domingo, 27 de febrero de 2011

«LA (CON)SAGRADA FAMILIA» DE CINEASTAS EN EL «CEMENTERIO DE LOS ELEFANTES»

Rise and Fall. Como en tantos órdenes de la vida, indefectiblemente los intérpretes y los directores están sujetos a describir esa curva en sus respectivas trayectorias que presenta una punta de crecimiento artístico para luego ir declinando. Esas fases agudas de esplendor artístico suelen localizarse para los actores en la orquilla que va desde los treinta a los cincuenta años mientras que para las actrices se suele acortar esta franja temporal; con la llegada de la menopausia, por desgracia, se marca el ostracismo profesional para la mayoría de ellas salvo que la cirugía plástica obre pequeños milagros liofilizando rostros que reclaman formar parte del «Museo de la Eterna Juventud». En el caso particular de los directores, una racha de producciones que se anunciaran como el no va más en circuitos de festivales basta y sobra para «canonizarlos» entre un sector de la crítica y del público enrrocado en la idea de que cada temporada toca preservar la moda de descubrir «algo» o «alguien». Señales inequívocas de esa modernidad que bebe de las fuentes de lo efímero mientras que no pone en valor la importancia de que las obras de los artistas se pueden ir sedimentando con los años, con los lustros, con los decenios... Este sería el caso de Robert De Niro —uno de mis actores de cabecera, dicho sea de paso—, que durante los primeros meses de 2011 ha participado en el rodaje de Red Lights, dirigida por Rodrigo Cortés, y que me temo lleva camino de ganarse plaza en lo que he dado en denominar «la (con)sagrada familia de los cineastas en el cementerio de los elefantes». Esos paquidermos de la profesión, sobre todo aquellos que se han colocado tras las cámaras (De Niro lo ha hecho en dos ocasiones hasta la fecha)  que tienen en la Ciudad Condal uno de esos destinos que enciende el dispositivo del piloto de alarma si supieran el fatalismo que envuelve a Barcelona y sus alrededores cuando toca montar una producción cinematográfica de cariz internacional en periodo finisecular o en el tramo que llevamos de siglo XXI. Cuando se certificó que De Niro vendría a rodar a Barcelona, me dije: «otro más.. y van...». Lamento este fatalismo que envuelve a mi ciudad, pero un somero repaso de lo acontecido con estos rodajes de proyección mundial, vendidos a bombo y platillo a través altavoces gubernamentales, de city halls con membrete socialista in ilo tempore y medios de comunicación acólitos a los poderes políticos de turno, deja al descubierto que las cosas no son las que parecen. Veamos. Susan Seidelman se descubría como adalid de una nueva generación de mujeres cineastas en los años ochenta hasta que decidió fijar su cámara en la Ciudad Condal para su Tardes con Gaudí (2001). A partir de entonces no ha levantado