lunes, 18 de febrero de 2013

RED DE MENTIRAS: UN PAÍS EN DESCOMPOSICIÓN


La ingenuidad, solo la ingenuidad, nos hizo creer que crecimos con el despertar de una democracia que llegaría a culminar su proceso de madurez a las puertas del nuevo milenio. Nuestros políticos, ociosos de sentirse los paladines de este nuevo camino emprendido en el estado español tras un largo periodo en las cavernas en cuanto a libertad de expresión, individual, de colectivo y de pensamiento, han ido manejando los hilos del destino de un pueblo que ha presenciado casi en tiempo récord cómo las conquistas de antaño se van evaporando o diluyendo en un mar de mentiras y falsas promesas. No reconozco en este país el paisaje de ilusión que había dibujado en mi mente, en que la esperanza, lo justo y lo ético debían ser valores al alza. Demasiados muros de insensatez, desvergüenza, descrédito, malas prácticas... se han alzado que me hacen torcer el gesto y desviar la mirada hacia un cielo cuyo sol luce cada vez con menor intensidad. Urge una regeneración de la clase política, económica, financiera, pero también sindical de un país que ha entrado en quiebra a efectos de la sociedad que sustenta por la base nuestro cada vez más maltrecho sistema democrático. Existen movimientos que empiezan a trabajar en este sentido, pero una gran parte de la población permanece aletargada, impasible pese a la sucesión de noticias cuyo denominador común son las prácticas corruptas que benefician a unos pocos y perjudican a la inmensa mayoría. Me gustaría creer que el caso Bárcenas, el espionaje entre partidos en suelo catalán, o el caso Urdangarín son asuntos espúreos que no obedecen más que a prácticas aisladas, en orden a las “imperfecciones” propias de un sistema que sigue considerándose el menos malo de todos los existentes. Pero más bien razono que se ha ido tejiendo una red de intereses que provoca arcadas de indignación para todos aquellos que seguimos creyendo que la cultura del esfuerzo no conoce de prevendas en forma de dávidas, sobornos y tejemanejes varios.
   Frente a la desvergüenza y altivez de gran parte de la clase política y financiera que rige los desatinos de nuestro país, me congratulo en la labor desempeñada por personas como Ada Colau y la plataforma de la que forma parte para dar carta de naturaleza a sus justas reivindicaciones. Pero me temo que aún quedan por franquear muchas barreras antes que las iniciativas populares dispuestas a salvaguardar los intereses de los más desamparados y de las clases medias cada vez más erosionadas, lleguen a buen término. Personalmente me gustaría involucrarme con mayor entusiasmo en este frente de activismo en pro de los más desfavorecidos y para evitar que quiebre un estado democrático gobernado por una clase política de lo más deleznable del arco europeo, con un Mariano Rajoy afectado de alexitimia (algún día cabría hablar del máximo dirigente del PP en torno a esa frialdad que disfraza la verdad relativa a la enfermedad que padece y permanece opaca al conocimiento de la población; de ahí se explica el porqué se muestra impasible y distante ante el sufrimiento ajeno de manera sistemática, ni un ápice de aflicción se consigna en su rostro) cuyo descrédito político alcanza niveles nauseabundos. Claro está que la izquierda o el centroizquierda que representa el PSOE aún tiene demasiadas cuentas pendientes por saldar con un pasado no demasiado lejano, y el ejercicio de “regeneración” democrática entre algunos de sus correligionarios, incluidos ciertos santos barones, ofrecería la llave a una hipotética vuelta a la confianza de esos ciudadanos que ven demasiadas espadas de Damocles cerniéndose sobre sus cuellos mientras unos pocos se refugian en sus mundos de color púrpura, escapando de sus tropelías. Ellos no conocen la palabra vergüenza; saben que el dinero y la corona les ofrecen la impunidad necesaria para seguir mofándose del personal. Quizás algún día esta realidad cambie. Los rescoldos de la ingenuidad pueden avivar esta pequeña brizna de esperanza que aún queda en ese suelo, el español, que se asemeja a un paisaje desolador, lunar, al albur de la siembra registrada en los últimos lustros.        

