lunes, 25 de abril de 2011

CADÁVERES EXQUISITOS, EDITORES «NECRÓFAGOS»

En pocos lugares del planeta se da una fiesta que, contra viento, lluvia y marea, se ha mantenido incólume su celebración el día de Sant Jordi, el 23 de abril, en Catalunya. Un modelo, el de regalar rosas y libros, que ha tratado de exportarse en países como Japón, pero que evidentemente con la situación actual vivida en aquellas latitudes no están para demasiados fastos. Realmente, me parece un motivo de orgullo de que esa tradición haya arraigado con fuerza en la tierra que un servidor ha nacido, pero detrás del oropel, de esa apuesta por la cultura se esconden no pocas prácticas, maniobras o subterfugios que escapan al buen nombre de una festividad que reivindica un espacio propio para la lectura en cada uno de nosotros. Una vez más, un bosque copado de mediáticos no ha dejado ver la realidad de escritores de tronío agazapados en los matorrales de pequeñas, modestas, minúsculas editoriales, pero también han quedado fuera del alcance —en este caso, por suerte— esos árboles que agitan sus ramas sacudidas por parte de editores (sic) «necrófagos» con el afán de reclamar su cuota de atención. Me refiero, en concreto, a la publicación de Cadáveres exquisitos (2011, Ed. Península) de Thomas T. Noguchi, que ejemplifica hasta qué punto la desesperación por vender en mayúsculas conduce a que editores desprovistos de escrúpulos se lancen al ruedo con una novedad que concite el revuelo mediático. Echando mano del refranero español, podríamos aplicar aquello de «A río revuelto, ganancia de pescadores». Esos pescadores, revestidos de editores, que tratan de asomarse a los caladeros de los bestsellers o longsellers verbigracia de la publicación de un título que aplica el principio de todo-vale a costa de la dimensión pública de unas personalidades que murieron, en su mayoría, jóvenes según los cánones de longevidad aplicables hoy en día. No puedo esconder que esta apuesta editorial a cargo de Península haya tenido un capítulo añadido para la indignación al ver escrito en portada el nombre de dos personalidades por las que siento verdadera admiración —los hermanos John F. y Robert F. Kennedy— y el hecho de constatar que ese «ángel caído» —relacionado con el primero más allá de su presencia para un happy birthday con fragancia a Channel Nº 5—, Marilyn Monroe, ya solo la falta que se publique su genoma humano para deleite de fetichistas ad nauseum. El mercadeo editorial sobre la figura de Monroe ya ultrapasa los límites del paroxismo para sumirse en ese ejercicio de necrofagia que representa Cadáveres exquisitos, que para mayor INRI apuesta por una portada provocativa, en contraposición con la original escrita en lengua inglesa Coroner— en 1983. Nada, pues, supongo que las cabezas pensantes de Península ya habrían realizado sus estudios de mercado, habiendo llegado a la conclusión, al fin y al cabo, que existen lectores «necrófagos», capaces de escarbar, escudriñar en los datos facilitados por el doctor Noguchi con temas tan apasionantes del estilo de si a Sharon Tate la rajaron por el vientre por tres puntos distintos los secuaces de Charles Manson o Albert Dekker —al que ya me referí en este blog (ir a enlace) sobre su azarosa vida, sin colocar, eso sí, el bisturí en los detalles de su fallecmiento— conservaba la posición fetal una vez practicado un ejercicio de sadomasoquismo con final trágico. De la ética profesional de este médico forense de origen nipón mejor correr un tupido velo. Ya poco recorrido le debe quedar para seguir beneficiándose de los réditos de sus publicaciones en el campo literario que han debido convocar al sonrojo de infinidad de colegas de profesión. En cuanto a la editorial Península, como diría un castizo, adelante con los faroles y con presentaciones «fantasmas» como las que se anunciaban, en forma de videonoticia, en las páginas dedicadas al Sant Jordi en La Vanguardia (Ir a enlace). La provocación representa un argumento de venta que deben tener sus responsables entre ceja y ceja, porque lo que es coherencia editorial, en el ánimo de Península, brilla por su ausencia. Que convivan en el catálogo de una misma editorial autores como César Vidal y Gerard Piqué (en su «apasionante» relato biográfico) ya es ilustrativo de que los de Península disparan perdigonazos para a ver si aciertan en el blanco. Pero ahora ya no tan sólo apuntan al cielo si no que lo hacen dirigiéndose al subsuelo donde descansan… esos cadáveres exquisitos.
A propósito de todo lo dicho, una coda final. Para orillar suspicacias, nunca he enviado un solo escrito mío a Península, y visto lo visto, no tengo interés alguno en hacerlo in ilo tempore. Por el buen nombre y la memoria de Marilyn Monroe, John F. Kennedy, Robert F. Kennedy, Janis Joplin, Sharon Tate, John Belushi, Albert Dekker, William Holden y algunos más me he decidido a escribir este post, aun a riesgo que entre a formar parte de Las listas negras —como el título del ensayo que se encuentra en el catálogo del sello madrileño— de ese cajón de sastre, sin orden ni concierto, que es Editorial Península. Por fortuna, en este bendito país sigue provisto de grandes, pequeñas o medianas editoriales como Nørdica, Miscelánea, Los libros del Asteroide, Anagrama o Impedimenta, entre otros, contribuyendo al desarrollo sostenido de una cultura sin perder la cara que uno de sus objetivos es que sus respectivas empresas resulten, cuanto menos, rentables. Y en la coherencia, la constancia y la dedicación, tarde o temprano, recogerán, si no lo han hecho ya, sus frutos. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de Península, en cuyo ejercicio de «necropsia» editorial llamado Cadáveres exquisitos tenía todos los números para haber sido un trending toppic en Twitter para solaz vergüenza de aquellos que se sienten parte de un gremio tan antiguo como respetado, tan castigado como necesario.

