lunes, 25 de noviembre de 2013

EN LA MITAD DEL CRUDO INVIERNO, EN EL ECUADOR DEL FIN DE LA NEFASTA «ERA RAJOY»... CON PERMISO DE LA «SECTA»

El pasado jueves día 21 de noviembre se cumplía la primera mitad de la legislatura del Partido Popular (PP) en el gobierno del estado español. No hace falta ser un lince para pronosticar que en la punta de lanza de la acción del gobierno para la segunda parte de la legislatura se situará pura propaganda cocinada en la trastienda del partido con miras a ganarse la confianza del electorado y así repetir victoria a finales de 2015. Un escenario que se me antoja harto improbable si atendemos a que el cabreo de gran parte de la sociedad española es mayúsculo. ERES, cotas de paro instaladas en el 27 %; huelgas auspiciadas por el sector de la educación, de la sanidad, de la limpieza; un sector cultural que se desangra con la estocada que ha supuesto el incremento del IVA al 21%; recortes de salarios, del poder adquisitivo de los pensionistas; de una clase media diezmada... Personalmente, pienso que la sarta de mentiras, medias verdades, falsedades o cómo quiera llamarse no alcanzarán al PP para revalidar la victoria electoral de 2011 que tuvo lugar, cabe recordar, en pleno cisma de un PSOE que había negado hasta la nausea una crisis económica de caballo. Y eso acabaría pasando factura al partido liderado por José Luis Rodríguez Zapatero, conduciéndoles a su particular travesía por el desierto durante un par de años hasta que en estos últimos días han llevado a cabo la escenificación de un “rearme” moral, acoplado de un ejercicio de catarsis.

   Hace poco en el marco de una de esas comidas familiares de “obligado” cumplimiento que se van concentrando a finales de año, mostré mi incredulidad ante una votante del PP del porqué volvían a confiar en un gobierno que desde muchos puntos de vista nos ha devuelto veinte o treinta años en el tiempo en materia de unos derechos colectivos e individuales ganados a pulso con el esfuerzo sobre todo de nuestros progenitores y de nuestros abuelos. Entonces, la sordina atacó sus oídos. Frente a semejante actitud no tuve por menos que formular una pregunta al aire: «tan sols t’importa el del teu voltant si et va bé i la resta gens? («¿tan solo te importa lo de tu alrededor si te va bien y el resto nada?»). La respuesta fue: «Si, és així» («si, así es»). Frente a semejante contestación llegué a la siguiente conclusión expresada en voz alta: «els votants del PP sembleu que pertanyeu a una secta. Facin el que facin els seguiu votant com si fossiu una secta» («los votantes del PP parecéis que pertenecéis a una secta, Hagan lo que hagan los seguís votando como si fueráis una secta»). Una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro. A renglón seguido desistí de mostrar mi enojo frente a esas miradas del resto de los comensales que parecían tensar los músculos de su cara conforme a la viva expresión de la necesidad que la política no interfiera en esa (falsa) armonía presta a presidir una tarde en familia. Al cabo, entendí la realidad de un país que se desmorona pero una buena parte de su población hacen oídos sordos en función de