domingo, 11 de agosto de 2013

«SERES ILUSTRADOS» O CUANDO LOS TATUAJES HABLAN DE NOSOTROS

Verano es una estación del año propicia para que la gente perciba algo más de cada uno de nosotros. Dejamos filtrar aspectos de nuestra personalidad a través de conversaciones apostados en terrazas con las que combatir los rigores propios del calor; las mal denominadas redes sociales habilitan un exceso de mensajes que colapsan nuestros muros más que en otra estación del año; pretendemos que el amor ilumine los espacios más privativos de nuestros sentimientos... Pero asimismo para muchos, la visibilidad de los tatuajes, expuestos cuál trofeos en la superficie corporal, tratan de mostrar la necesidad de dejar constancia de una singularidad que, a menudo, no es más que una señal inequívoca de un déficit afectivo, de una promesa incumplida, de un temor o de una idolatría entendida como culto a una personalidad, no la nuestra, sino “externa”. Muchos se saben “diferentes” por lucir un tatuaje exclusivo; una “huella digital” expuesta a la luz del sol que pretende imprimir carácter, reforzar una personalidad malherida por el corazón doliente. Según mi percepción, estas “etiquetas” corporales han proliferado en los últimos años al compás de la necesidad para una gran mayoría de los que se aplican los tatuajes de sentimiento de pertenencia a un determinado “clan”, compartiendo con sus semejantes la pasión por una afición común, ya sea por la música, por los juegos de rol, por una ideología impresa con tinta del color de la intolerancia, etc. Prácticamente nadie de los que devienen clientes de tiendas de tatuaje piensan en que, una vez sus cuerpos se marchiten, la piel se contraiga fruto del paso de los años, aquellas imágenes prestas a lucir bellas y radiantes sobre la superficie corporal adoptarán formas bien distintas. El contraste será entonces severo, provocando que retiremos la mirada cuando una vieja o un viejo desdentado sentado en un banco de un parque deje semidescubierto el “recuerdo” de un lejano pasado, intuyendo la imagen de un dragón, una flor, un símbolo oriental o el rostro de una estrella de rock. Pero el verdadero sentimiento de repulsión provendrá cuando esas personas de la tercera o la cuarta edad se miren frente al espejo, y maldigan el día (de borrachera o no) que se decidieron por asistir a la consulta del «doctor Tattooo». Entonces, el dolor producto de la incisión de las agujas se soportaría con mayor facilidad porque la “recompensa” provenía de la aceptación, cuando no, de la admiración de los demás.  El ritual se había cumplido. Ya formaba parte de los nuestros o simplemente era una “ofrenda” para satisfacer a la pareja. Empero, cuando esos jóvenes que han mudado a la senescencia, resolverán colocarse frente al espejo, el dolor se tornará intenso. El más intenso posible, el que proviene de nuestra propia reprobación.
   Por mi propia naturaleza, no me resulta complicado proyectarme en el futuro. Un futuro no como el que muestra, por ejemplo, Ray Bradbury en sus Crónicas marcianas (1954), si no el que se sitúa a la vuelta de la esquina. Mi novela El enigma Haldane (2011) habla de ese futuro imperfecto, regulado por el “esclavismo genético”, que nos aguarda o que podemos imaginar será factible dentro de unos años, quizás décadas. Por eso pienso para una próxima novela distópica el escenario de una dama vieja que da de comer a palomas (¿mecánicas?: los elevados índices de contaminación habrá hecho estragos en las grandes ciudades superpobladas) que luce en la espalda el tatuaje de un dragón y en su brazo izquierdo una serpiente cuyas escamas aumentan la sensación de rugosidad de un cuerpo “en caída libre”. Lejos queda, por tanto, la belleza imaginada al correr de las páginas de El hombre ilustrado (1950), otra de las exquisitas piezas literarias de Ray Bradbury, pero en su formato de cuento: «El Hombre ilustrado era una acumulación de cohetes y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Cuando la carne se estremecía, las manitas rosadas gesticulaban, los labios menudos se movían, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los párpados. Había prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del Hombre Ilustrado como una vía láctea». En esa vía láctea que contiene el planeta llamado Tierra donde un número cada vez más creciente de su población opta por dar visibilidad a una “huella digital” en forma de tatuaje sin reparar en que nuestros cuerpos no han sido programados para la eternidad. La inmediatez o la evaluación al corto plazo, como tantos aspectos que rigen en nuestra sociedad, acaban imponiéndose sin calibrar las consecuencias que conllevarán en un futuro lejano o quizás no demasiado lejano.
  
   

        

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