lunes, 20 de mayo de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA», TEMPORADA 1 (2001): VIVIR Y MORIR EN L. A.


Confieso que el visionado de series de televisión manufacturadas a lo largo de la primera década del siglo XXI ha sido una de las asignaturas pendientes que, en la medida de lo posible, trataré de “aprobar” en lo sucesivo. Nacida prácticamente con el nuevo siglo, la elección de Six Feet under («A dos metros bajo tierra») (2001-2005) parecía una propuesta a considerar entre una primera tanda de visionados orientados hacia el espacio de la pequeña pantalla de lo que algunos especialistas ya se han anticipado en denominar la «Nueva Edad de Oro de la televisión de los Estados Unidos». La cadena privada por cable HBO, que cuenta con unos cuarenta millones de abonados a lo largo y ancho del país norteamericano, ha sido pieza fundamental para este renaissence "catódico", contabilizándose A dos metros bajo tierra entre las series que mayores réditos económicos pero asimismo artísticos les proporcionaría en el arranque del tercer milenio.
   Tras el visionado de los trece episodios de la primera temporada cabe extraer algunas conclusiones no en su formulación de certezas sino más bien de impresiones personales que, en cierta manera, abonan una teoría particular sobre los numerosos interrogantes que se ciernen sobre una serie construida me expreso en términos generales sobre la base de una idea o de un punto de partida robusto a todos los niveles pero que va perdiendo fuelle a medida que los personajes y las situaciones creadas progresan hacia... una indefinición. En el ecuador de la primera temporada de Six Feet Under he tenido esta sensación pero por fortuna el equipo creativo liderado por Alan Ball supo sortear el bache, ofreciendo una capa extra de interés a la serie a través de un sentido del humor que incrimina de forma especial a Nate Fisher (Peter Krause), y va desgranando ese pasado oculto que afecta a la novia de éste, Brenda (Rachel Griffiths). Con todo, en ninguno de estos capítulos falta la premisa inicial, el de una muerte que coge de improviso a sus víctimas en situaciones de lo más estrafalarias y apartadas de la lógica de lo sensato y de lo razonable. De ahí que, al cabo, entendamos que el alma matter del proyecto, Alan Ball, ya había ideado este ardid para el capítulo piloto, la tarjeta de visita con la que convencer a los directivos de la HBO de la bondad de un proyecto que se sale de la tangente, orilla lo trillado y nos presenta la realidad de una familia “disfuncional” que debe superar el trance de la pérdida de la figura paterna Nathaniel Fisher (Richard Jenkins), a la par que artífice de un negocio de pompas fúnebres sometido al arbitrio de una competencia un tanto desleal y un mercado de clientes fluctuante. Indudablemente Ball, una de las personalidades punteras del lobby gay de la costa Oeste de los Estados Unidos, amplía su fijación por la problemática homosexual ya expresada en American Beatty (1999) por la que sería acreedor de un Oscar al Mejor Guión a través del personaje del hermano menor de Nate, David  (Michael C. Hall), y su relación sentimental sostenida con el agente de policía Keith Charles (Matthew St. Patrick), no sin algún que otro paréntesis en forma de aproximación al mundo de las drogas por parte del principal implicado en el negocio heredado de su progenitor. A propósito de este “descenso a los infiernos” por el que transita David con arreglo a mimetizar el comportamiento de su nueva pareja, se desarrolla una de las tramas argumentales de Life’s Too short («La vida es demasiado corta», episodio 9) que, a mi juicio, es junto a The Foot («El pie», episodio 3)—, el mejor de esta primera temporada. Además de su extraordinaria calidad guiada en la dirección por John Patterson y el canadiense Jeremy Podeswa, ambos episodios tienen como denominador común entre el elenco de secundarios al amigo de la pelirroja Claire Fisher (Lauren Ambrose) la benjamin de la familia—, Gabe Dimas (Eric Balfour). Su tragedia familiar sirve para dar pie a una “renovación” de la amistad para con Claire, cuya participación en la serie experimenta un considerable empuje en el tramo final de esta temporada inaugural, en sintonía con la realidad que se abre a nuestros ojos sobre otro clan familiar, los Chenowith, cautivo de un pasado que conoce de distintas versiones según quién las exprese. En este ámbito domina perfectamente la partida Brenda, cuya relación fraternal con su hermano menor Billy (Jeremy Sisto), recuerda de soslayo aunque con los papeles cambiados a la mantenida entre Daniel (Timothy Hutton) y Laura Isaacson (Amanda Plummer) en la versión cinematográfica de El libro de Daniel, la excelente novela de E. L. Doctorow.  Sin duda, sendos personajes darán juego en las venideras temporadas ya entrada en la América post 11-S; el capítulo 13 emitiría justo un mes antes—  para una serie que tiene en la dialéctica entre realidad-ficción (ya sea a través de un efecto alucinatorio como el que la sucede a la matriarca Ruth/Frances Conroy, de la necesidad de evocar una ausencia reciente o de algún que otro recurso expresado en el papel y posteriormente transcrito en imágenes) una de sus señas de identidad.
    Con la salvedad de algunos capítulos intermedios, A dos metros bajo tierra en su primera temporada supera con nota mis expectativas iniciales y en las próximas fechas me sumergiré en las esencias de su segunda temporada una vez fijado sobre su suelo orgánico donde moran espectros del pasado esas conexiones emocionales y sentimentales establecidas entre los miembros de su comunidad familiar, y los que operan en sus “aledaños”. Allí donde se nos presenta un retrato certero de una sociedad que bajo un manto de apariencia se esconden calcando el fundamento temático de American Beautylas pulsiones más privativas de individuos que buscan su lugar en el sol o... a dos metros bajo tierra.  

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