domingo, 17 de abril de 2011

JOHN BRAINE (1922-1986): UN LUGAR EN LA CUMBRE… LITERARIA


En función de la admiración que sigo sintiendo por la corta pero sugerente obra de Jack Clayton, desde hace tiempo quise leer la novela Un lugar en la cumbre (1957) que dio pie a la opera prima del director y productor británico. Semanas atrás he podido cumplir este modesto propósito merced a la edición que Impedimenta sacó al mercado hace tres años y que pasó un tanto desapercibida por las librerías de nuestro país. Su lectura lo ha hecho para quedarse grabada en mi memoria por tiempo indefinido, en una nueva muestra de que una opera prima —en correspondencia con el texto fílmico de Clayton— puede ser sinónimo de una elevada calidad en el uso del lenguaje, de la sintaxis gramatical y del buen oficio de relatar una historia con una diáfana mirada sobre unos personajes y un contexto social determinado. John Braine (1922-1986) consiguió publicarla a los treinta y cinco años, casi por la puerta de atrás una vez superado el obstáculo del rechazo de algunas editoriales y viendo un resquicio a la esperanza en una empresa que confiaría en las virtudes literarias de Room at the Top. En buen lid, del personaje central de Joe Lampton (en la pantalla, Laurence Harvey, el hombre de los perfiles a cámara) se intuyen trazos biográficos del propio Braine, quien anduvo resuelto a ocupar plaza de empleado en una tienda, en una fábrica y de bibliotecario, espacio que daría cabida a su pulsión lectora luego ampliada al espectro de la escritura de novelas de ficción, relatos cortos y ensayos. En su particular cuaderno de bitácora, Braine tomaría apuntes del natural de esa cruda realidad de postguerra que alentaría aún más esa falla existente entre la working class y las clases privilegiadas de Inglaterra. En paralelo, Braine echaría mano de sus propias experiencias personales en el ámbito de las relaciones sentimentales para ir cuadrando una historia titulada Un lugar en la cumbre, expresión que deja al descubierto ese runrún de fondo temático, el del arribismo, que se encuentra en multitud de piezas literarias provenientes de las Islas Británicas. Pero, a diferencia del grueso de las mismas, Braine abona el relato hacia una ficción orwelliana en que la sociedad está ligada a unas relaciones humanas de conveniencia en función del puesto —grados— que ocupen en la misma. No existe un determinismo eugenésico si no más bien la confección de una sociedad que atienda a relaciones de pareja en justa correspondencia a unos parámetros que inviolablemente tengan en el factor económico su punta de lanza. En ese microcosmos marcado por los intereses pecuniarios habita Alice (no pudo tener mejor traducción en pantalla que Simone Signoret), esa clase de mujer que corta el aliento a Joe y hace replantear a éste su vida en común con Susan. En ese juego de equilibrios emocionales reside uno de los mayores atractivos de la primera novela de John Braine, pero sin perder la perspectiva de ese retrato de un tiempo y de una época en que se iban apagando los ecos de una tradición literaria abocada al romanticismo desaforado para dar fuelle a ficciones confeccionadas por los representantes de los angry young men. Casi coincidiendo con el bautizo del free cinema, Un lugar en la cumbre pasaría de un lacerante anonimato a situarse en el box-office de los libros mejor vendidos de Inglaterra. Pero ese longseller quedaría como un fenómeno fundamentalmente anglosajón. Por fortuna, Impedimenta ha logrado rescatar este tesoro literario que se coloca, en determinados pasajes, en el umbral de la excelencia narrativa. Y no es casualidad que haya sido este sello madrileño capaz de desenterrar del olvido el texto de Braine, ya que Enrique Redel, su editor, lleva tiempo porfiado en dar a conocer al lector en castellano obras que han quedado arrinconadas, a pie de playa fruto de un naufragio literario provocado por un fuerte oleaje en un mar poblado de obras que se imprimen para crear artificiales necesidades en un mercado acomodado a las modas de principio, fin o de entretemporada. Seguramente, Redel ya habrá visitado el catálogo de House of Stratus para proseguir su enmienda a sacar del ostracismo a autores como John Braine. Queda en el tintero de la edición en suelo español la plana mayor de la obra de Braine, compuesta en su globalidad por una docena de novelas —entre las cuales figura Una vida en la cumbre (1962), continuación de las andanzas del arribista Joe Lampton—, un retrato biográfico sobre J. B. Priestley y Writing a Novel (1974), ensayo colectivo en el que ofrece su experiencia a la hora de urdir la obra por la que sería conocido y reconocido en su Inglaterra natal. Seguramente, Redel lo tendrá en cola de publicación una vez haya dado cancha a otros autores —Stella Gibbons, Stanislaw Lem, Muriel Spark, etc.— que van vistiendo una de las editoriales que mejor lucen en las librerías de nuestro bendito país. El tacto áspero, rugoso de las portadas de Impedimenta ya nos invita a deslizar nuestros dedos por sus páginas y abandonarnos a una suerte de territorio soñado, imaginado o deseado nacido del talento de creadores de distinta nacionalidad que ha ido agrupando para la dicha de aficionados a la literatura con letras mayúsculas. Un lugar en la cumbre cumple con creces este propósito a lo largo de sus trescientas setenta páginas alineadas con pulso firme por ese hombre sencillo que después de su pieza bautismal empezaría a descender por la ladera de la montaña haciendo bueno (o malo) el aforismo que reza que un autor va ligado a una sola obra. Gracias Enrique y personal de Impedimenta por darnos a conocer esta y tantas obras de un catálogo que empieza a provocar vértigo por la suma de talentos que lo jalonan.

