martes, 20 de octubre de 2015

LA GÉNESIS DE «BARBARA STANWYCK: UNA GRAN SEÑORA DE HOLLYWOOD» (2015)

Para alguien nacido en un país donde el doblaje tuvo y sigue teniendo una implantación extraordinariamente elevada, la condición autoimpuesta de ver las películas en versión original (subtitulada) ha limitado de manera considerable el circuito de salas comerciales a visitar. Por ello, no puedo citar una larga lista de cines ligados a mi adolescencia, juventud y madurez. Sencillamente, no puedo entender fijar mi atención en una determinada producción cinematográfica sin la versión original y, por consiguiente, el círculo de salas cinematográficas que he frecuentado ha sido bastante reducido con mención especial para las salas Verdi en el periodo comprendido entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. En feliz iniciativa de Enric Pérez, dueño de los cines y del sello Sherlock Media, allí se proyectarían un extenso catálogo de títulos estadounidenses y británicos con marchamo de clásicos o joyas que por aquel entonces estaban sujetas a la condición de obras de culto o afectadas de un cierto “malditismo”. Por aquel entonces, seguí con sumo interés la programación de los Verdi y rara fue la ocasión que no acudí al visionado de una de estas películas que me abrían nuevas perspectivas de cara al conocimiento de piezas que aún permanecían “vírgenes” a mis ojos. La vida privada de Sherlock Holmes (1970), Irma la dulce (1963), El rapto de Bunny Lake (1965), Un marido rico (1941)... y Las tres noches de Eva (1941). Quizás esta última película supusiera una auténtica “revelación” para un servidor al contemplar en la gran pantalla una película que de principio a fin no tiene desperdicio uno solo de sus fotogramas, ejecutada por su director y guionista Preston Sturges con una precisión absoluta. Desde entonces sigue siendo una de mis comedias favoritas y digamos que el punto de inflexión para considerar a su actriz principal, Barbara Stanwyck, una de las más dotadas para la interpretación de cuantas conozco. Claro está que antes de aquella proyección en los cines sitos en la calle Verdi (una de las más laureadas en las tradicionales fiestas del barrio de Gràcia) sabía de Barbara Stanwyck a través de películas que habían programado en la pequeña pantalla —entre otras, Juan Nadie (1941) y Perdición (1944)— en versión doblada. Coincidiendo precisamente con aquel boom de las reposiciones en nuestro país —una práctica que asumían dentro de su programación otras salas talas como los cines Casablanca, sobre todo en periodo estival— la televisión pública (TVE) impulsaría una política de ciclos de películas en VOSE en horarios un tanto intempestivos que propiciaban de facto dar salida a los reproductores de vídeo, auténticos artilugios para el museo de la historia del siglo XX bajo el prisma de la era digital. Mi primera videoteca se forjaría en aquel periodo al albur de multitud de grabaciones que trataba de poner orden merced a un gusto cinéfilo calculado en función de la significación para un servidor de uno u otro director. No creo que en dicha videoteca cupieran demasiados títulos amparados por la figura de Barbara Stanwyck porque, de hecho, muy pocas de las películas que llegaría a protagonizar o interpretar en papeles secundarios —los menos— fueron emitidas en esas midnight sessions aromatizadas de cinefilia. Un déficit que se iría corrigiendo con los años merced a la edición en DVD y Bluray de una cincuentena de sus películas de un total de ochenta y un largometrajes. Títulos publicados de una manera dispersa con el denominador común de no dedicar apenas espacio en un eventual capítulo de los extras a glosar la importancia de Barbara Stanwyck en una suerte de documental regido por un sentido menos epidérmico que la serie «estrellas de Hollywood», pautados en una media hora de duración.
    Veinte años después de aquella “revelación”, casi movido por un impulso primario, decidí que era el momento para tener un mayor conocimiento sobre los trabajos cinematográficos de Mrs. Stanwyck. Para tal menester creé un blog titulado Las tres noches de Barbara Stanwyck (un título “sugerido” por el subconsciente, of course) con el fin de ir publicando de una manera periódica entradas dedicadas al análisis crítico del grueso de las películas participadas por la menuda actriz. Varios fueron los convocados para dar cabida a los contenidos del blog de marras, pero a medio camino quedamos tan solo Sergi Grau y un servidor dispuestos a cumplir el objetivo trazado. Desde el principio supe que este trabajo no caería en saco roto y por ello acordé con Sergi la necesidad de que los contenidos tuvieron la altura necesaría para que, llegado el momento, adoptaran la forma de una obra a publicar en papel. Al cabo de tres años de vida del blog, éste acabaría vaciándose para integrarse en una carpeta virtual de futuros libros. T & Editores recogió el guante y en noviembre de 2015 visitará las librerías Barbara Stanwyck: una gran señora de Hollywood. El número doce de mis libros, pues, tiene su particular historia. Ha sido el relato de un progresivo enamoramiento en relación a una actriz apenas sin mácula interpretativa, una fuerza de naturaleza que hizo mejores a cada uno de los largometrajes en los que participó. De ello puedo dar fe tras el visionado de la totalidad de sus películas, muchas de ellas inéditas en salas comerciales e incluso en formato doméstico. Sin duda, junto a Katharine Hepburn, sigue siendo mi actriz favorita del cine clásico, y esta monografía que verá la luz en las librerías de manera inminente mi particular homenaje —compartido por Sergi Grau— a su grandeza, la propia de una gran señora de Hollywood, cuya proverbial inteligencia corría pareja a su plena dedicación a un medio donde estuvo activa por espacio de casi cuarenta años.   

