martes, 7 de agosto de 2012

«GRANDES CLÁSICOS» DE MONDADORI, UNA COLECCIÓN INJUSTAMENTE IGNORADA

En más de ocasión he escuchado declaraciones de Octavio Paz en las que llegaba a la conclusión de que en el estado español solo había cinco mil lectores “reales”, aquellos que hacen de la lectura un ejercicio de “gimnasia” casi diaria. Hace unos meses asistí a un curso de edición impartido por distintos profesionales con el propósito de tomar el pulso a la realidad de un sector cultural intrínsicamente emparentado con el económico. Al cabo de finalizar el curso, pocas sorpresas depararían el mismo para un servidor, razonando que a la práctica mucho de lo expuesto en el plano teórico quedaba en agua de borrajas. Para un sector que ha experimentado un descenso de ventas del 20% en los últimos años toda aquella exposición de profesionales implicados en el proceso de edición (correctores, traductores, diseñadores, maquetistas, directores editoriales, etc.) se desmonta por la base y en muchas ocasiones la figura pluridisciplinar asoma para que los números lleguen, en la medida de lo posible, a cuadrar. Pero, a fuer de ser sinceros, me llevé una desagradable sorpresa al conocer por boca de una de las editoras de Mondadori, una vez cumplimentada su segunda conferencia del curso, las más que discretas cifras de ventas de la colección «Grandes Clásicos», sin duda, la joya de la corona del sello barcelonés. Carlos Díaz y un servidor nos quedamos boquiabiertos al conocer que la media de ejemplares vendidos de esta insigne colección rondaba los setecientos ejemplares. Después de unos minutos, acaso una hora de conocer me invadió una extraña sensación sobre la clase de país que somos cuando una colección que debería ser todo un orgullo, que cumple cada uno de los requisitos para formar en las (pequeñas) bibliotecas de infinidad de hogares españoles, ni tan siquiera alcanza las mil unidades vendidas. De igual manera que muchos aficionados al cine o a la música construyen sus dvdtecas o discotecas a golpe de clásicos de todos los tiempos nunca he llegado a entender el porqué las obras clásicas parecen no tener asidero en el ámbito privado para aquellos gozosos de sentirse personas cultas. Los «Grandes Clásicos» de Mondadori lleva tiempo postulándose como la gran biblioteca de autores a nivel mundial llamados a merecer un protagonismo en las estanterías de hogares habitados por personas con inquietudes culturales que vayan más allá de las nuevas tendencias. Recientemente se ha publicado en cinearchivo un comentario crítico de un servidor sobre El lobo de mar de Jack London, uno de los escritores que había leído con fruición en mi adolescencia. Me gustaría pensar que con esta reseña pueda contribuir a divulgar una obra de exquisita calidad, como la plana mayor de las que jalonan una colección sinpar, abastecida de literatos del calado de Honoré de Balzac (Las ilusiones perdidas), Joseph Conrad (Lord Jim) Charlotte Brontë (Jane Eyre), William M. Thackeray (Las aventuras de Barry Lyndon), Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray), Gustave Flaubert (La educación sentimental), Bram Stoker (Drácula), Rafael Sabatini (Scaramouche), Mary W. Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo), Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) y un largo etcétera. Asimismo, bueno sería que el aparato promocional de Mondadori actuara de manera firme para dar a conocer si cabe con mayor determinación esta excelente colección. Pero tengo mis reparos al respecto: si he sacado algo en claro de ese curso de edición es que, al igual que muchos de los asistentes al mismo, muchos editores descuidan el placer de la lectura de clásicos en aras a dar con la última bomba “superventas”, independientemente de la calidad literaria que atesore. Así pues, solo nos queda que la curiosidad de muchos lectores —que practican este noble arte con una frecuencia semanal o mensual— les lleve a reparar en estos Grandes Clásicos de tapa dura, con preciosas ilustraciones en sus portadas —algunas de ellas en sus páginas interiores— y con textos de primera magnitud escritos por personajes que imaginaron mundos en épocas en que ni tan siquiera el concepto de Internet se formulaba como una entelequia o la televisión polarizaba la atención de las vidas del común de los mortales.

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