cabeza, refugiándose en las tvmovies. Whit Stillman paseaba palmito de auteur por Barcelona manufacturando obras para la middle class culta y refinada a partir de su ópera prima en que mostraba a la ciudad cosmopolita post-olímpica. Bastaron dos producciones más para que Stillman, instalado en territorio catalán, desapareciera del mapa cinematográfico. Esa misma osadía intelectual que acompañaba al bueno de Stillman se contagiaría en el ánimo del galés Peter Greenaway, quien se las prometía felices con su proyecto multimedia Las maletas de Tulse Tupper. Las maletas acabarían por extraviarse en la Estación del Norte y del Greenaway-cineasta (sic) poco más se ha sabido desde entonces. Pero el mayor «mérito» se lo lleva Filmax. A modo de la historia de Los diez negritos de Agatha Christie, la Factoría Fantastic Fantasy se llevaría por delante a Jack Sholder, Stuart Gordon y Brian Yuzna. Toda esa operación de prestigio contratando directores norteamericanos (si bien Yuzna es filipino de nacimiento) que habían tenido sus puntas de éxito —a las que me refería en la entradita de este post— en los ochenta, caería en saco roto al medio plazo porque aquellos productos manufacturados con sede en Barcelona, fuera de la península ibérica, eran directed to DVD, un mercado insuficiente a la hora de generar dinero con el propósito de poder tapiar esas vías de agua abiertas en el Titanic de la producción-exhibición catalana, que una vez colisionado con ese iceberg en forma de entidades bancarias dispuestas a ajustar cuentas, se va irremisiblemente a la deriva. Eso sí, antes del juicio final tienen previsto estrenar Copito de nieve. Mientras los veteranos visitantes al Zoo de Barcelona siguen imaginando al gorila albino en su particular «jaula de oro» años después de su muerte, a unos pocos kilómetros de este espacio adyacente al parque de la Ciudadela el cementerio se va llenando… de elefantes cinematográficos, algunos de ellos, pesos pesados de la industria como Robert De Niro en un declive más pronunciado que el Salto del Ángel donde rodó La misión a mediados los años ochenta cuando aún no le había perdido el gusto por el disfraz. Red Lights, sin duda, deviene un título profético de lo que se otea en el horizonte cinematográfico del italoamericano, si bien su inmenso talento le puede redimir en forma de un papel o varios papeles que hagan justicia al desarrollo profesional de Robert De Niro en esa franja de edad a la que aludía con anterioridad. Pero difícilmente esta circunstancia se da en las personas de Sholder, Greenaway, Seidelman, Gordon, Yuzna, Stillman…que han enfilado camino del «cementerio de los elefantes» después de haber estampado en sus respectivos «pasaportes» destino Barcelona, la que sigue siendo para un servidor una de las ciudades más extraordinarias que conozco. Lo cortés (con minúsculas) no quita lo valiente.