jueves, 14 de febrero de 2013

«NEIL YOUNG JOURNEYS» (2011): UN ITINERARIO EMOCIONAL POR LOS ORÍGENES


Un escenario que no suele ser esquivo a artistas que se sitúan en los aledaños de la vejez o de la senectud deviene el regresar a los orígenes geográficos para crear una fantasía literaria, musical, audiovisual... en función de la disciplina a la que se encuentren vinculados cada uno de éstos. Neil Young carga sobre su maltrecha espalda casi cincuenta años de carrera musical y, al cumplir la edad de jubilación, convino con su amigo Jonathan Demme la confección de un documental que sellara ese vínculo emocional con un pasado remoto, el que situaría al cantante y compositor en los dominios de su ciudad natal, Toronto, y en una de las plazas ineludibles pertenecientes a su infancia, la localidad de Omemee. Al volante de un modelo Ford Crown Victoria de 1956, Young nos guía por ese itinerario vital y emocional por la carretera que conecta Toronto con Omemee, provocando todo un alud de recuerdos en la fértil mente de Young. Quizás, solo quizás el genio canadiense ha querido con Neil Young Journeys (2011) —editado en enero de 2013 en nuestro país por Sony dejar para la posteridad testimonio visual (y emocional) de su apego para con un territorio que ha honrado a través de la composición de la letra de algunas de las canciones que conforman su amplio y excelso repertorio. Esa necesidad por salvaguardar los recuerdos arraigados en lo más profundo de su memoria asimismo ha tenido transcripción en el que se presume la primera de sus obras autobiográficas, Waving Heavy Peace (2012), conforme a la posibilidad que esa memoria algún día deje de ser fértil. Plenamente consciente de ello es Neil Young, quien conocería de primera mano el deterioro mental de su progenitor Scott Young, afectado de una demencia senil que sería, si acaso, más traumática para alguien necesitado de escribir a diario empujado por una pulsión casi orgánica. En este viaje sentimental de Neil Young acompañado por Demme, precisamente el instituto que lleva el nombre de su padre el propio músico recalca para los no advertidos que era uno de los escritores más famosos de Canadárepresenta una parada obligatoria, reflejándose en sus ojos un semblante de orgullo y gratitud. Una gratitud que, por su parte, expresa el público del Massey Hall templo de la música sito en el nº 178 de Victoria St. de la cosmopolita ciudad de Toronto cuando Neil Young celebra una de sus actuaciones en solitario para tocar algunos de los temas de Le noise (2010), al abrigo de su guitarra, y situándose en uno de los laterales del escenario un talismán en forma de tothem. La magia de Neil Young sigue intacta en el recinto en el que velaría sus primeras armas, haciendo alarde de una fortaleza vocal que para sí quisieran músicos con la mitad de su edad. Disconforme con un planteamiento “de mínimos” que hubiera supuesto filmar de una manera funcional, Jonathan Demme amuebla su propuesta a través de la colocación de una cámara diminuta al lado del micrófono dispuesta a captar en primerísimo plano a Neil Young en plena actuación, además de recurrir a un muestrario de ítems audiovisuales inherentes a los años de fogueo sobre los escenarios (entre ellos, el mismo Massey Hall), esto es, los años 70, como el uso de la split screen («división de pantalla») o el diseño de los títulos de crédito a cargo de su hija Amber Young. Otros de sus familiares, su hijo menor Ben Young afectado por una parálisis cerebral desde las fechas de su nacimiento— y su hermano Bob Young aparecen de manera testimonial o episódica en esta propuesta que completa una especie de trilogía sobre Neil Young tras la excelente Heart of Gold (2005) y la “invisible” por estos pagos Trunk Show (2009) administrada por el cineasta que le marcaría la puerta de entrada del cine de categoría «A» al ofrecerle elaborar un tema para la banda sonora de Philadelphia (1993). Al igual que Heart of Gold, Journeys trabaja de una manera primorosa los aspectos lumínicos, persiguiendo un efecto de irrealidad que gana altura mientras suena la melancólica canción "You Never Call", uno de los pasajes más brillantes, en sintonía con su ejecución vocal de la «canción-protesta» “Ohio”, raramente recreada sobre los escenarios por el canadiense, y “Hey Hey My My”. Allí está el genuino Neil Young, ataviado con su chaqueta blanca, a juego con su raído sombrero de ala ancha. En su despedida, calca el gesto del que hacía acopio en su primer documental con Demme, ofreciendo una muestra de afecto para con un público que va renovándose continuamente aunque sigan presentes sus fieles seguidores desde los tiempos de sus actuaciones en el Massey Hall. Allí donde se forjaría una de las mayores leyendas de la música contemporánea: Neil Percival Young.         