martes, 12 de abril de 2011

SIDNEY LUMET (1924-2011): LARGA JORNADA HACIA LA ETERNIDAD


Sidney Lumet secundado por Àlex Carrilero (izda.) y
Christian Aguilera (dcha.)
Corría septiembre de 1993. Sidney Lumet (Filadelfia 1924- Nueva York 2011) visitaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya con motivo de un ciclo que se le ofrecía en torno a su vasta obra que no colocaría el cierre sino más bien tomaba renovados impulsos hasta el punto que llegaría a filmar un par de trabajos que se sitúan entre lo más granado de su director: La noche cae sobre Manhattan (1996) y Antes que el diablo sepa que has muerto (2007). Por aquel entonces empezaba a dar forma a mi primera monografía, La generació de la televisió: la consciencia liberal del cinema americà, que tendría dos «vidas» editoriales, la primera en catalán (1994) y una posterior —revisada y corregida, en castellano (2000)— y la presencia de Lumet en la Ciudad Condal era agua de mayo para alguien persuadido de que la aportación de los directores objeto de estudio representaría un factor que ayudaría a dar cuerpo a la propuesta. Previa cita convenida, me acerqué con mi amigo Àlex Carrilero al hall del Hotel Calderón —lugar de pernoctación otrora obligatorio para futbolistas de la Primera División en vísperas de un partido de liga o de Copa del Rey— y allí estaba Lumet, quien después de una breve conversación con los responsables de la Filmoteca, dio el visto bueno para que aprovecháramos un recorrido en limousine por Barcelona con el fin de efectuar la entrevista pensada... y soñada. Recuerdo el detalle de que Lumet cogió el mamotreto ciclostilado que hacía las veces de galeradas del libro en ciernes y señaló que una de las fotos de la improvisada portada a color presidida por los seis principales miembros de la Generación de la televisión, la de Robert Mulligan estaba extraída de una imagen captada de la pequeña pantalla. Así fue. Para él no había secretos sobre las técnicas fotográficas aplicadas al cine. Àlex y yo vivimos una de esas horas que guardaremos para siempre en nuestros particulares baúles de los recuerdos. Una vez la limousine se situó frente a los estudios de Catalunya Ràdio, Lumet aguardó un instante para que nos fotografiáramos con él. Aquel «joven» que vestía camiseta y pantalones tejanos, próximo a la sesentena, nos acompañó en la propuesta de sonreír a cámara y con ello rubricar un día inolvidable.
   La intuición es uno de los elementos que siempre me han guiado a la hora de interesarme por la carrera de uno u otro director, de un escritor, de un músico, etc. No me van las actitudes gregarias al albur de las modas o de las tendencias, y a los veintitantos supe cuán injusto resultaba ser catalogar sin más a Lumet de mero artesano, un yes man al estilo americano. El tiempo acaba colocando a cada uno en su sitio y me complace pensar que esa defensa acérrima (pero matizada) sobre el cine de Lumet y de otros directores de su generación hoy en día tiene una aceptación más que razonable y extendida. Para aquellos persuadidos en un enrrocamiento atroz, negando el pan y la sal al cine de Lumet —cada