si a ellos les va bien (en su círculo familiar más estrecho, se entiende), ofreciendo ese voto cautivo con el que sintonizan en materia de inmigración, de educación, de soberanía nacional, etc. No puedo llegar a otra conclusión que esa parte de la población que votará el PP a finales de 2015 obedecen a estímulos propios de una secta, en cuya cúpula se encuentran una serie de personajes que en cualquier país con una tradición democrática bien asentada hubieran debido rendir cuentas con el parlamento de rigor para luego hacer frente a un tribunal de justicia. Esa justicia que ha mostrado en un escrito elaborado por el Juez Pablo Ruz indicios de una contabilidad B en el PP que llevan todas las trazas de ser certezas absolutas. Semanas atrás, el presidente del gobierno Mariano Rajoy había negado en una entrevista a una cadena estadounidense la existencia de una financiación irregular del PP. Los asesores de Rajoy trataron de eliminar las preguntas relacionadas con el caso Bárcenas, pero la red nos ha suministrado esa parte oscurecida del "relato" amable de Rajoy frente a los focos de la cadena televisiva USA. En realidad, esa es la táctica en la que se ha instaurado el PP prácticamente desde el principio de la legislatura, pero también bajo el gobierno de José María Aznar. Esta misma semana Rajoy ha sido convocado para que se explique en sede parlamentaria al albur de los escritos del juez Ruz que contradicen ese tono exculpatorio del presidente del gobierno sobre la cúpula de mando del partido de la que formaba parte en la década pasada. La mentira será una vez más la moneda de cambio de un presidente empecinado en hacernos ver una realidad muy distinta a la que se respira a pie de calle. Un ejemplo más: con motivo de cumplirse el ecuador de su legislatura, el ínclito Rajoy, a preguntas de un periodista de RNE, se mostraba firme en su convencimiento que al cierre de la misma el número de parados se reducirá en relación a los que se habían encontrado registrados a su llegada a la Moncloa. Sabe que resulta una auténtica entelequia, pero hace su enésimo brindis el sol. Un sol que ciega la mirada de quienes rigen nuestros destinos, recibiendo eso sí la consigna por parte de su presidente que «resistir es vencer». De ahí que quiera a toda costa la continuidad de cada uno de sus ministros, incluidos José Ignacio Wert y Cristóbal Montoro, el colmo de la desfachatez exhibida al frente de sus respectivas carteras, las de Educación y Cultura, y de Hacienda. Saben que nos llevan al precipicio pero ellos ministros, asesores a la presidencia, directores generales, etc. ya tienen activados sus paracaídas para acabar aterrizando quién sabe si en el comité de gestión o de asesoramiento de una empresa privada ligada al sector financiero, sanitario, bursátil o energético. En todo caso, en mi particular libro de texto figurará la etapa de Mariano Rajoy como la peor de la democracia, en que tardarán años, sino décadas, en corregirse el desaguisado en diversas materias verbigracia de un gobierno que ni siente ni padece para con los más desamparados en justa correspondencia con el temperamento de su nefasto presidente.  

sábado, 23 de noviembre de 2013

««AQUALUNG» (1971) de Jethro Tull: LA VOZ DE LOS MARGINADOS

Atrapados en esa fiebre consumista en los aledaños del periodo navideño no rehuyo la mirada de esos «sin techo», parias de la sociedad que ya no obedecen a un perfil definido antaño sino que han acabado en el sumidero de la marginación inclusive al poco de cumplir los treinta años, siendo indistintamente del género masculino o femenino, procedentes de esas clases medias que han caído en las brasas de un sistema gubernamental que funciona cuál apisonadora sobre la base de cargas fiscales con un efecto estrangulador de la economía productiva. Entonces, echo mano de la discoteca personal relativa al rock y, al llegar a la altura de la «J», me detengo en Jethro Tull para extraer de su fondo musical el célebre Aqualung (1971), un disco que muestra en su portada la imagen de un homeless (el propio Ian Anderson) enfundado en un abrigo de tonos cobrizos mientras al margen derecho superior del plano podemos leer en el encabezamiento de un cartel pegado en la pared la leyenda «Spend Christmas».  Sin duda, para el conocimiento de la obra de Jethro Tull pasa inexcusablemente, en su particular abecedario, por iniciar el recorrido por la «A» de Aqualung, título sugerido por los estímulos sensitivos de Mr. Anderson al acomodar el sonido de desgaste expresado por un mendigo en una noche de frío invierno en forma de bufido con la del pulmón acuático que portan a sus espaldas los buzos. Así de sutil se mostraría Ian Anderson en aquellos tiempos felizmente casado con su primera esposa Jennie. Un matrimonio que, además de compartir techo, lo haría en los créditos del tema del álbum epónimo, aunque la realidad fue sustancialmente diferente dado que Jennie tan solo dio el pie (la fotografía de un homeless y un par de versos introductorios) a un texto cincelado por Ian Anderson, elocuente sobre esa vida misérrima soportada a la intemperie («Do you still remember December foggy freeze / When the ice that clings on to your beard is screaming agony») por un personaje inventado, el de Aqualung, que vuelve a cobrar protagonismo en “Cross Eyed Marry”.
   En los estertores del franquismo, a los censores de la dictadura se les acumularía trabajo. Todo lo que sonaran a pernicioso, que atentara contra el orden moral y las buenas costumbres, era susceptible de eliminarse. Por tanto, en el punto de mira de los censores estaba inexorablemente ese rock proveniente de las Islas Británicas o del otro lado del Atlántico. Por ejemplo, Zuma (1975) de Neil Young debió publicarse en nuestro país sin el tema “Cortez the Killer”. Otro tanto de lo mismo sucedería con “Locomotive Breath”, la canción de cierre (en su cara «B» a efectos de su edición en vinilo) de Aqualung cuyas alusiones religiosas («He picks up Gideons Bible / Open at page one / God he Stole the Andel and the train won’t stop going / No way to slow down») no debieron agradar a la censura. La chapuza acabaría de consumarse cuando la editora discográfica se avino a reemplazar “Locomotive Breath” por el tema “Glory Row”, descarte del posterior disco de Jethro, War Child (1974). Por fortuna, las distintas reediciones de Aqualung contienen uno de los temas más apreciados por los tullianos. La que posee un servidor data de 1996, en conmemoración del 25 aniversario de la publicación de un álbum presidido por numerosos problemas en su fase de grabación. De ello levanta acta Ian Anderson en uno de los cortes del disco-tributo —en forma de bonus tracks— en que rememora con voz calma y, a la par solemne, esos días de invierno de la temporada 1970-71 en los estudios de nuevo cuño Island Records, sitos en la londinense Basing Street. Allí se dieron cita los Led Zeppelin para rubricar asimismo su cuatro álbum, el que les otorgaría un pasaporte a la fama mundial con “Stairway to Heaven”. Esas escaleras al cielo del rock que para Jethro Tull significaría un álbum erróneamente señalado de conceptual, pero que infunde un interés prioritario por mostrar un bestiario en forma de seres camino o instalados en la marginalidad, al tiempo que desprende un aroma autobiográfico (“Cheap Day Return”). Una ráfaga de aire que involucra a Ian Anderson con su figura paterna, intuida tan solo en el conjunto de ese vendaval que se levanta al paso del aliento de la locomotora donde en sus vagones se registra la imagen sombría de un homeless. Ajeno a que algún revisor advierta su presencia y le haga apearse en la siguiente estación, Aqualung sigue el ritmo de los acordes al bajo de Jeffrey Hammond Glenn Cornick le cedería el testigo tras su participación en tres álbumes en estudio, a saber This Was (1968), Stand Up! (1969) y Benefit (1970)—, de la guitarra eléctrica de Martin Barre, de la percusión y la batería de Clive Bunker, del piano y del órgano (con acople del melotrón, instrumento “impositivo” del rock sinfónico de la época) de John Evan, y de la guitarra acústica y la flauta de Mr. Anderson. Una line-up de verdadero calado que principia en la esencia del arte tulliano que en su primer disco de la década de la 70 embestiría con fuerza contra algunos de los pilares “sacrosantos” de las instituciones de la sociedad dispuesta a dar la espalda a los desarraigados, sombras que deambulan bajo las luces de una Navidad en que las apariencias engañan.                

miércoles, 20 de noviembre de 2013

«LA CARTERA DEL CRETINO» (2013) de Kurt Vonnegut: LA MIRADA DESDE TRAFALMADORE DE UN HUMANISTA

«Dios mío, concédeme la serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
el valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar
 y la sabiduría para distinguirlas»

Reinhold Niebuhr (1892-1971)



