viernes, 29 de marzo de 2013

«CÓMO TODO ACABÓ Y VOLVIÓ A EMPEZAR» (1960): DOCTOROW EN EL LEJANO OESTE


Para el lector no avisado, al fijar su mirada en el texto de la contraportada de la novela de debut de E. L. Doctorow (1931, Nueva York), felizmente traducida al castellano por primera vez, presumiblemente pueda fruncir el ceño y quedarse sin argumentos sobre la conveniencia de hacerse o no con el libro. Más que una síntesis del contenido de la opera prima de Doctorow Miscelánea Editorial optaría por extraer un párrafo (correspondiente a la página 159) y reproducirlo tal cuál en la contraportada, incluyendo, eso sí, parte del título original («Hard Times») en su enunciado final. Óbviamente, si la indecisión se había apoderado de aquellos potenciales lectores al calor del contenido apuntado, Miscelánea hubiera aumentado sus dudas al ofrecer la traducción directa del original, esto es, «Bienvenido a los tiempos duros», en un periodo en que el vocablo crisis se apodera de casi cada rincón de nuestra sociedad. Por ello, la editorial barcelonesa ha preferido escoger un título con marchamo de subtítulo: «Cómo todo acabó y volvió a empezar». Doctorow dio cumplida cuenta de la misma a finales de los años cincuenta, viendo la luz su publicación en 1960, a punto de cerrarse una «década de oro» para el western, el género al que se acoge su pieza de debut sin menoscabo de un tejido dramático cuyas costuras son cosidas por el literato neoyorquino con el hilo de su veta de revisionista histórico.
 
El origen del libro: sus años en la Columbia
 
   Merecedor de un ensayo acorde a la gran cantidad de prohombres de la literatura, ya sea en sus fases iniciáticas o con una obra contrastada a sus espaldas, que fueron contratados por parte de la industria angloamericana durante los años cincuenta y sesenta, E. L. Doctorow se distinguiría entre éstos en su cometido profesional a las órdenes de la Columbia Pictures. A diferencia de sus colegas Ray Bradbury o J. G. Ballard, Doctorow anduvo por la «trastienda» de los estudios cinematográficos con el objetivo marcado de remozar borradores de guión preferentemente para westerns, uno de los géneros-bandera de la Columbia. Por sus manos pasarían infinidad de scripts, abriendo los ojos a Doctorow de que la calidad por regla general se “ausentaba” de esos trabajos y ni tan siquiera una reescritura a fondo los podía salvar de la mediocridad. En buena lid, Welcome to Hard Times nace producto de ese sentimiento por superar las prestaciones de unos profesionales del medio, algunos de ellos reconocidos dentro del mundillo. Es harto elocuente que, a fuerza de leer guiones cautivos de la época del salvaje Oeste, Doctorow fuera asimilando las claves del género para, al cabo, volcarlo sobre su primera novela, pero guardando las distancias sobre una serie de clichés a los que quiso dar la vuelta en un amago de osadía propia de un debutante. Por ventura, pese al interés que nos despierte o deje de despertar una temática westerniana “detonada” con carga transgresora, Cómo todo acabó y volvió a empezar ya nos sitúa en el camino de un escritor de una métrica narrativa precisa, garante del principio de que el texto debe entenderse para luego ser analizado y no a la inversa, y modelado con ese sentido de armonizar el empeño revisionista sobre la historia de los Estados Unidos en sus  últimos doscientos años con el valor de la tradición. Para lograr semejante propósito, Doctorow razonaría que la primera persona —utilizada de manera habitual  en sus novelas— articularía mejor su contenido, aportando un factor de reflexión que no ralentizara el ritmo narrativo, más aún tratándose de una historia focalizada en los «tiempos duros» del Oeste en su definición más salvaje, en la que aflora una figura diabólica en la persona a la que adjetiva como «El Hombre Malo». Su némesis no será otra que Blue, el sheriff de esa parcela de tierra yerma sobre la que se asentará un pueblo, en una pura expresión del «sueño americano».   
 
