lunes, 22 de abril de 2013

«LITTLE BOY BLUE» (2012) DE EDWARD BUNKER: BALADA TRISTE DE ALEX HAMMOND


Durante mi estancia en Gijón con motivo de la celebración del Festival de Cine capitaneado por José Luis Cienfuegos que lleva el nombre de la segunda ciudad de Asturias (la primera en orden balompédico), varias anécdotas se agolparían en el casillero de los recuerdos pero uno especialmente curioso. Con la desazón por bandera tras asistir a varias sesiones de la programación oficial en que tributaría el mal llamado cine indie, me refugié en la (re)visión de clásicos o repesqué títulos con aliento de cult movies como Libertad condicional (1978). Programada en horario nocturno en un Teatro Jovellanos al que le urgía un «plan renove» (finalmente acometido al cabo de los años), me acomodé en su vetusto patio de butacas y mientras contemplaba la cinta protagonizada por Dustin Hoffman las malas lenguas hablaron que asimismo se encargaría de la dirección soto voce, en virtud de su disconformidad con el planteamiento artístico de Ulu Grosbard—  tuve presente en todo momento que a mi espalda se encontraba Edward Bunker (1933-2005). Lo irónico del asunto es que Bunker había sido el autor de la novela No hay bestia tan feroz (1972), inspirador del relato fílmico que Hoffman, en posesión de una carrera en ascenso, quiso convertir en otro de sus one man show. Allí estaba él, invitado por el certamen astur, para levantar nuevamente acta de las bondades o defectos de Straight Time, primero de sus encuentros con el mundo del cine donde las sombras de su personalidad errante forjada a golpe de internamientos en centros penitenciarios desde muy temprana edad, se podían intuir en el panorama de tramas policíacas de signo fatalista, léase Heat (1995) Jon Voight brindándose para el rol de Nate a un ejercicio mimético de un look que enfatiza su rudeza merced a un bigote a lo Pancho Villa  o Reservoir Dogs (1992), la opera prima de Quentin Tarantino en la que incorpora él mismo al personaje de Mr. Blue. Ese mismo día en que ambos asistíamos a la proyección presumo en una copia de 16 m/m; de estos ardides estuvo minado el Festival de Libertad condicional le pude realizar una entrevista pero ésta nunca llegaría a publicarse. Independientemente de ello, recuerdo haberle formulado una pregunta sobre los títulos de ambiente carcelario a los que Bunker daba más crédito. Entre las producciones que citó se me quedaría grabado Cool Hand Luke, La leyenda del indomable (1967) en su traducción para el estreno en nuestro país. Fue el año que nací. Por aquel entonces, Bunker contaba con cuarenta y cuatro años, y aún no había publicado una sola novela. Estaba “ocupado” en ir dando forma a su particular leyenda de un indomable «condenado» a los pocos años de su existencia a saberse sin otro hogar que el de los correccionales e incluso instituciones psiquiátricas que frecuentaría preferentemente en el estado de California. El destino le había arrancado de un zarpazo el valor de la inocencia privativa de la infancia y de la adolescencia. Little Boy Blue (1981), la pieza autobiográfica que vio la luz en tiendas con el cambio del decenio que había significado su toma de contacto con el celuloide, habla en primera persona de todo aquel tramo vital. Lo hace a través de su alter ego, Alex Hammond, limando las aristas de un relato que hubiera podido balancearse hacia un enfoque dickensiano, procurando que su texto se aparte del tremendismo y busque asidero en el calor humano, aunque fueran simples destellos, que asoman en el interior de recintos penitenciarios donde el vocablo libertad es una vaga ilusión o aspiración.