lunes, 12 de octubre de 2015

«LOST SOUL: THE DOOMED JOURNEY OF RICHARD STANLEY’S ISLAND OF DR. MOREAU» (2014): «DE CREADOR A PERRO»

La lógica dictaba que en el marco de la 29 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges la tercera versión cinematográfica del clásico literario La isla del doctor Moreau (1896) se proyectara en su sesión inaugural, dentro de la sección a competición o fuera de concurso. Semejante puesta de largo hubiera podido ir acompañada de una exposición dedicada a H. G. Wells (1866-1946), quien había fallecido medio siglo atrás dejando un legado literario que inauguraba, en cierta manera, la denominada fantaciencia. Pero durante aquel verano de 1996 las noticias provenientes de Norteamérica no auguraban perspectivas halagüeñas para el desembarco comercial de La isla del doctor Moreau, una producción que a punto estuvo de quedar suspendida pocas fechas después que el director titular, Richard Stanley —uno de los múltiples “cineastas-prodigio” descubiertos cara al aficionado a raíz del paso por Sitges, en su caso, de Hardware: programado para matar (1990)—, fuera expulsado de su rodaje en un lugar remoto de Australia, concretamente en Queen Island. Justo el mismo día que empezaba a andar la 29 edición del certámen catalán —cuyo alumbramiento coincide con el año de nacimiento de un servidor—, la distribuidora Líder Films estrenaba La isla del doctor Moreau (1996), presumiendo que el atractivo de ver en la gran pantalla a Marlon Brando y Val Kilmer —un actor en alza en aquel periodo— sería suficiente argumento para la asistencia masiva de espectadores. Pero nada de ello sucedió. Atendiendo a mi interés para con el cine de John Frankenheimer —el realizador que tomaría el relevo de Stanley—, asistí a una de las primeras proyecciones del film en la Ciudad Condal, creo recordar con alguna vaga idea de la “leyenda negra” que había acompañado a su fase de (pre)producción. Al finalizar la proyección tuve la sensación que algo fallaba si lo mejor se concentraba en sus primeros minutos, los correspondientes a los títulos de crédito cortesía de Kyle Cooper. Un prodigio de originalidad que ofrece un severo contraste con el resto de una cinta donde Brando y Kilmer parecían campar a sus anchas, sin orden ni concierto. Por aquellas fechas debí cavilar el porqué diantres Frankenheimer había aceptado un proyecto de esas características, sin las garantías suficientes de que rigieran unos mínimos estándares de calidad que se le conceden por derecho propio a un director de su talento. Casi veinte años más tarde, en el que hubiera sido el marco natural para una suerte de premiére europea de The Island of Doctor Moreau, muchos de los interrogantes que se cernían sobre la particular historia del antepenúltimo largometraje dirigido por Frankenheimer quedarían despejados para un servidor al concluir la proyección del documental The Doomed Journey of Richard Stanley’s Island of Doctor Moreau (2014).
    De un tiempo a esta parte, mi presencia en el Festival de Sitges se ha convertido en meramente testimonial entendiendo que contemplar infinidad de películas en un corto espacio de tiempo no forma parte del ideal de un servidor. Eso sí, cada año intento afinar en la elección de algún título que me atraiga de manera especial o que tenga la certidumbre de que nunca más podré tener oportunidad de verlo. Este último supuesto es el que me hizo decidir por desplazarme hasta la Blanca Subur el sábado 10 de octubre para ver el documental de marras. Al entrar en la sala del Cine El Prado —conserva su encanto retro con el patrio de butacas tallado en madera sin revestimiento alguno en sus laterales— Richard Stanley hizo los honores de maestro de ceremonias, presentando un documental del que deviene el máximo protagonista en su primera parte. Recordaba haberlo visto en fotografías. Algo más entrado en carnes, pero ataviado con un sombrero similar, tocado por una pluma, y luciendo una melena negra, Stanley parecía agradecido de la asistencia de bastante