domingo, 20 de febrero de 2011

UN VIAJE POR EL TIEMPO A 70 POR HORA: UNA VIDA SOÑADA Y RECORDADA

Al ir quemando etapas en nuestras vidas el sentimiento de melancolía y de nostalgia se apodera de cada unos de nosotros como un(a) amante posesiva que clava sus tentáculos sobre nuestro corazón. En la juventud relativizamos la importancia de una infancia y de una adolescencia determinante para nuestro desarrollo, pero es en la madurez cuando evaluamos que esa etapa contiene la llave que da sentido a nuestras formas de actuar, de comportarnos y expresarnos. Con el filtro de la nostalgia calibrada, pues, desde la madurez, ese viaje hacia el pasado vira hacia líneas más estilizadas, agradables, sin nubarrones que amenacen sobre ese lienzo que contiene cada uno de los paisajes de nuestras vidas en sus fases primarias. Ahora, más que nunca, siento el pálpito de ese nuevo mundo que se abrió para un servidor a las puertas de una anhelada democracia. Sin la sombra alargada del poder embriagador y, a la par, alienador, de las nuevas tecnologías, esa infancia discurrió por los senderos de una constante y persuasiva experimentación trufada de juegos y de practicar multitud de deportes. Disfrutaba de esas mañanas de invierno cuando el sol embellecía los azulejos de los patios interiores y disfruté cada instante de aquellos veranos infinitos. Lo más cercano a un mundo virtual podría ser esas máquinas de comecocos instaladas en los bares a las que nunca hice demasiado caso. Pero, para el resto, el mundo resultaba tangible. Las bicicletas obviamente eran para el verano; los programas dobles de cine vestían nuestros sábados por la noche; la naturaleza no actuaba como una intrusa en nuestras vidas  sino que formábamos parte de ella; un puñado de canicas podían, como un fuego primitivo, encender una llama que perdurara toda una tarde. Cuando leo algunos textos de Ray Bradbury veo pasar los fotogramas de esa etapa de mi vida llena de luminosidad y que marca la llave de la persona que creo ser. Conocer los orígenes de cada uno es determinante para saber a dónde queremos llegar. Muchos lo olvidan por el camino, quedando atrapados en un remolino de vanidad y soberbia. Cromos. Cine con esos fotogramas torneados de colores desvaídos que presidían  los vestíbulos de las salas comerciales. El primer beso. Las canciones de Joan Manel Serrat, de La trinca. El olor de las nuevas equipaciones de fútbol que era sinónimo de estrenar un verano. Dire Straits y su Tunel of Love. Jethro Tull y su flautista de Hammelín, Ian Anderson. Las cintas de casette de Whitesnake. Deep Purple y su Made in Japan. Las paletas de madera que propulsaban decenas de metros esos artilugios alargados acabados en sus extramos en punta. El barón rampante de Italo Calvino. Los madelman. Mazinger Z. Los ángeles de Charlie alumbrando ese espacio celestial. Amo esa época de mi vida, de esos años setenta y de las primeras estribaciones de los ochenta. Allí está la arcilla con la que fui moldeado. Entendí que la vida es música, cine, teatro, familia, amigos, amar, literatura, deportes, pensar, creer, razonar…
Instalados en la Gran Depresión —no tan sólo a efectos económicos sino a nivel de escala de valores— por mucho que cierta clase política que se resiste a abandonar el poder trate de desviar la atención de esta lacerante realidad, empiezo a tener dudas más que razonables de si podemos dar por zanjada la idea de que la etapa de esplendor creativo del siglo pasado volverá a darse en un futuro, digamos, al corto o medio plazo. Pienso más bien que pasaremos por una larga y tormentosa etapa de decadencia. Hubo un tiempo que en el insti se hablaba en el recreo de músicos auténticos: Peter Gabriel, Sting, Mark Knopfler, Eric Clapton, Patti Smith, Dave Gilmour... Que alguien destinada a (Lady Gaga) ocupar plaza fuera de su horario laboral en algún que otro karaoke las viernes o los sábados de madrugada sea quien reine en el mercado musical es como para echarse a temblar. En tantos ámbitos de la cultura, la mediocridad, se intuye, el denominador común de esta recién estrenada década y las que vendrán a continuación. En algún lugar del tiempo creí reconocer el esplendor de todo aquello en lo que creo y que sigo aferrándome. Años 70-principios de los 80. That’s Right. Muchas de las cosas que hago y seguiré haciendo buscan la inspiración en aquel periodo donde las luces se imponen a las sombras por abrumadora goleada.

domingo, 13 de febrero de 2011

LA SERPIENTE... ¿Y EL ARCO IRIS?

