sábado, 3 de marzo de 2012

WILLIAM LINDSAY GRESHAM (1909-1962): EL TÓRMENTO Y EL ÉXTASIS LITERARIO, A PROPÓSITO DE «EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS»

Durante la Guerra Civil Española varios de los milicianos angloamericanos que prestaron su apoyo en pro del bando republicano trascenderían a nivel mundial por sus facultades como escritores. Ernest Hemingway (1899-1961) y George Orwell (1903-1950) se sitúan entre los más distinguidos milicianos con atributos de prosistas que pisaron territorio español proveniente del extranjero. A esa llamada a la movilización, sacudido por un sentimiento del "deber ideológico”, asimismo acudiría William Lindsay Gresham (1909-1962) del que, hasta hace poco, tan solo asociaba a la autoría de El callejón de las almas perdidas (1946). Movido por la curiosidad de saber si el guionista Jules Furtham, en coalición con el director Edmund Goulding, obraron el “milagro” de transformar una mediocre novela en una película de un extraordinario y extraño atractivo, o bien se trataría de un excelente material de partida, la ecuación debía resolverse al leer El callejón de las almas perdidasNightmare Alley en su original— por vez primera traducida al castellano merced a Sajalín Editores.
   En una muestra más que las pequeñas editoriales de nuestro país con alguna que otra excepción— dan cobertura a los mejores trabajos literarios de siglos pasados, Sajalín ha puesto al servicio del lector una de las obras maestras de la novela norteamericana del siglo XX, confeccionada con las vísceras y el intelecto, a partes iguales, por un William Lindsay Gresham que quedaría extasiado de aquella experiencia de escritura convulsiva que le retuvo numerosas noches en una habitación del Dixie Hotel de California, allí donde acabaría suicidándose cuando su salud empezaba a “parpadear”. Su vista empezaba a fallar debido a una enfermedad ocular y el cáncer empezaba a hacer estragos en una salud que pendía de un hilo. Toda una “condena a perpetuidad” que le aguardaba para su vejez pero que él no quiso “cumplir”, prefiriendo la opción de quitarse la vida y, de esta forma, seguir los pasos de su compatriota Hemingway. De eso hace medio siglo. La oportuna, por necesaria, publicación de Sajalín, ha servido para acercarnos a su  Opus magnum y, al mismo tiempo, tributar un homenaje a su autor que, como concluye Nick Tosches en la introducción de la edición castellana, poco antes de morir, se le encontraría una tarjeta de visita con un contenido sucinto pero demoledor a los lados —"sin dirección", "sin empleo", "sin teléfono", "sin dinero"— y en el centro evidenciando su condición de “retirado”. Antesala de un deceso que llegaría a los cincuenta y tres años, dejando tras de sí una existencia en que el alcohol había sido su “amante” y sus tres rupturas conyugales la constatación de un fracaso en sus relaciones afectivas. En ese refugio “intelectual” y “emocional” que supone el arte de escribir y que, a menudo, sirve para colocar un paño sobre esos corazones heridos, William Gresham iría engrasando con los años una historia que tributa en lo más profundo y abyecto del ser humano a través de un personaje, Stan Carlisle, "hermano de sangre" del Elmer Gantry de Sinclair Lewis en sus hechuras de embaucador y estafador a costa de incautos devotos de la fe y de las creencias religiosas. Transcurridos casi diez años desde que aquella primera imagen la que se iría perfilando a medida que su amigo Daniel 'Doc' Halliday (otro personaje de “novela”) le relataba, entre otras, la historia de ese monstruo de feria que recorrería la costa levantina— hasta derivar una novela con un cuerpo de más de cuatrocientas páginas, Gresham alimentaría la esperanza de haber podido exorcizar todos sus demonios interiores. Craso error. El dinero reportado por las masivas ventas del libro sobre todo en los Estados Unidos— y la película rodada a renglón seguido con un Tyrone Power en un registro portentoso, más que una bendición se tornaría en una fatalidad, aumentada y corregida cuando perdió contacto con su segunda esposa, Joyce Gresham (de soltera, Davidman), a quien había dedicado Nightmare Alley, y sus dos hijos, David y Douglas Gresham. Ella caería rendida en los brazos de C. S. Lewis, escritor inglés al que admiraba de manera especial. De aquella relación surgiría Una pena de observación, escrita por el propio Lewis, sobre la que se inspiró William Nicholson para firmar la obra teatral y luego el guión de la magistral Tierras de penumbra (1993). Sumido, en su caso, en la penumbra emocional con efluvios de éter, Lindsay Gresham, una vez aparcada la ficción literaria con Limbo Tower (1949) ambientada en un hospital psiquiátrico, se decantaría por espacio de una década en dar acomodo a la confección de ensayos Monster Midway (1953), The Book of Strenght (1961)— u obras de calado biográfico –Houdini: The Man who Walked Through Walls (1959). Presumiblemente, el interés adicional que le despertaría el personaje de Harry Houdini fue sus conexiones con el mundo del espiritismo con la idea de conectar con el Más Allá con su difunta madre. Al sentirse estafado, el que sigue siendo considerado el mejor escapista de todos los tiempos, dedicaría no pocos esfuerzos a desenmascarar a esos Stan Carlisle que olían el dinero a la legua. Una criatura literaria creada por William Lindsay Gresham cuyo “descenso a los infiernos” proyecta sobre su rostro una sombra monstruosa. Más que «pasen y vean», cabría decir «pasen y lean» El callejón de las almas perdidas. De principio a fin no tiene desperdicio.   


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