domingo, 5 de junio de 2011

A LA ESTELA DEL CONOCIMIENTO DE RENÉ BELBENOIT (1899-1959)

Publicar en lengua catalana para muchas editoriales, parafraseando a Gabriel García Márzquez, es la crónica de una muerte anunciada. A finales de los años cincuenta, en el entorno de la comunidad catalana ganaron vuelo pequeñas unidades editoriales que buscaban propósitos muy distintos, pero entre éstos las había con una clara vocación por dar salida a un pensamiento de izquierdas. Desde el puerto de Barcelona en 1958 zarparía ese barco literario cargado de ilusiones en sus despensas con una bandera izada en que se podía leer Editorial Estela con las cuatro franjas rojas como fondo. Catorce años más tarde aquel propósito cultural-financiero sucumbiría, pero para evitar su naufragio, Josep Verdura y Alfons Carles Comín rescataron aquella empresa, logrando corregir el rumbo bajo otro nombre de mujer, el de Editorial Laia. Superado ese listón temporal que había marcado el desarrollo empresarial de Estela, Verdura y Comín iban acumulando demasiadas deudas como para plantearse un plan de viabilidad. Pero antes de cubrir de luto la editorial, Verdura y su renovado equipo (debido, entre otras consideraciones, a la muerte de Comín en 1980, militante del PSUC y publicista de origen aragonés) se avinieron a publicar Guillotina seca (1989), título impregnado de un sentido metafórico dado el carácter de sentencia a la que parecía destinado, en un corto espacio de tiempo, un proyecto que había surgido con una voluntad por resucitar un cadáver en forma de editorial. Hoy en día, Verdura pudiera vanagloriarse de esta publicación in extremis por cuanto relata la vida de René Belbenoit (1899-1959), de cuyo conocimiento tuve constancia a través de un documental de reciente emisión destinado a confrontar —mediante un montaje en paralelo— la vida de este súbdito francés —luego nacionalizado estadounidense— y la de Henri Charrière (1906-1973), álias «Papillón». Ambos naturales de Francia, fueron víctimas de la política de deportación de presos del gobierno galo, confinándoles en prisiones situadas en las colonias que tenía por aquel entonces en el continente sudamericano. Si bien los recorridos penitenciarios y las maneras de fugarse no fueron ni por asomo idénticos, Belbenoit y Charrière coincidirían en centros de reclusión que pusierona pruebas sus respectivas capacidades de supervivencia. Sendas lecciones de supervivencia que el tiempo acabaría dando un mayor conocimiento y relevancia a la de Charrière que a la de su compatriota Belbenoit. Tanto el uno como el otro, empero, cosecharían el éxito literario con Guillotina seca y Papillón (1969) —alcanzaron el millón de ejemplares vendidos por separado al poco tiempo de aparecer en las librerías—, pero el texto de Charrière ha prevalecido como el principal referente, el que nos llega de inmediato a la memoria al rememorar textos sobre presidiarios contados en primera persona. Charrière admitiría que una cuarta parte de su longseller Papillón se fue moldeando fruto de la ficción, pero consignaría como auténtico el resto del relato. Por su parte, Belbenoit, después de haber publicado Guillotina seca en 1938 en los Estados Unidos, fue conminado a abandonar el país por cuestionar las leyes en materia penitencia del país en su segundo volumen Hell On Trial (1940), y una vez instalado temporalmente en México, volvería a la tierra prometida con la esperanza de que los cargos contra él hubieran prescrito. No fue así. La prisión, una vez más, le esperaba. A posteriori, su único contacto con el cine lo tendría de la mano de la Warner Bros, que había reclutado una auténtica constelación de técnicos e intérpretes de múltiples orígenes (húngaros, alemanes, franceses, norteamericanos, chinos…) para dar cabida al proyecto Pasaje para Marsella (1944). Las experiencias de Belbenoit en plazas carcelarias como las de Venezuela, Brasil o las Guyanas francesas y holandesas servían al propósito de que asesorara al equipo de documentación de la Warner. Quizás para evitar problemas con las autoridades judiciales o fiscales, la major hizo aparecer en los créditos a Belbenoit pero bajo otra identidad, la de Sylvain Robert. Extraño nombre que curiosamente remite al compañero de fuga de Charrière en «La isla de Diablo». Esa secuencia temporal que para «Papillón» debió comportar una gran carga emocional y que el cinematógrafo ayudaría a visualizar y sentir —la música, cómo no, del maestro Jerry Goldsmith favorecía este objetivo— en uno de los puntos calientes del metraje del film homónimo dirigido por Franklin J. Schaffner. Belbenoit fallecería en 1959, a los sesenta años de edad, en medio del silencio de una pequeña comunidad de los Estados Unidos donde, ya en el tramo final de su vida, cumplía con una actividad espartana a la hora de escribir en la trastienda de su modesto negocio. Charrière lo haría catorce años más tarde, en tierras españolas. Por ventura, a diferencia de Belbenoit, él había podido cerrar el círculo, regresando a su Ardèche natal, y concretamente a la escuela donde estudió e impartió clases su progenitor. Charrière escribiría en el encerado, ante el testimonio de las cámaras (era, lo que podíamos decir en la actualidad, un personaje mediático). «Si he seguido siendo un hombre bueno lo he aprendido en la escuela». Un corolario que dejaba fuera de juego cualquier amago de venganza. Como sucedería con Philip K. Dick en relación a Blade Runner (1982), a Charrière le faltaron unos meses para poder contemplar en pantalla la obra cinematográfica basada en el texto literario que les había dado fama mundial. El 30 de julio de 1973 los teletipos internacionales se hacían eco del deceso de Henri Charrière, cuyo via crucis por tierras sudamericanas y centroamericanas surgiría a rebujo de lo padecido años antes por su compatriota Belbenoit. A la estela de una editorial de idéntico nombre se daría cabida a la publicación de Guillotina seca, el testimonio literario por excelencia de Belbenoit, cuya traducción en imágenes no hubiera podido tener un cineasta más idóneo que Jacques Becker. No en vano, Belbenoit floreció a las puertas de ese París principe du siécle de los Bajos fondos, hizo de La evasión uno de sus modus vivendi y, después de ser detenido en innumerables ocasiones, podría lamentarse over and over que se escapó la suerte. Un tanto de lo mismo hubiera valido para Henri Charrière, pero  «Papillón» decidió posponer su ejercicio memorístico plasmado al papel con un decalaje de tiempo superior al de Belbenoit. Lo hizo a finales de los sesenta, cuando al principio de esa misma década  había expirado Becker, y al calor del éxito de ventas de las primeras ediciones de Papillón —una novela de unas setecientas páginas— el cielo se le empezaba a abrir al otro lado del Atlántico, pero el que se situaba más al norte. Hollywood llamaba a la puerta de su agente editorial, primero con Roman Polanski —otro buen conocedor de las prisiones, pero las mentales, a tenor de otra existencia forjada por el dolor y las pérdidas de seres queridos— postulándose como su metteur en scène, y luego con Franklin Schaffner avalado por el compromiso de figurar al frente del reparto Steve McQueen (el alter ego del hombre con la mariposa tatuada en el pecho; de ahí su apodo) y Dustin Hoffman en el papel del falsificador Degàs.

No hay comentarios: