lunes, 12 de octubre de 2015

«LOST SOUL: THE DOOMED JOURNEY OF RICHARD STANLEY’S ISLAND OF DR. MOREAU» (2014): «DE CREADOR A PERRO»

La lógica dictaba que en el marco de la 29 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges la tercera versión cinematográfica del clásico literario La isla del doctor Moreau (1896) se proyectara en su sesión inaugural, dentro de la sección a competición o fuera de concurso. Semejante puesta de largo hubiera podido ir acompañada de una exposición dedicada a H. G. Wells (1866-1946), quien había fallecido medio siglo atrás dejando un legado literario que inauguraba, en cierta manera, la denominada fantaciencia. Pero durante aquel verano de 1996 las noticias provenientes de Norteamérica no auguraban perspectivas halagüeñas para el desembarco comercial de La isla del doctor Moreau, una producción que a punto estuvo de quedar suspendida pocas fechas después que el director titular, Richard Stanley —uno de los múltiples “cineastas-prodigio” descubiertos cara al aficionado a raíz del paso por Sitges, en su caso, de Hardware: programado para matar (1990)—, fuera expulsado de su rodaje en un lugar remoto de Australia, concretamente en Queen Island. Justo el mismo día que empezaba a andar la 29 edición del certámen catalán —cuyo alumbramiento coincide con el año de nacimiento de un servidor—, la distribuidora Líder Films estrenaba La isla del doctor Moreau (1996), presumiendo que el atractivo de ver en la gran pantalla a Marlon Brando y Val Kilmer —un actor en alza en aquel periodo— sería suficiente argumento para la asistencia masiva de espectadores. Pero nada de ello sucedió. Atendiendo a mi interés para con el cine de John Frankenheimer —el realizador que tomaría el relevo de Stanley—, asistí a una de las primeras proyecciones del film en la Ciudad Condal, creo recordar con alguna vaga idea de la “leyenda negra” que había acompañado a su fase de (pre)producción. Al finalizar la proyección tuve la sensación que algo fallaba si lo mejor se concentraba en sus primeros minutos, los correspondientes a los títulos de crédito cortesía de Kyle Cooper. Un prodigio de originalidad que ofrece un severo contraste con el resto de una cinta donde Brando y Kilmer parecían campar a sus anchas, sin orden ni concierto. Por aquellas fechas debí cavilar el porqué diantres Frankenheimer había aceptado un proyecto de esas características, sin las garantías suficientes de que rigieran unos mínimos estándares de calidad que se le conceden por derecho propio a un director de su talento. Casi veinte años más tarde, en el que hubiera sido el marco natural para una suerte de premiére europea de The Island of Doctor Moreau, muchos de los interrogantes que se cernían sobre la particular historia del antepenúltimo largometraje dirigido por Frankenheimer quedarían despejados para un servidor al concluir la proyección del documental The Doomed Journey of Richard Stanley’s Island of Doctor Moreau (2014).
    De un tiempo a esta parte, mi presencia en el Festival de Sitges se ha convertido en meramente testimonial entendiendo que contemplar infinidad de películas en un corto espacio de tiempo no forma parte del ideal de un servidor. Eso sí, cada año intento afinar en la elección de algún título que me atraiga de manera especial o que tenga la certidumbre de que nunca más podré tener oportunidad de verlo. Este último supuesto es el que me hizo decidir por desplazarme hasta la Blanca Subur el sábado 10 de octubre para ver el documental de marras. Al entrar en la sala del Cine El Prado —conserva su encanto retro con el patrio de butacas tallado en madera sin revestimiento alguno en sus laterales— Richard Stanley hizo los honores de maestro de ceremonias, presentando un documental del que deviene el máximo protagonista en su primera parte. Recordaba haberlo visto en fotografías. Algo más entrado en carnes, pero ataviado con un sombrero similar, tocado por una pluma, y luciendo una melena negra, Stanley parecía agradecido de la asistencia de bastante público tratándose de un documental