeño aperitivo de la ironía, sagacidad y, porqué no, mala milk que se gasta el genial periodista por el que tengo un gran respeto y admiración desde los tiempos en que ese bar del insti se «oficializaba» como el confesionario para evacuar las primeras inquietudes cinéfilas.
Recién salido de la etapa R. E. M., la escucha de la biografía de Dekker pasada por el filtro de Fausto me parecía algo así como si Tim Burton, Quentin Tarantino y Pedro Almodóvar hubieran cruzado sus mentes y hubieran alumbrado un guión al que un buen puñado de productores bregados en la «jungla urbana» allén del otro lado del Atlántico no harían ascos a su financiación. Pongamos que Fausto colocara en el puchero biográfico de Dekker alguna que otra especie de más. Vale. Pero con todo, Albert Dekker se consuma en el barrizal de las horror stories de aquellos intérpretes que poseían una doble vida fuera de los platós y de los escenarios, librados a una orgía de excesos que, lejos de remitir con los años, tomaban si acaso un cariz más macabro y truculento. Su apego por las prendas femeninas prácticamente pasa como un private pleasure «venial» frente a sus tendencias paedófilas que las hubo y en distintos continentes. Sus asuntos librados en la intimidad del hogar con uno de sus hijos es otro de esos episodios que le dejan el corazón helado al más pintado. Su intento redención, cuando no de coartada política, le sirvió de bien poco porque su cruzada contra la corrupción moral en Los Ángeles —recién estrenado su cargo por el partido Demócrata a su regreso del sudeste asiático durante la Segunda Guerra Mundial— pronto topó con el backmail al que fue sometido por parte de la Mafia de raíces italianas que iba asentándose en la ciudad californiana con el acelerador funcionando a todo gas. Las series televisivas y las series (muy) B del celuloide le propiciarían un eventual refugio para este característico con su imagen pública mancillada. Pero el depredador sexual que viajaba en su interior no se apearía de su errático camino. De tal guisa, un episodio sucedido en una granja durante el descanso de una producción rodada en exteriores acabó por darle la estocada (casi) final a un prestigio labrado, en primera instancia, en los teatros. Ya proyectados a 1968 —uno de las annus horribilis de la historia contemporánea de los Estados Unidos: Robert F. Kennedy, Martin Luther King...— cuando Sam Peckinpah le pidió que participara —no sin reservas— en el rodaje de Grupo salvaje (1969), Albert Dekker poco menos que era una sombra de sí mismo. Con los treinta mil dólares cobrados por su concurso en Wild Bunch Dekker, sin haber concluido su compromiso, abandonó de improviso la zona fronteriza donde tuvo lugar la elaboración de esta magnum opus de Peckinpah. La sombra de sospecha planeaba sobre su presunta responsabilidad en la autoría de la muerte de su primogénito. Por este y otros asuntos, Albert Dekker decidió emprender el vuelo, pero su trágico destino estaba al doblar la esquina. Ese mayo de 1968 para Albert Dekker no tuvo un componente festivo, de celebración, sino más bien todo lo contrario. Quizás para evitar que el escándalo salpicara la carrera comercial de Wild Bunch, la realidad de aquel momento es que se cubrió con una mentira la razón del fallecimiento de Dekker. El tema se despachó como «un accidente doméstico» en las páginas de necrológicas de los rotativos y de las revistas especializadas de la época. El tiempo sacaría a la luz ese x-file, dictaminando que el suicidio había sido la verdadera causa por la que Albert Dekker dejaría de contarse entre los vivos un día indeterminado de ese mayo del 68. Un suicidio que venía acompañado por un ritual que hubiera suscrito la «familia Manson» de no ser por el detalle de puro fetichismo sexual en forma de lencería femenina al que tanta afición le había cogido Dekker. En eso, Dekker era correligionario de Edward Wood, el personaje que se dio a conocer en medio mundo merced al film dirigido por Burton. A propósito de una crítica que escribió para Seqüències de cinemacult review que dirigió un servidor años a— sobre Ed Wood (1994), Fausto Fernández dejaba deslizar en su tramo final una sugerencia de proyecto en que el equivalente patrio a un director del calibre del autor de Glen or Glenda (1955) —un papel por el que hubiera suspirado Dekker— hubiera podido ser Ignacio F. Iquino. De las múltiples anécdotas que se sucedieron en los estudios CIFESA cuando Iquino se situaba en su etapa de esplendor, Fausto podría cubrir diversos episodios de ese libro de Babilonia que aguarda a ser escrito por uno de los pocos capacitados para ello. Eso sí, en el momento que libre las galeradas al editor de turno y las imprentas se pongan a todo tren para dar cabida al nacimiento de ese, vaticino, longseller, Fausto Fernández deberá cruzar la frontera y presumiblemente buscar destino en alguno de esos rincones del sudeste asiático donde Albert Dekker dejó (tristemente) su huella que nos guiaría hasta su suicidio cumplidos los sesenta y tres años. Lo irónico y, a su vez, trágico del caso es que había escrito la forma de su epitafio en uno de los títulos de su poblada filmografía en el que dio la talla: Yo soy mi asesino (1947). Años antes, otro título, Seven Sinners («Siete pecados») sintetiza lo que se convertiría su otra vida cuando los focos no iluminaban su rostro de naturaleza sibilina y poseedor de un turbador encanto.

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