La película de Burt Kennedy
 
   Paradójicamente, la respuesta que Doctorow perseguía al acometer la escritura de Welcome to Hard Times —primero en forma de historia corta, luego ampliada a las dimensiones propias de una novela— tuvo su “retorno” cuando la Metro-Goldwyn-Mayer compraría los derechos para “traducirla” a la gran pantalla. Enfrascado en su actividad en calidad de escritor —estaba a las puertas de alumbrar El libro de Daniel (1971), que marcaría un punto de inflexión en la apreciación crítica de su obra; a partir de entonces, el rosario de distinciones y premios no ha cesado—, Doctorow quedaría al margen de cualquier influencia sobre el proceso de elaboración del guión pergueñado por Burt Kennedy, quien asismismo se postularía para hacerse cargo de la dirección de la adaptación a la gran pantalla de Welcome to Hard Times. En el lapso de tiempo comprendido entre la aparición en tiendas de la novela y el estreno de la producción cinematográfica homónima, esto es, siete años, el western había experimentado un cierto retroceso, “descabalgándose” de las generosas partidas presupuestarias de antaño y abrazando un componente revisionista que, en cierta manera, se perfilaba acorde al principio vector que movería a Doctorow a la redacción de su opera prima. No obstante, Welcome to Hard Times (1967), aunque se “parapeta” dentro de esa colección de títulos con acuse de recibo revisionista —léase Un hombre (1966), Pequeño Gran Hombre (1970), Soldado Azul (1970), Un hombre llamado caballo (1970) o Pat Garrett y Billy the Kid (1973)— atiende a un semblante más propio del spaguetti-western, del que de manera puntual participaría un otoñal Henry Fonda. Presumiblemente, Doctorow al escribir su novela hubiera podido tener en mente al patriarca de los Fonda para el personaje del sheriff Blue —traspúa un similar sentido de la integridad y del deber cumplido al correr de las páginas del libro— pero el paso de los años jugaba en su contra y con ello se alejaba de la idoneidad para acometer el papel del sheriff local de Hard Times sobre el que pivota el relato en cuestión. Con todo, más próximo a la edad de jubilación que a los cuarenta y nueve años que expresa en una línea de diálogo al referirse a su propia persona, Henry Fonda representaría el principal reclamo de una función cinematográfica en que Kennedy tuvo a su disposición un notable cuerpo de secundarios —la emergente Janice Rule, Keenan Wynn, John Aderson, Warren Oates o Aldo Ray, transfigurando en la figura mefistofélica del «Hombre de Brodie», equivalente al villano ideado por la pluma de Doctorow («El Hombre Malo»)—  y la posibilidad de explayarse en un set de rodaje, en Thousand Oaks (California), donde la sombra de la leyenda del western seguía vigente. No en vano, allí se filmaría parte de Dodge, ciudad sin ley (1939), El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o  El gran combate (1964) antes que los “restos de serie” se proyectaran en el horizonte de un género en franco declive al pasar página de una década arbitrada por numerosas propuestas estadounidenses “contaminadas” por la influencia del spaguetti-western. Welcome to Hard Times no sería esquiva a esta realidad y su título de estreno en nuestro país —Una bala para el diablo— no haría más que acercarla al espacio de los trabajos, por ejemplo, de Sergio Leone, sin reparar que en sus títulos de crédito sobre un fondo de aspecto mortecino se podía leer el nombre de E. L. Doctorow, uno de los grandes literatos de todo los tiempos, los duros y los más propicios para el bienestar.•
 