El mismo año que el atentado de Hipercor a cargo de ETA copaba las portadas de los rotativos de la época, el mercado editorial dejaba un minúsculo hueco para una modesta propuesta titulada El enigma Zombi (1987), del etnobiólogo canadiense Wade Davis, publicada con anterioridad en lengua inglesa bajo el título original The Serpeant and the Rainbow («la serpiente y el arco iris»). Treinta y cuatro años más tarde de aquella barbarie que produjo un efecto catárquico en el seno de la sociedad española —sobre todo entre ciertos sectores catalanistas-independentistas que aún seguían visualizando el fenómeno terrorista vasco con un sentimiento ambivalente—, la serpiente (el ofidio que se enrosca sobre un palo en vertical, a modo de anagrama/matasellos de ETA) y el arcoiris (sinónimo de un nuevo status quo tras una tormenta que ha durado varias décadas) parecen darse la mano, en su sentido alegórico, verbigracia de Sortu, la nueva (ejem) formación política destinada a aglutinar el voto de la izquierda Abertzale... si logra legalizarse.
 A estas alturas, al común de los mortales que hemos crecido sabedores de que ETA era y sigue siendo un tumor a erradicar dentro del organismo democrático (con todas las comillas que queramos) del estado español, la sola idea de que su correa de transmisión lea un comunicado con un sentido de solemnidad y con la imagen de no haber roto un plato, esgrimiendo en su programa electoral que condena cualquier tipo de violencia, huele a ejercicio de pura operación de marketing electoral. Desde 1998 una docena de marcas blancas han tratado de refundar Euskal Herritarrok, pero ninguna llegaría a saborear las mieles del triunfo en forma de legalización atendiendo a que ETA no había hecho una declaración solemne por abandonar la lucha armada. No hay mal que cien años dure, pero no sé que pensar sobre el futuro de ETA si el PNB se hubiera perpetuado por los tiempos de los tiempos en el poder de las instituciones vascas. Casualidades de la vida, con el PNV descabalgado del gobierno autonómico merced a un acuerdo contranatura —en lo político— o a favor de natura —en lo cívico, humanista— entre PPV (Partido Popular Vasco) y PSV (Partido Socialista Vasco), la presión sobre la oganización terrorista ha aumentado aritméticamente ya sin la aquiescencia de una Ertxantxa —policía autonómica vasca— que en muchas ocasiones miraba para otro lado cuando la serpiente asomaba la cabeza y mostraba su lengua viperina fuera del cesto de mimbre. En su defensa, se podría esgrimir que obedecían órdenes de los estamentos políticos y más concretamente de personajes tan siniestros como Xabier Arzalluz (la maldad dibujada en su rostro por montera), pero para eso estaban los sindicatos de policía para haber sacado a la palestra no pocos asuntos turbios que daban oxígeno a una ETA alimentada por distintos conductos. Pero la mayoría de éstos han sido obturados (el jurídico, el policial tanto en Francia, otrora santuario de los mal llamados gudaris, como en suelo español) y con ello ETA vive una lenta agonía que busca en la sala de la UVI el brazo tendido de su fiel Herri Batasuna (o cualquiera de sus derivaciones) para intentar que las constantes vitales no sufran un vuelco que resultaría, a todas luces, irreversible. Parece que el moribundo, sabiéndose en las últimas, ha realizado un acto de constricción en forma de declaración de tregua y, por consiguiente, expediendo ese salvoconducto que lleve a Sortu a participar de la actividad política en los foros de gobierno de ayuntamientos, diputaciones e instituciones varias. Los más cándidos pensarán que con una declaración de condena expresa de todo tipo de violencia basta para que Sortu tenga acceso a los fondos económicos dispuestos por ese país que en lo más profundo de su ser odian. Para los que hemos ido observando con el discurrir de los años ese fenómeno simbiótico entre ETA y sus distintos brazos políticos —a modo de un doctor Octopus— no es más que una estratagema de pura ingeniería jurídica que oculta la bajeza de unos individuos —por mucha corbata que se anuden— que ni sienten, ni padecen ni se conmueven un ápice por las víctimas del terrorismo, aquellas que sus correligionarios de la capucha asesinaron o trataron de asesinar con el ánimo de colocar más plomo sobre esa balanza del terror a la hora de negociar con los distintos gobiernos democráticos. Llegará, esperemos, algún día en que esas víctimas del terrorismo sean resarcidas en parte de su dolor en un acto donde aquellos que ahora promueven la legalización de un partido de la izquierda abertzale se coloquen (literalmente o figurativamente) de rodillas y se den cuenta de que la condena del terrorismo y de ETA en particular tiene carácter retroactivo. Solo a partir de entonces veré con buenos ojos la legalización de Sortu o sucedáneos. De momento, basta y sobra con Aralar en representación de esa izquierda abertzale que quitó del cesto hace tiempo esas manzanas podridas inoculadas por el veneno de la serpiente etarra.

lunes, 7 de febrero de 2011

MELODÍAS DE SEDUCCIÓN: JOHN BARRY (1933-2011)