vez menos, cabe decirlo— suelen quedar en evidencia cuando sustentan su discurso crítico sobre la base del conocimiento de una docena —a lo sumo— de una filmografía compuesta por cuarenta y pocos largometrajes. Quedan, por tanto, fuera de visión ese iceberg situado bajo la superficie donde sitúo buena parte de los logros de la obra de Lumet, desde el riesgo que comportaría la modélica adaptación de la novela homónima de E. L. DoctorowDaniel (1983): ¿para cuándo una edición en DVD que saque a relucir las virtudes de esa compleja historia trufada de flashbbacks y flashforwards, en sintonía con el planteamiento narrativo de su última película?— hasta esa inspirada pieza de cámara llamada Un lugar en ninguna parte (1988) que define las emociones con la precisión de un cirujano —no puede dejar de conmoverme cuando suena el Fire and Rain de James Taylor en una celebración de cumpleaños donde los regalos tienen un único sentido simbólico—, pasando por La ofensa (1973), El príncipe de la ciudad (1981), la magistral Distrito 34: corrupción total (1990)... Pero entre la abundancia de aciertos sé reconocer esas naderías que Lumet se apresuró a rodar, a veces con un sentido prosaico, otras con la necesidad de ganar confianza en algunos de los aspectos que competen a la dirección —es el caso de Llamada para el muerto (1967), después de haber perfilado una primera etapa en blanco y negro en la trascripción de una realidad que tendría en el operador Boris Kaufman su socio más perspicaz—. Puntos débiles de una filmografía que supo, en cualquier caso, radiografiar infinidad de microcosmos, por lo general, ubicados en la cosmópolis de  Nueva York. Espero perderme algún día por las calles de Nueva York y dibujar una sonrisa plena de satisfacción cuando una de ellas lleve el nombre de Sidney Lumet. Paseando por sus aceras, a buen seguro, me asaltarán las melodías helénicas que Mikis Theodorakis escribió para Sérpico (1974), contemplaré a Al Pacino apelando voz en grito a Ática ante su improvisada audiencia que circunda una entidad bancaria, o convocando a Peter Finch frente a otras audiencias, las catódicas, en uno de esos títulos proféticos que encierra la filmografía de Lumet, Network, un mundo implacable (1976). Y al final de la calle, me sentaré en un banco para recrearme en fragmentos de esa tragedia griega que obedece al nombre de Antes que el diablo sepa que has muerto. Padres e hijos, culpas y perdones. Esa es, en esencia el cine de Lumet, el que apela al individuo en primera instancia. Esperemos que las nuevas generaciones de aficionados, antes que el diablo de la tecnología digital que todo-lo-puede, sepa que haya muerto un cineasta de la categoría de Lumet y se atrevan a ir buceando en una filmografía donde se encuentran todos los colores primarios... del ser humano. Si se hace con el acompañamiento de su espléndido manual Making Movies (1995), el broche de oro  está servido. Gracias, Sidney, por tu cine con sus defectos y enormes virtudes, tu constancia y persuasión, tu talento y dedicación. Y, en definitiva, por ennoblecer ese arte que tanto y tantos amamos. Descanse en paz.