domingo, 24 de marzo de 2013

«MÓN PETIT / MUNDO PEQUEÑO» (2012): ALBERT CASALS, UNA LECCIÓN DE VIDA


Ante la ausencia cada vez más acentuada de títulos proyectados en la gran pantalla con el aval de directores de tronío que alimenten nuestra cinefilia o simplemente una querencia por el denominado Séptimo Arte en calidad de aficionado de a pie, buscamos en la singularidad de ciertas propuestas argumentales un motivo para acudir a las salas comerciales. Una vía de escape de una lacerante realidad con el fin de ir capeando el temporal de crisis que se va recrudeciendo en los intestinos de nuestra sociedad. Para Albert Casals la palabra crisis no tiene demasiado sentido ya que lleva más de un lustro viajando por todo el mundo sin que su bolsillo lo note: el dinero va y viene en la medida que la gente le ofrece una “compensación” económica a cambio de recibir de él una «lección de vida». Una lección que atiende al valor supremo de la superación personal a partir de que se le diagnosticara a los cinco años de edad una mononucleosis que derivaría en una enfermedad rara tan solo se conocen cinco casos en el estado español que le incapacitaría para andar, no así para poder viajar allá dónde su mente le proyectara en cualesquiera de los puntos de ese globo terraqueo que iba memorizando desde su infancia. Món petit / Mundo pequeño (2012), dirigida por Marcel Barrena, aparece en el panorama de propuestas documentales que visten la cartelera en fechas previas a la Semana Santa con el objetivo de dar a conocer esa lección de vida aplicada a la persona de Albert Casals. Pero, al cabo de asistir a la proyección del film en los cines Méliès, una de las salas que cada vez más van ganando peso entre la oferta cinematográfica de la capital barcelonesa una programación que ahoga el concepto de «arte y ensayo», arbitrada con un sentido más ecléctico, Món petit me ofrecería un interés adicional por lo que compete a la relación existente entre Álex, el padre/tutor/mentor de Albert y el procaz viajero. Una relación que destila una fragancia “insana” en el sentido que muestra reminiscencias de esa cult movie llamada El fotógrafo del pánico / Peeping Tom (1960), que tan bien hubiera encajado en la programación de la primera etapa de los Méliès con Carles Balagué al frente de la nave empresarial. Al ir sumergiéndonos en la historia de Albert, las imágenes de su infancia captadas con las primeras cámaras digitales, van tejiendo una realidad que opera en el sentido de la obsesión de la figura paterna por dejar constancia de la “singularidad” de su hijo. Huérfano de madre, Albert ya mostraba indicios de un carácter diferente, de una inteligencia superior a la media capaz de no eludir preguntas que en otros niños de su edad hubieran tenido el silencio como respuesta. Albert no balbuceaba, razonaba; su curiosidad infinita contribuiría a aferrarse a la roca de la vida y no dejar que el oleaje, en forma de enfermedad con el marchamo de sentencia, se lo llevara para siempre más mar adentro. Como Michael Powell, el director de Peeping Tom, Albert transfiguraría la realidad física en una realidad mental. En el caso de Albert el medio para expresarlo no ha sido el cine la gran pasión, el gran amor de Powellsino el viaje. Recita ante las cámaras como si se tratara de las preposiciones o los tiempos verbales, cada uno de los países por los que ha pasado. Cabrían varias vidas de nosotros para poder cumplir esos viajes, pero él lo ha hecho en un margen de algo más de cinco años, desde que a los catorce años decidiera poner rumbo a lo desconocido, cargando en sus alforjas un sinfín de experiencias que le han llevado a superar el umbral de la felicidad. El testimonio de la madre «substituta», de su novia Anna Socías compañera de viajes, de los padres de ésta, de su fisioterapeuta Gabriel Vilanova su voz se entrecorta al proyectar la realidad de su propio hijo, de idéntico nombre y edad, a la de Albert Casalsy de su abuela invitan al espectador a mostrar en toda su dimensión las peculiaridades de este trotamundos que compara su silla de ruedas con llevar un accesorio, llámese gafas o una plantilla para los pies. Los pies de un viajero incansable cuyas proezas se explican a partir de esa educación recibida por parte de Álex. Él cargaría sobre sus espaldas la realidad de una enfermedad a la que trataría de hacer frente con las armas de las que disponía: el inculcar el valor del conocimiento práctico y teórico bajo la máscara de la felicidad que acabaría dibujándose de forma perenne en el rostro de Albert, incluso cuando se situaría en las puertas de la muerte en uno de esos viajes por espacios recónditos del planeta tierra. Salvado este contratiempo, Albert consumaría uno de sus sueños en compañía de Anna y un reducido equipo técnico del documental dispuesto a inmortalizar los instantes en que viajaba al punto más alejado de su casa de la provincia de Barcelona. Allí, en Nueva Zelanda les aguardaba una puesta de sol proyectada sobre el horizonte marino y con el testimonio de un faro. Para Albert el principal faro que guiaría su vida en sus primeros compases y asimismo cuando la enfermedad atacaría con virulencia, sería la de su figura paterna. Él supo que Albert tenía una epifanía que cumplir en este món petit, mundo pequeño que honra su presencia en el circuito de salas  comerciales esperemos que, al menos, hasta superada la semana santa. 

Enlace a la página web de la película  


                                          Tema Un gran riu de fang de Pau Vallvé,
                                          autor de la banda sonora de Món petit     

martes, 12 de marzo de 2013

SHERYL CROW & LANCE ARMSTRONG: MENTIRAS ARRIESGADAS DE DOS «ÁNGELES CAÍDOS»