público tratándose de un documental que debía haberse colado en una programación con una lista de títulos que parecía haberse multiplicado de manera exponencial en relación a la edición de aquel lejano 1996 donde James Woods había sido distinguido como mejor actor por su papel en Killer: A Journal of Murder (1996). Curiosamente, Woods, siguiendo el dictado del contenido del documental dirigido por el prolífico David Gregory, había sido uno de los intérpretes que figuraban en el proyecto en curso antes que New Line se decidiera por la contratación de Val Kilmer para dar cobertura al personaje de Montgomery. Excusa decirse que el testimonio de Woods brilla por su ausencia en el documental pero sí, en cambio, aceptarían el envite sus colegas Fairuza Balk —la principal “aliada” de Stanley—  y Marco Hofschneider, a quien cabe computar uno de los momentos más hilarantes de The Doomed Journey cuando relata que un día Brando se le acercó y se puso a hablar con él en “alemán” o que recibió una patada en las partes nobles por parte del «hombre más bajo del mundo» (el dominicano Nelson de la Rosa apenas alcanzaba los 70 cm de altura; pieza más con la que vestir el freakismo del que hace gala el film). El propio testmonio de Hofschneider se deja sentir tanto en la primera como en la segunda parte de este documental ya que fue uno de los pocos que estuvo de principio a fin del proyecto, atendiendo a las indicaciones del “indio” Stanley y luego a las de Frankenheimer, quien acabaría desquiciado con la actitud adoptada por el rubio actor de El santo (1997) al punto que manifestó alzando la voz ante una parte del equipo de rodaje que «si dirigiera una película llamada La vida de Val Kilmer ni siguiera contaría con él». Botón de muestra de lo que había derivado aquel proyecto soñado por Richard Stanley, quien expresa a cámara el descubrimiento de la novela de H. G. Wells a los cinco años, facilitada por su progenitor para que su vástago reparara en las ilustraciones que contenía en su interior una añeja edición de La isla del doctor Moreau. Una “foto-fija” que Stanley no olvidaría y que le predestinaría a uno de sus proyectos cinematográficos de su vida, cuidando hasta el último detalle a través de bocetos e storyboards que había ido preparando con diversos colaboradores. The Doomed Journey exhibe hasta qué punto la labor de tantos años puede caer en saco roto, mostrando la crueldad de esa maquinaria que atiende a impulsos no necesariamente creativos. Stanley conservaría su nombre en los créditos en el apartado de guionista en esos menesteres quedarían convocados en distintas fases del proyecto Walon Green (Grupo Salvaje) y Michael Herr (autor de Despachos de guerra), entre otros, pero su visión del relato de Wells quedaría eliminada. En el epílogo de esta sesión en El Prado, a preguntas de un servidor, Stanley revelaría que solo parte del maquillaje había quedado reflejado en la película de lo imaginado o ideado por él. Devastador balance para alguien que había sufrido en sus propias carnes los desaires de un sistema implacable y que para tratar de vengarse de tamaña humillación, Stanley, animado por un par de técnicos con una actitud escasamente servil al stablishment, se colocaría una máscara de perro y pulularía por el rodaje, llamando la atención en particular el productor Edward R. Pressman por lo extraño de su comportamiento (no se quitaba la máscara para no revelar su identidad). De manera lacónica, Richard Stanley sentencia en el tramo final del documental: «De creador a perro». A pesar de ello, el realizador inglés parece reservar aún una última bala por si los hados son propicios y obsequiarnos algún día con una cuarta versión descontadas las “bastardas” fuera del alcance de los circuitos comerciales estándart de La isla del doctor Moreau tal como la había concebido. Solo así de esta forma parece dispuesto a abandonar temporalmente de su refugio en los Alpes franceses, allí donde arranca un soberbio  documental en su fondo y forma que difícilmente olvidaré.