sábado, 2 de abril de 2011

«COLLAPSE INTO NOW» (2011) de R. E. M.: «JACK EL NAVAJA» EN LA «CORTE» DE MR. STIPE

Han pasado tres años desde que comenté en este mismo blog Accelerate (2008) —el primer post, para ser más precisos—, haciéndome eco de la decepción que me había provocado la escucha del CD número catorce de R. E. M. en estudio. Con la llegada de la primavera de 2011, la banda de Athens vuelve a ofrecernos una nueva entrega de la que está llamada a convertirse en una de las obras discográficas del pop-rock de los últimos decenios que más objeto de estudio despertarán en un futuro más o menos lejano, más o menos remoto, en un punto indeterminado del siglo XXI en que el rock será un valor residual. Y en este procesamiento del legado de R. E. M., intuyo, no faltarán las voces que reparen en la importancia de los productores o arrreglistas que han trabajado con el cuarteto, luego reformulado en un terceto de excelente músicos. Lo fue cuando John Paul Jones se encomendó a un lavado de imagen sónico de R. E. M. para Automatic for the People (1992), el disco que les transportó a una galaxia donde brillan las estrellas del firmamento pop-rock, abandonando esa etiqueta de cult group que habían cultivado por espacio de una década de la mano del productor musical de  la escena alternativa estadounidense Scott Litt. Cumplida con creces su misión el ex Led Zeppelin, Pat McCarthy pasaría a ser el indisociable colaborador de los R. E. M. durante un periodo de claroscuros en que, pese a la baja de Bill Berry, el «núcleo duro» creativo no se resintió. De ello daría fe Up (1998) y Around the Sun (2004), primorosos trabajos de estudio que penetraban en nuevos espacios estilísticos sin menoscabo a perder identidad entre sus legiones de fans.
Desconozco cuáles han sido los motivos reales de la decisión del porqué los caminos de McCarthy y los R. E. M. se bifurcaron (del productor llegó a decir el propio Michael Stipe que era el «cuarto» componente de la banda) después de haber dado vueltas por el planeta solar. Pero no cabe duda que McCarthy debió intuir signos de debilidad, de agotamiento entre los tres vértices que sostienen el «proyecto R. E. M.» desde inicio de los años ochenta. Con el clima un tanto enrarecido, pero con un contrato millonario bajo el brazo de una Warner resabiada que se aseguraba para los tiempos contar en su catálogo con una banda de primer orden —en la abundancia debían nadar los que se rasgan las vestiduras en la era donde la música parece ser patrimonio mundial… de las descargas—, Stipe, Mike Mills y Peter Buck capitularon, y decidieron reclutar al productor irlandés Garret «Jacknife» Lee para la causa. Cambio de cromos que ha tenido, después de haber despejado la incógnita de Accelerate en forma de Collapse into Now, unos réditos que invitan, cuanto menos, a la reflexión.