En no pocas ocasiones la extrañeza que provoca para algunos escuchar una banda sonora fuera del contexto para la que ha sido concebida ha planeado en varias conversaciones sobre música. Por lo general, cuando se enciende esa chispa con invitación a prender al hilo de este tipo de conversaciones he interiorizado en mi discurso en pos de la música de cine habilitada para ser escuchada en la lejanía de las salas de cine, o en el cónfort acústico y sensorial que ofrece una sala de concierto, casi en primer término el nombre del insigne John Barry (York 1933 - Nueva York 2011). En muchos sentidos, Barry y Henry Mancini contribuyeron a popularizar la música de cine en los años sesenta con esa combinación de temas jazzísticos, y asimismo imbuidos del pop melódico practicado por la nueva vanguardia musical focalizada en la costa Oeste de los Estados Unidos y en las Islas Británicas. Pero mientras Mancini trataría de rentabilizar su contribución al Séptimo Arte dando cabida a una producción discográfica que se valía de sus propios arreglos para ser tocada en big bands, Barry comprendió que su compromiso para con el cine, aquel que le había marcado desde temprana edad su padre —proyeccionista de profesión—, no tenía billete de retorno. Es, por tanto, tarea imposible definir la evolución de la música para la gran pantalla en el último tercio del siglo XX sin contabilizar la contribución de John Barry. Los acérrimos detractores del mainstream en su derivación cinéfila —con o sin demasiado entusiasmo de lo que emane en el pentagrama para ser acoplado al celuloide o al soporte digital— suelen recurrir a las composiciones de John Barry como sinónimo de propuestas almibaradas, que se solapan unas con otras. The Scores Remains the Same sería la conclusión a la que no pocos llegarían sin reparar en el conocimiento de esas piezas que el autor británico iría diseminando a lo largo de su trayectoria profesional, a modo de subterfugios con los que tratar de equilibrar en la balanza su participación en grandes producciones con producciones de capital financiero bajo o mediano. En realidad, esa distinción nada importa a un servidor porque John Barry demostraría su portentoso talento en cualquier tipo de propuesta, siempre que hubiera un rastro de humanidad al que seguir y, por consiguiente, repercutir en forma de una melodía precisa no necesariamente formulada a rebujo de la inspiración al piano sino, por ejemplo, con el empleo de la armónica en Cowboy de medianoche (1969). Puede resultar un tema baladí, pero la melodía representa uno de los principales puntos de anclaje para que una película pueda eternizarse en nuestra mente. Y un film puede recordarse por una escena, una secuencia entera, un instante, una interpretación... pero también por su melodía, sobre todo cuando aflora un sentimiento romántico. Para un país como el nuestro en que la mayoría de sus directores ni siquiera situarían a John Barry entre sus 30 músicos de cine favoritos —algunos se les haría cuesta arriba citar una docena—, para un servidor si el maestro inglés se hubiera dejado seducir por los cantos de sirena de algún productor local seguramente a día de hoy contabilizaríamos esta aportación foránea entre las partituras más recordadas del cine español de todos los tiempos en un espacio yermo para la melodía escrita ex profeso para la gran pantalla, dejando al margen el cancionero patrio. Ese punto fuerte De Barry bien lo conocían allén del otro lado del Atlántico, y desde mediados los años sesenta hasta veinte años más tarde, el astro británico trabajaría sin descanso en el cine estadounidense, permitiéndose puntuales aportaciones a las producciones de su país —sobre todo de la mano de ese director que aguarda una revisión a fondo de su obra, Bryan Forbes, en que lo heterodoxo vale su peso en oro— e incluso algún que otro viaje por las antípodas. De esa cosecha sembrada por la Australia virginal surgiría Walkabout / Más allá de... (1971), una de esas partituras llamadas a acompañarme en cualquier plaza del continente europeo —preferentemente— que me aguarde. Es allí donde dimensiono en su justa medida la figura de ese melodista excepcional llamado John Barry mientras me dejo envolver por su savoir faire en una infinita relación de títulos regidos por el denominador común de la melancolía, el desencanto, el (des)amor y el aliento romántico. Gracias, John, por regalarme tantas veces el oído con esas composiciones celestiales, mágicas, que fueron creadas para la gran pantalla, a la par que pensadas/sentidas para ser escuchadas en cualquier rincón del planeta cuando tratamos de sintonizar en el dial de nuestras vidas la palabra sensibilidad. En esta asignatura, John Barry obtuvo matrícula de honor,  cuya combinación con una inteligencia fuera de lo común derivaría en uno de los grandes talentos de la música de cine, o lo que es equivalente para el que esto suscribe, de la música clásica del siglo XX.