Hace unos dos meses, concretamente el 16 de enero de 2013, Lance Armstrong concitaba la atención de los espectadores de medio planeta al confesar en el programa de Oprah Winfrey la gran mentira en la que había vivido en razón del plan de dopaje que siguió con el afán de convertirse en un astro de la bicicleta. Armstrong debió aparcar momentáneamente esa soberbia y engreimiento que le caracterizan para dejar paso a un ejercicio de sinceridad y entonar un amago de disculpa por haber jugado sucio en un deporte, desde hace tiempo, bajo sospecha en que los rescoldos del dopaje parecen avivarse a tenor de los recientes descubrimientos de casos de empleo del ozono para transfusiones, indetectables en los controles llevados a cabo por organismos tales como la UCI (Unión de Ciclismo Internacional). Al rebobinar sobre esas páginas de oro que presuntamente había escrito el texano para la Historia del Ciclismo, contemplaba la imagen de la cantante y compositora Sheryl Crow subida en lo más alto del podio al lado de Lance Armstrong. Al destapar L’Equipe un hipotético asunto de dopaje que involucraba a US Postal y a su líder Lance Armstrong, Sheryl Crow saltaría a la palestra para negar la mayor y defender a su amado con el que proyectaba casarse y formar una familia. Al salir a flote la verdad, en cambio, Crow parece haberse evaporado del mapa y ha levantado un muro de silencio para blindarse de cualquier ataque que la pueda salpicar. Con la misma contundencia que defendía a ultranza a su prometido, Crow mejor hubiera tomado la determinación de entonar un mea culpa o reractarse ante los medios de comunicación que dejó en mal lugar. Pero su callada por respuesta se presume como un gesto que poco o nada habla a favor de su honestidad personal. Lamento especialmente esta actitud en una cantante que he admirado a través de una serie de trabajos de indudable calidad en su cuenta de resultados profesional. Al tirar de hemeroteca, Sheryl Crow queda retratada cuando replica, a preguntas del entrevistador de Interviú sobre la relación existente entre el ciclista y George W. Bush, que «Por favor, Lance no es un personaje político. Es tejano, pero no es un republicano en estricto término. Y jamás miente». Sin embargo, la “perla” ya la había soltado Crow unos instantes antes en el curso de la entrevista, al contestar con cierta arrogancia: «Yo soy la droga de Armstrong y ojalá que eso no cambie nunca. Hay cierta perplejidad en los franceses, que no admiten que un hombre que luchó contra el cáncer pueda ganar siete veces consecutivas el Tour. Pero yo he visto día a día cómo ganaba los dos últimos, porque no me separaba de Lance. Yo sé exactamente cuál es su única droga». Por mucho menos, personajes públicos y privados se han sentado en el banquillo para declarar en calidad de imputados. La mentira de Armstrong acabaría, pues, transfiriéndose a Sheryl Crow, quien mientras su marido se sometía a un concienzudo plan de dopaje —con vías de escape en forma de ausencias de algunas horas o días para que no le detectaran en los controles la EPO asimilada a su organismo— se inspiraba en su iron man para la composición de algunas de las canciones incluidas, a la postre, en su álbum Wildflower (2006). Más que flores salvajes serían coronas de espinas que llevaría el «hombre crucificado» primero por parte de la prensa, después por distintos organismos antidopaje y en tercer término la sociedad en su globalidad. A partir de hacerse pública esta gran mentira que se ha transformado en todo un torpedo impactando sobre la línea de flotación del ciclismo, Crow ha querido mirar para otro lado. No está mal para alguien que lo compartió todo durante un tiempo con un desalmado que buscaba el éxito a cualquier precio. A su manera, Sheryl Crow sigue viviendo una gran mentira al colocar una barrera sobre sus recuerdos en torno a aquellos años en compañía de Lance Armstrong, dejando filtrar tan solo los sentimientos amorosos. Para un servidor la hipótesis de la doble vida no cuela cuando el dormitorio de unos ricos pasa a ser una colchoneta y los constantes cambios de ubicación obedecen a pautas más propias de prófugos de la justicia. Bien que lo sabía, pero ella prefirió cantarle al alba, a la par que proyectaba en ese cielo galo la idea de formar una gran familia, junto a Lance, en un rancho texano. Allí estarían a resguardo de los focos de los insidiosos periodistas galos que seguirían mancillando el honor de Armstrong, aunque sin saber que los movimientos en la sombra definitivos para inculpar al laureado ciclista se cocían en la Oficina Antidopaje de los Estados Unidos. Ni tan solo la cortina de su organización a favor de la lucha Contra el Cáncer —una enfermedad que asimismo padeció Sheryl Crow pero de la que afortunadamente se recuperaría— ha valido para cubrir públicamente las vergüenzas del que fuera encumbrado en el primer puesto del tour en siete ocasiones y que acabaría siendo el farolillo rojo en cuanto a decencia y honestidad profesional. En Crow, Armstrong tuvo la "perfecta" encubridora. Mentiras arriesgadas para estos dos «ángeles caídos».  