Este post está dedicado a una fan de Neil Young, Esther, mi compañera de viaje espero que por mucho tiempo.



lunes, 4 de febrero de 2013

«THICK AS A BRICK» (1972) de Jethro Tull: «EL PARAÍSO PERDIDO» DE IAN ANDERSON


Por ventura, cada vez más se va alejando el fantasma de Fèlix Millet del sacrosanto Palau de la Música para ser ocupado por otras figuras espectrales que rinden pleitesía al noble del arte que mejor saben ejecutar. Quien en tiempos había sido capaz de llenar el Palau d'Esports de Montjuic, Jethro Tull, debe complacerse de actuar en recintos más modestos pero compensado, por otra parte, con una excelente acústica, la del Palau de la Música, en el marco de la 14 edición del Festival del Mil·leni. Sin duda, el próximo día 6 de febrero el espíritu de los tullianos así se autodenominan los fans del grupo británico que orbitaría en la «Tierra Media» del rock sinfónico de los 70 pero con la necesidad imperiosa de crear su propio espacio musicalse dejará sentir en semejante recinto barcelonés al contemplar la función en dos actos dispuesta sobre el escenario por el trobador Ian Anderson y su séquito. Aquejado de severos problemas de salud en los últimos lustros, Anderson ha sabido vencer las adversidades y se dispone, a sus sesenta y cinco años, a proyectar su magia musical destilada de una fina ironía en la ejecución de Thick as a Brick (1972), uno de los discos más celebrados de la banda que lidera desde tiempo “inmemorial”. La monografía de reciente aparición, Jethro Tull y el faro de Aqualung  (2012, Quarentena Ediciones) de Vicente Álvarez uno de los tullianos que presumo será uno de los fijos en esa velada-tributo a Ian Anderson, lejos de tratar de sacar del pedestal crítico la obra de marras, deja constancia del carácter de quintaesencia junto a Aqualung (1971)—  de Thick as a Brick en la nutrida discografía de la banda cuyo nombre sería tomado de un inventor y agrónomo australiano del siglo XVIII (sic). Sin riesgo alguno que les cayera alguna querella por tamaña apropiación «nominal», Ian Anderson y el resto de la banda se las ingeniarían para captar la atención de un público militante en el rock sinfónico, aunque con ciertas ganas de buscar un punto de fuga a tanta trascendencia en el contenido de las letras de las canciones y en el desarrollo de temas que parecían “eternizarse” por momentos. Lo encontrarían en Jethro Tull, que convertía cada uno de sus espectáculos en una invitación musical sazonada de elementos humorísticos, bufonescos y/o paródicos.
   Thick as a Brick guarda un significado especial para un servidor, localizándose mi descubrimiento en ese «cruce de caminos» que se formula en la adolescencia, dispuesto a evaluar unos gustos musicales que parecen regidos por el sentido de la intuición. Esa intuición dictada desde el subconsciente que me procuraría el placer de dejarme atrapar por esos arabescos vocales e instrumentales residentes en un disco de infinitas texturas como Thick as a Brick. Oda al pensamiento tulliano, el quinto disco de los Jethro se armaría con arreglo a la demanda creciente de obras conceptuales a las que cabía contrarestar la carga de trascendencia alumbrada por los adalides del rock sinfónico, léase Emerson Lake & Palmer, Genesis o Yes. Enfundada de ironía, Thick as a Brick busca amparo en el contenido de sus letras en el non sense a través de un personaje ficticio, Gerald Bostock, al que se le atribuye la coautoría de las mismas en coalición con Ian Anderson. No en vano, Bostock acapara la principal noticia de ese disco en formato disco que se presentaría en sociedad allá por los albores de los setenta para recogijo de los tullianos y coleccionistas rockeros tot court. Lo hace para inmortalizar el momento en que el enfant terrible recibe un premio por la escritura de un poema luego desechado por contener palabras malsonantes. Rescatado de las cenizas por la banda británica, el poema pasaría a formar parte del erial tulliano. Una obra que cumplido su cuarenta aniversario, se muestra lozana, con arreglos que parecen conectar irónicamente con desarrollos propios del Genesis de la etapa Peter Gabriel, y con ese contorsionismo vocal e instrumental del que haría gala Ian Anderson en su época de apogeo, elevado a la categoría de icono musical por obra y gracia de esa flauta travesera que parece prolongarse cuál extensión de sus dedos, y la manera en que imita a los flamencos, sosteniéndose sobre una única extremidad. Pero ya entrado en la edad de jubilación y con una maltrecha salud por montera, a Ian Anderson con total probabilidad se le reservará una silla en el Palau de la Música, en ese 6 de febrero marcado a fuego en el calendario de los tullianos. Thick as a Brick más por lo que atañe a su desarrollo melódico que a la disposición de sus abracadabrantes guiadas por el Paraíso perdido del «pequeño Milton»—  bien merece una misa de la mano de su creador en la sombra y en la luz de un sinfonismo living in the past.