Vaya por delante que amo la música de R. E. M. No me imaginaría este mundo acelerado sin la posibilidad de sintonizar algún tema de los georgianos —los de USA, of course— al cabo de arrancar la hoja del calendario. De un tiempo a esta parte con R. E. M. me ocurre que, escuchados una y cien veces sus trabajos postreros, la decepción provoca un replegamiento sobre las esencias de una banda que alcanzaría su zénit con Automatic for the People. Vuelvo a pasar las páginas de los primeros capítulos de la historia sonora y sentida de esa banda norteamericana marcada a fuego por ese instrumento de infinidad de matices que representa la voz de Stipe. Por un efecto osmótico tanto en Accelerate como Collapse into Now se han filtrado parte de esas esencias que dieron cuerpo y alma al grupo de Athens, pero con la llegada de Garret Lee a la corte de Mr. Stipe todo parece cobrar un sentido de revival, de dejà vú. Lo que hubieran sido outakes de discos de la solvencia creativa de Out of Time (1989) o el susodicho Automatic for the People, se erigen en el timón de proa de un CD que dispara en distintas direcciones, pero sin afinar el objetivo. Cuarenta minutos que viajan hacia el pasado en no pocas ocasiones buscando afianzar un discurso melódico e instrumental que mixtura lo electrónico con lo acústico. Ecos de un pasado glorioso que se refunde en esta pieza grabada, en parte, en Berlín con un total de doce temas que orbitan en estilos dispares sin solución de continuidad salvo el detalle sutil de coincidir el final de Blue con el principio de Discoverer, como si fuera el uno la prolongación del otro. No faltan, eso sí, las reverbaciones vocales de Stipe (un auténtico contorsionista de la voz), los desgarros guitarreros de Buck & Mills, las aportaciones, en plan guest stars, de Patti Smith (again) o de Eddie Vedder (líder de Pearl Jam)… Y tampoco ese tema que enseñe una vez más al mundo del porqué en las últimas fases de la glaciación del rock R. E. M. alumbraría canciones con marchamo de alcanzar la eternidad. Para Collapse into Now el escogido no es otro que Überlin, obra maestra que mide los tiempos de una forma proverbial con unas letras que apelan a la habitual vena alegórica de Stipe. Algunos objetarán que the song remains the same. Pero un servidor prefiere esos requiebros melódicos con la mandolina mostrándose como un instrumento de eficacia probada en el abecedario de R. E. M. que esas sacudidas electrónicas de vacuo contenido que parecen complacer el ánimo de Lee. Meras comparsas frente a ese Überlin que se muestra exultante en la última entrega de los R. E. M., situándose incluso a distancia —a nivel de preferencias— de ese Me… Marlon Brando Brando and I arbolado de mensajes cifrados al más allá —al mito del celuloide, amante de las causas perdidas— y al más acá —Neil, el genuino Neil Young, devolviendo acuse de recibo de ese tema integrado en Le noise (2010) con aromas provenientes de la fértil tierra de Athens— y, no por casualidad, nuevamente recorrida por la mandolina ejecutada con destreza por Buck. Habrá que esperar, pues, al próximo compacto de R. E. M. para dar crédito a que las horas bajas de la estelar e indivisible formación —tres es un número primo— guardan estrecha relación con la personalidad de un productor que, lejos de espolearlos, parece perpetuarlos en una autocomplacencia. Bendita autocomplacencia, en todo caso, para los tiempos que corren en el patio del rock.
PD: Este post está dedicado a la autoridad en materia R. E. M., Mr. Álex Martín.

Invitación a escuchar mi tema favorito de Collapse Into Now, Überlin en Youtube:

http://www.youtube.com/watch?v=ZITh-XIikgI