   Treinta años después de su publicación en los Estados Unidos, Little Boy Blue ha aparecido en el mercado editorial en lengua castellana de la mano del sello Sajalín. En su firme propósito de articular una «Biblioteca Edward Bunker» dentro de la Colección Al margen, iniciada con la publicación de la susodicha No hay bestia tan feroz, a la que seguirían Perro come perro (2010), Stark (2010), Animal Factory (2011) y hace pocos meses Little Boy Blue, Sajalín puede vanagloriarse de contar entre su catálogo con un excelente narrador que encontraría en la lectura el refugio necesario para evadirse de una realidad marcada por la ausencia y, por ende, la falta de afecto de sus progenitores. Procaz lector, al cumplir la treintena, Bunker ya era un tipo culto al amparo de la infinidad de obras que, a muy largo plazo, acabarían operando un efecto redentor en su persona. Merced a esas horas de vuelo acumuladas en su inviolable pasión por la lectura, se encuentra la llave maestra para entender el porqué Little Boy Blue podría ser proclamada, sin ambages, como una de las más altas muestras de creatividad literaria articuladas desde el conocimiento de la realidad penitenciaria de los años cuarenta en los Estados Unidos a través de la mirada de un chico. Su capacidad descriptiva de una cruda realidad no entra en conflicto, como apuntaba, con un tono amable en las formas de un discurso surgido al dictado de una voz interior incapaz de dejarse dominar por el negativismo. Bunker borda un relato hilado de recursos alegóricos impresionante su capacidad de sublimar la negrura que se respira en los espacios por donde transita Alex, léase las prisiones de Whittiers o Preston, correccionales para menores de edad o manicomios—, propios de alguien que domina el arte de escribir con un pie puesto en la tradición literaria a la que había rendido pleitesía en la soledad de su celda. En sus últimas páginas, Bunker se reserva una puerta a la esperanza toda vez que su tía Ava y el marido de ésta, Ray ambos regentan un pequeño bar-restaurante en la soleada Californiale ofrecen un hogar. Pero el instinto de Bunker al igual que tantos de los chicos que conocería por distintos centros penitenciarios, incluido Max Dembo, el personaje sobre el que pivota el relato de No hay bestia tan feroz le conducirá nuevamente por la senda del delito, situándose en «el lado salvaje de la vida». Sobre ese alambre se balanceará el cuerpo y el alma de Bunker en Mr. Blue: Memoirs of a Renegade (1999), que amplía el horizonte autobiográfico consagrado en primera instancia para ese «pequeño niño triste». Alba Editorial estuvo diligente al publicar la obra finisecular de Bunker bajo el título La educación de un ladrón (2003). Pero lejos de que este título quedara consignado a modo de oasis en el panorama de publicaciones en lengua castellana referido a su autor, Sajalín lleva tiempo empecinado en sacar a la superficie una obra que solo el paso del tiempo calibrará en su justa medida, la de un portento de la narración que supo ponerse en pie después de recibir cuatrocientos golpes. A medio camino entre el cine de François Truffaut y el de Tarantino estaría el punto medio conforme a aquilatar un proyecto para la gran pantalla que adaptara Little Boy Blue, una de las mejores novelas leídas por un servidor en los últimos años.