Enlace a la entrevista íntegra de Interviú con Sheryl Crow en 2006:

http://www.interviu.es/entrevistas/articulos/sheryl-crow

viernes, 1 de marzo de 2013

ESTHER: CARTA ABIERTA A UN SER QUERIDO

Conforme el agua llega a la orilla, al compás de un ritmo que se aviva cuando azota el temporal, las promesas que dibujamos sobre la arena se van borrando hasta su desaparición. Solo aquellas formuladas con un propósito eterno resisten esa acción sincopada de la Madre Naturaleza con el Dios sol y la luna siendo notarios de semejante ritual. Observo con detalle estos días en que la naturaleza muda hacia la estación de los enamorados, la hondura de una huella depositada sobre la arena de una playa que estuve el pasado verano, enfundada de melodías de Neil, siempre Neil Young, y con un símbolo en forma de herradura situado en ese paisaje esquinado de la costa Mediterránea. Allí sigue grabado el nombre de Esther, la bella dama rubia de ojos azules que se me iluminó en los márgenes del camino de la vida y que, desde entonces hemos recorrido juntos, el uno al lado del otro, entrelazando las manos y sintiendo que el latido de nuestros corazones lo hace al unísono. Recuerdo cada minuto, cada instante de ese día de San Fermín. Nunca antes nos habíamos visto, pero las miradas delataban que quizás nos habíamos visitado en un sueño ocioso de cumplirse, buscando refugio en un juego inocente que no pasó desapercibido por aquellos tutores de la realidad que nos rodeaban. Allí nació nuestro amor pero no lo verbalizamos hasta pasado un par de días. El manual del enamoramiento se abrió por la primera página y la leve brisa de esa tarde vespertina iría corriendo las hojas. Hojas prendadas de una fragancia que irradia nuestros corazones, las eleva a un estado placentero en que una confesión prefigura un deseo, creando un bucle de conexiones infinitas hasta el punto de razonar por separado que hemos conocido el amor, el verdadero amor, esculpido sobre una roca granítica incapaz de sufrir las embestidas del paso del tiempo. A esa roca me aferro para meditar sobre el futuro que nos aguarda, en que la incomprensión de algunos viajará, cuál alforjas, en el compartimento de ese tren de la vida cuya última estación se sitúa en un punto indeterminado de la línea del horizonte teñido de un cielo rojizo, anuncio de nubarrones dispuestos a presidir una jornada de duelo. Quizás entonces, al final del camino, algunos vuelvan la mirada y piensen que ese amor mereció ser vivido, pero que la propia codicia, el temor y, porqué no, la frustración personal nublarían sus mentes y silenciarían sus corazones con apremio a ignorar una verdad enconfrada de sentimientos enraizados en una tierra mágica custodiada por un ejército de Cupidos. Unos cuantos de ellos llegarán a preguntar al viento que peina las lápidas de un vetusto cementerio (muy del gusto de ella) quién fue el compañero de Esther durante todo este tiempo, el hombre que la hizo feliz hasta la extenuación, la colmó de amor y vistió sus deseos con los mejores trajes de gala. Quién sabe, posiblemente en ese instante expiarán sus culpas, se lamentarán de sus silencios y se podrán desprender de ese velo en forma de burka que les hacía mirar, desde una pequeña rendija, en una única dirección movidos por el principio vector que el camino de cada uno de nosotros está trazado de antemano, y ninguna voluntad ajena o propia lo puede hacer alterar. Craso error. Si alguna lección podemos extraer del libro de la vida es que el dictado del corazón corrige nuestros pensamientos sopena que nos convirtamos en meras máquinas auxiliadas por dispositivos tales como una convivencia en pareja presidida por una dinámica que cabalga a los lomos de la monotonía, del tedio y de la ausencia de alicientes. Sobre esa montura bien sabe ella que no me encontrará. Esther, mucho más que un sinfín de personas que han recorrido o recorrieron un tramo conmigo de ese camino existencial, sabe de mi carácter indómito, de ese constante empezar de nuevo y no dar por válido nada de lo realizado. Ese es el «espíritu Neil Young» en el que me reconozco, el músico, el hombre que sirvió de tarjeta de visita para conocer a Esther en esta tarde bañada por los rayos de sol que luego se convertiría en el sueño de una noche de verano donde empezaría a fermentarse una relación sincera, franca, intensa y con visos a perpetuarse. No fue un plato precocinado en las salas de la privacidad de Internet; surgió natural, sin proponérselo. Un amor del siglo XIX en el contexto de los albores del siglo XXI. Gracias Esther por vivir dentro de mi corazón.


                       Dedicado a Esther, Ambulance Blues, uno de mis temas favoritos
                                  del álbum On the Beach (1974) de Neil Young