Desde que tuvo uso de razón, sobre todo a partir de la experiencia vivida durante la Segunda Guerra Mundial con los bombardeos sobre la ciudad de Dresden (de ahí sacaría las notas necesarias para su ficción literaria Matadero Cinco), Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007) supo las cosas que sí podía cambiar, empezando por evaluarse a sí mismo. Militó en el “Partido Humanista”, siendo un firme defensor de los derechos civiles individuales y colectivos de su país: «Habiendo sido un amante de los indios durante toda mi vida, siempre me escandaliza conocer a blancos que viven cerca de una comunidad india a la que desprecian. No abundan, y por lo que yo he visto, casi todos los miembros de este partido político que defiende la supremacía blanca y el darwinismo social, el partidos de los presidentes Ronald Reagan y George Bush: los Republicanos». Y ya se sabe que la música amansa a las fieras. Él fue una de ellas, una fiera literaria que expresaba sus pensamientos en voz alta, en tribunas académicas o periodísticas sin importarle demasiado herir la sensibilidad en especial de los poderosos. La música que le amansaría durante sus largas horas frente a una máquina de escribir sería esencialmente la ligada a un estilo musical con un color reconocible en su proceso de fermentación: «La gente a la que se considera negra, y que se considera negra a sí misma, es una minoría pequeña y fácil de derrotar, cosa del diez por ciento de todos nosotros. No obstante, esa gente ha realizado en este hemisferio la que tal vez sea la contribución que más consuelo e inofensivos estímulos ha aportado a la civilización mundial: el jazz». Un entretenimiento preferible, en todo caso, a los contenidos de la “caja tonta” de la que Vonnegut expresa que «la televisión norteamericana es muy parecida a una excavadora, en el sentido de que lo convierte todo en algo limpio, pulcro, plano y carente de vida y de personalidad. De todos modos, la mejor analogía de la tele  en el continuo espacio-temporal sería un agujero negro en que los mayores crímenes y estupideces, por no hablar de continentes enteros, podían hundirse hasta desaparecer de nuestras conciencias». Toda esta retahíla de razonamientos vonnegutianos los podemos localizar en el ensayo «El último de Tasmania» incluido en la edición de La cartera del cretino (2013) a cargo del sello de nuevo cuño Malpaso. La imagen icónica de Kurt Vonnegut —una cabellera rizada, una gorra convenientemente ladeada, un bigote poblado, unos ojos saltones y unas ojeras prominentes— domina la fajita que recubre la tapa del libro editado por Malpaso con la intención que pronto mude a otro en que se pueda leer con riqueza tipográfica 2ª edición y así sucesivamente hasta alcanzar la categoría de longseller. Lo será si la mayoría de aficionados a la literatura de cariz subversivo —ciertamente, están/estamos de enhorabuena en los últimos tiempos con a publicación de textos de David Nobbs, Hunter S. Thompson, etc.— acierten en localizar a Vonnegut una figura referencial inexcusable, cuya virtud literaria no estuvo tanto en sobre lo qué escribió sino cómo lo escribió. Y lo hizo con un estilo suelto, sobre la base de un fraseo corto, sin demasiado abalorios aunque el episodio inicial —«Entre tibio y Tumbuctú»— de serie de siete que comprende Sucker’s Portafolio pueda desmentirlo. En el mismo, Vonnegut muestra esa inclinación hacia un relato en el que planea la sombra de la muerte, uno de los temas que le obsesionarían al encarar la recta final de su tramo final, al que pertenece el citado ensayo de 1992 «El último de Tasmania». Más atrás en el tiempo nos debemos remontar para localizar el grueso de los distintos relatos cortos que conforman La cartera del cretino, algunos deudores de su veta teatral administrada no con demasiado fervor crítico en Feliz cumpleaños, Wanda June (1970) con traducción cinematográfica prácticamente opaca al conocimiento del espectador del siglo XXI. Se trata del Episodio dos, «Roma», no demasiado alejado de un guión que hubiera podido llevar la rúbrica de Woody Allen en la línea de Balas sobre Broadway (1994) si no fuera porque la heroína de la función, Melody lo carga el diablo de vitriolo de Vonnegut con frases del jaez de Nunca ha visto la televisión. Nunca he visto una película. Nunca he visto una obra de teatro. Papá dice que los libros, el cine, la televisión y demás son los que ensucian hoy en día la mente de los jóvenes». Un alma pura, en suma, en el erial vonnegutiano atestado de personajes cínicos, ventajistas, inmorales, mezquinos (entre ellos, el viejo Arthur Futz del episodio «París», nativo de Indianápolis, con unas señas de identidad sospechosamente cercanas al entorno afectivo del escritor de idéntica localidad)… y cretinos. Ese cretino al que hace alusión el episodio central de este volumen, un auténtico delicatessen de veinticinco páginas con sorpresa final. Una soberana lección de literatura creativa de tramo corto y preciso, conciso y por encima de todo brillante, calificativo indisociable a un escritor que bebió de muy distintas fuentes —por ejemplo, su interés por la Antropología le llevó a estudiar en profundidad sobre la materia, aunque su tesis no fue admitida a trámite— y que haría de la observación de la propia estupidez humana la herramienta más útil para articular un pensamiento encauzado en una docena de novelas, múltiples ensayos, piezas teatrales e incluso una autobiografía. “Píldoras” de ésta se pueden acceder a través de la lectura del texto que antecede a su inacabado cuento «La ciudad robot y el señor Caslow». Para entonces, La cartera del cretino ya ha proveído al lector de un arte que se mide desde la ironía y la necesidad de entender el mundo con distanciamiento si no queremos caer en un estado de perplejidad absoluta. Palabra de Vonnegut.