jueves, 4 de abril de 2013

ALAN SPLET (1939-1994) Y LA FÁBRICA DE SONIDOS EN LA TRASTIENDA DE LA INDUSTRIA CINEMATOGRÁFICA


A día de hoy, Eraserhead / Cabeza borradora (1976-1977) sigue situándose en la parte alta de piezas más extrañas que he podido contemplar en la gran pantalla a lo largo de mi vida. A partir de su descubrimiento en un lejano pase en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya seguí la pista de su «hombre orquesta» David Lynch, capaz de «septuplicarse» en director, guionista, productor, compositor, diseñador de producción, montador... y técnico de sonido. Una tarea, esta última que, lejos de relevarse subsidiaria, alcanza en el pensamiento de Lynch una importancia suprema, siendo su primer largometraje el punto de colaboración definitivo para saber que el cineasta de Montana había encontrado en Alan Splet (1939-1994) su «alma gemela» en cuanto a comprensión de un lenguaje necesariamente acoplado a lo que dicta la imagen. Así, el estudio pormenorizado del cine de Lynch pasa inexorablemente por la evaluación de un sonido diseñado por la «factoría» Alan Splet, cuyo arsenal de grabaciones de sonidos de una exquisita calidad, ya sea captado de la naturaleza o por instrumentos de muy distinta condición no encuentra parangón entre los de su profesión. Lynch señalaría que la peculiaridad de la forma de obrar de Splet se debió a su formación de violoncelista, de amante de la música clásica que le llevaría a afinar su oído hasta ir dando cabida a la capacidad de discernir entre una infinidad de sonidos orgánicos y no orgánicos. El paso siguiente para Splet se establecería en razón de su carácter obsesivo y metódico, proponiendo toda clase de registros sonoros bajo el patrón de una «hipercalidad» —en expresión del propio Lynch—, creando una base de datos sin precedentes fruto de una labor estajanovista. Aquel pelirrojo próximo al 1,90 m, y delgado como un alambre, ya había dado prueba de su devoción en un desempeño profesional nada esquivo a las horas extras (aunque fueran sin remunerar) al cubrir ocho semanas de su existencia, diez horas al día, en razón de la búsqueda del «santo grial» sonoro para la confección de Eraserhead. Lynch estuvo en la “retaguardia” de esa prospección de sonidos arbitrada por Splet que parecía palpitar en las entrañas de una vieja fábrica de Filadelfia, el set escogido para acomodar una producción refractaria al box-office y con el “certificado” de cult movie en su hoja de embarque rumbo a salas alternativas del circuito comercial.  
   Al revisar por primera vez El club de los poetas muertos (1989) —una vez más, uno de los títulos que en las fechas de su estreno me situaría sobre la pista de otro gran cineasta, Peter Weir— hace pocos días, me he vuelto a percatar de la importancia del desarrollo creativo de Alan Splet. No en vano, en el capítulo de extras de Dead Poets Society se dedica una sola pieza a glosar la tarea profesional de Splet, siendo el propio Weir quien introduce al personaje en cuestión para luego Lynch tomar el testigo y, a través de una locución grabada, hacer un somero repaso de una colaboración que se había iniciado de una manera un tanto fortuita en 1968. Aquel año Robert Cullum, el técnico de sonido del corto The Grandmotheracumularía demasiado trabajo e invitaría a Lynch para que empleara a su ayudante, Alan Splet. El recelo inicial pronto se transformaría en una colaboración franca y evaluada desde la mutua admiración. Allí están los resultados de El hombre elefante (1980), Dune (1984) y Terciopelo azul (1986) para levantar acta de la importancia del sonido en el tejido orgánico de sendas producciones que desprenden incluso en la actualidad un aroma distinto a lo que están acostumbrados nuestros paladares. Al igual que Lynch, Weir, Carroll Ballard o Phillip Kaufman accedieron al gigantesco archivo sonoro para acoplar las imágenes o un sonido definido desde el valor de lo singular, imprimiendo ese relieve insondable que vamos descubriendo en la medida que desentrañamos los misterios ocultos en el corazón de sus propuestas cinematográficas. A los cincuenta y cuatro años, Alan Splet se iría de este mundo por la puerta de atrás, sin hacer ruido. La Industria cinematográfica le honró con un Oscar al Mejor Sonido por El corcel negro (1979) —producida por la Zoetrope de Francis Ford Coppola, otro director que concede al sonido una importancia vital— , pero él no acudió a la ceremonia y así pasaría a engrosar la nómina de ausencias encabezada por George C. Scott y Marlon Brando. Óbviamente, ni por asomo el nombre de Alan Splet suscita el (re)conocimiento que merecen Scott y Brando, pero entre los coineusseurs de una disciplina imbricada con lo que sugiere las imágenes deviene sinónimo de leyenda. Y en el abecedario de Lynch, al llegar a la altura de la «S» podemos leer «Sonido» y «Splet», «Splet» y «Sonido». Tanto monta, monta tanto.