que debía haberse colado en una programación con una lista de títulos que parecía haberse multiplicado de manera exponencial en relación a la edición de aquel lejano 1996 donde James Woods había sido distinguido como mejor actor por su papel en Killer: A Journal of Murder (1996). Curiosamente, Woods, siguiendo el dictado del contenido del documental dirigido por el prolífico David Gregory, había sido uno de los intérpretes que figuraban en el proyecto en curso antes que New Line se decidiera por la contratación de Val Kilmer para dar cobertura al personaje de Montgomery. Excusa decirse que el testimonio de Woods brilla por su ausencia en el documental pero sí, en cambio, aceptarían el envite sus colegas Fairuza Balk —la principal “aliada” de Stanley—  y Marco Hofschneider, a quien cabe computar uno de los momentos más hilarantes de The Doomed Journey cuando relata que un día Brando se le acercó y se puso a hablar con él en “alemán” o que recibió una patada en las partes nobles por parte del «hombre más bajo del mundo» (el dominicano Nelson de la Rosa apenas alcanzaba los 70 cm de altura; pieza más con la que vestir el freakismo del que hace gala el film). El propio testmonio de Hofschneider se deja sentir tanto en la primera como en la segunda parte de este documental ya que fue uno de los pocos que estuvo de principio a fin del proyecto, atendiendo a las indicaciones del “indio” Stanley y luego a las de Frankenheimer, quien acabaría desquiciado con la actitud adoptada por el rubio actor de El santo (1997) al punto que manifestó alzando la voz ante una parte del equipo de rodaje que «si dirigiera una película llamada La vida de Val Kilmer ni siguiera contaría con él». Botón de muestra de lo que había derivado aquel proyecto soñado por Richard Stanley, quien expresa a cámara el descubrimiento de la novela de H. G. Wells a los cinco años, facilitada por su progenitor para que su vástago reparara en las ilustraciones que contenía en su interior una añeja edición de La isla del doctor Moreau. Una “foto-fija” que Stanley no olvidaría y que le predestinaría a uno de sus proyectos cinematográficos de su vida, cuidando hasta el último detalle a través de bocetos e storyboards que había ido preparando con diversos colaboradores. The Doomed Journey exhibe hasta qué punto la labor de tantos años puede caer en saco roto, mostrando la crueldad de esa maquinaria que atiende a impulsos no necesariamente creativos. Stanley conservaría su nombre en los créditos en el apartado de guionista en esos menesteres quedarían convocados en distintas fases del proyecto Walon Green (Grupo Salvaje) y Michael Herr (autor de Despachos de guerra), entre otros, pero su visión del relato de Wells quedaría eliminada. En el epílogo de esta sesión en El Prado, a preguntas de un servidor, Stanley revelaría que solo parte del maquillaje había quedado reflejado en la película de lo imaginado o ideado por él. Devastador balance para alguien que había sufrido en sus propias carnes los desaires de un sistema implacable y que para tratar de vengarse de tamaña humillación, Stanley, animado por un par de técnicos con una actitud escasamente servil al stablishment, se colocaría una máscara de perro y pulularía por el rodaje, llamando la atención en particular el productor Edward R. Pressman por lo extraño de su comportamiento (no se quitaba la máscara para no revelar su identidad). De manera lacónica, Richard Stanley sentencia en el tramo final del documental: «De creador a perro». A pesar de ello, el realizador inglés parece reservar aún una última bala por si los hados son propicios y obsequiarnos algún día con una cuarta versión descontadas las “bastardas” fuera del alcance de los circuitos comerciales estándart de La isla del doctor Moreau tal como la había concebido. Solo así de esta forma parece dispuesto a abandonar temporalmente de su refugio en los Alpes franceses, allí donde arranca un soberbio  documental en su fondo y forma que difícilmente olvidaré.          

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