Enlace a la página web de Malpaso Ediciones


domingo, 10 de noviembre de 2013

«EL REGRESO DE REGINALD PERRIN» (1977) de David Nobbs: ORDINARIA LOCURA (2ª entrega)

Después de la deliciosa lectura que procuró a un buen número de habitantes del estado español Caída y auge de Reginald Perrin en lengua castellana el año pasado el guante estaba lanzado. Impedimenta lo ha recogido para este último tramo de 2013 en forma de segunda entrega de las andanzas de Reginald Perrin. Como señala Kiko Amat en su prefacio, la lectura de El regreso de Reginald Perrin (1977) guarda estrecha relación con el contenido de la obra seminal, y por ello es aconsejable “visualizarlas” conforme a un díptico indisociable. Han transcurrido varios meses entre la lectura de una y otra novela. De por medio he asaltado otros textos literarios, pero no me han hecho distraer la atención al tomar contacto de nuevo con el universo de Perrin. Amén de la huella que me dejó la lectura de Caída y auge de Reginald Perrin, ello se debe a que en mi subconsciente perdura aún la poderosa imagen de Leonard Rossiter, con esa figura encorvada (su correspondencia animalesca sería la de un cuervo) que trata de sacudirse una existencia de la que abomina, llevando a cabo un negocio suicida que inopinadamente se traduce en un boom de ventas, computando en el registro mercantil una franquicia de lo más rentable. Es precisamente esa secuencia temporal de la volatil existencia de Reginald Perrin la que se ha enquistada en mi memoria toda vez que vi a mediados los años ochenta la serie de la BBC Caída y auge de Reginald Perrin. Allí donde el bueno de Perrin contempla un negocio cuyo señuelo no es otro que ofrecer basura, cosas inservibles, a un precio que dista de traducirse en módico. Aros cuadrados, saleros sin agujeros, semillas que no se pueden plantar... todo lo absurdamente imaginable está recogido en el catálogo de la tienda Basura que acaba convirtiéndose en un franquicia de tal magnitud que los programas de sobremesa de ámbito nacional se rifan la presencia de su creador en los platós. A cada página leída se nota que el inglés David Nobbs (1935, Orpington, Kent) estaba rodado tras la publicación de la primera novela sobre el personaje en cuestión y parecía perfectamente consciente que tenía ante sí un filón por explotar. Sin tiempo a saborear la recompensa económica, ligada a la satisfacción personal (hasta entonces parecía resignado a que su talento natural podría caer en el más sordo de los olvidos), le hizo meterse en harina y librar el manuscrito de la segunda parte en 1976, justo un año después de la publicación de Caída y auge de Reginal Perrin. Por ello se percibe que El regreso de Reginald Perrin fue gestada conforme a una obra en continuidad, cuyo impulso creativo no se detuvo con el ardid que el ex empleado de la fábrica Lucisol ideara su desaparición para luego volver "a la vida" con otras identidades, a cuál más esperpéntica, absurda o descabalgada de la realidad mundana que le circunda. Mas, Nobbs se reservaría para la segunda entrega una idea que calzaría a la perfección con su manera de contemplar una sociedad capaz de imbuirse de un consumismo destilado de una enfermiza pasión por lo accesorio. En su metáfora sobre la sociedad británica de su tiempo preñada de una mirada harto irónica y de puro vitriolo, Nobbs borda un relato que enfatiza los aciertos de su obra precedente e incluso, merced a la evaluación de algunos tramos (el de la arenga fastizoide del propietario de un pub es desternillante por lo desquiciada de la misma) la podríamos situar un peldaño por encima en su cómputo literario en relación a Auge y caída de Reginald Perrin. Impedimenta ha vuelto a confiar en Julia Osuna Aguilar para la traducción de un texto que corrige al alza el número de expresiones en que inevitablemente cabe tirar del refranero español para que el lector acabe "empatizando" si sabe aún más con las vicisitudes de Reginald Perrin. Éste será coronado entre los emprendedores de las Islas Británicas merced a un negocio, a priori, condenado a convertirse en pasaporte directo para hacerse el harakiri. No hay mejor antídoto para entender el mundo que nos rodea en la actualidad en muchos sentidos, un calco de esa sociedad británica de los años setenta descrita por Nobbs con su habitual finura expositivaque el humor y, en particular, el británico. Un humor, el practicado en las Islas Británicas, cuyo principio activo (léase sustancia granulada) se toma disuelto en agua y se ingiere de un trago largo. Pero en el fondo del vaso sedimenta esa sustancia y se hace perenne en el recuerdo. Ese mismo símil vale para El regreso de Reginald Perrin, una obra que de no contar con un precedente de la categoría de Caída y auge de Reginald Perrin sería saludo como una de las piezas esenciales de un espectro literario que al cabo de los años dominaría la voz de Tom Sharpe. Poco antes, sin embargo, la de Nobbs se dejaría sentir con fuerza en virtud de la creación de un personaje, el de Reginald Perrin, que tiene entrada propia en el acervo popular british desde que su desencajada figura se desprendiera de las páginas y volara a través de la imaginación de multitud de lectores que se sentaban frente al espejo de sus propias realidades. Algunos de ellos deberían recordar frases del estilo tal como reproduce en su prefacio Amat—  Why be happy when you can be normal? («¿por qué ser feliz cuando puedes ser normal?») pronunciadas por madres (sobre)protectoras. Una “normalidad” que, como a un calcetín, Reginald Perrin le da la vuelta en aras a perseguir un ideal de felicidad y, por consiguiente, pisa el acelerador por una autopista cuya única salida da al mar. Ese mar que servirá de escenario para trazar un plan maestro con arreglo a reinventarse y así evitar que la llama del personaje no acabe consumiéndose. Ciertamente, el placer de la lectura de una tercera entrega, la de The Better World of Reginald Perrin (1978) a cuenta de Impedimenta nos aguarda esperemos que al vencer un nuevo año. Entretanto el septuagenario Nobbs debe sentirse congraciado desde su retiro dorado en North Yorkshire que una modesta editorial (grande en cuanto a un primoroso catálogo que ha superado el centenar de títulos) haya tenido a bien extender sus redes sobre una suerte de tetralogía, cuyas dos primeras partes alcanzan un magisterio difícil de soslayar para los amantes de la literatura británica de humor de tonalidades agridulces espolvoreada de una estraña melancolía.