domingo, 29 de noviembre de 2015

«EL ÁRBOL» (1979), de JOHN FOWLES: DESHOJANDO AL NATURALISTA

John Fowles (1926-2005) vivió hasta los setenta y nueve años, pero puede decirse que tan sólo fueron unos veinticinco los que pudo desarrollar una actividad plena en el ejercicio profesional de la escritura. El éxito de su novela de debut, El coleccionista (1963), acompañado por su proverbial adaptación cinematográfica un par de años más tarde, propiciaría que el inglés Fowles asumiera el mando de su futuro en el campo de las letras, destinando innumerables horas a perfeccionar una técnica literaria extraordinariamente refinada al final de esa misma década. En ese periodo alumbraría La mujer del teniente francés (1969), cuya traslación en imágenes a cargo del angry young man Karel Reisz teórico del free cinemano llegaría hasta los inicios de la década de los ochenta. En este intervalo temporal Fowles consignaría la escritura de un ensayo sobre la naturaleza titulado de manera escueta The Tree (1979). Haciendo un alto en su “tradición” por publicar piezas literarias, el sello Impedimenta ha acomodado a su excelente catálogo el ensayo El árbol coincidiendo con el cumplimiento del décimo año de la muerte de Fowles, afectado de apoplejía en los que, a la postre, serían los últimos dieciocho años de su vida.
    A falta de certificar una autobiografía a buen seguro, la enfermedad cerebrovascular que padeció laminaría cualquier tentativa viable en este sentidoEl árbol (con una impecable traducción al castellano de la también escritora Pilar Adón) deja filtrar en ese suelo donde se asienta su celebrado ensayo aspectos vitales referidos al propio Fowles, abonando así la idea que su dedicación literaria tuvo su germen en las veleidades artísticas de su progenitor. Unas inclinaciones creativas de la figura paterna que salieron a la luz precisamente cuando John Fowles recibió elevados emolumentos por las ventas de El coleccionista, una cuestión que reclamaría la atención del primero por encima de la calidad de la escritura que atesorara esta pieza de debut. Así, al calor del éxito comercial de The Collector, Mr. Fowles, dedicado a un negocio de tabaco que iría languideciendo con el paso de los años, hizo entrega a su hijo de un manuscrito novelado sobre su experiencia en la Primera Guerra Mundial, un entorno bélico con un fondo romanticista que el incipiente escritor utilizaría alguno de sus pasajes para incorporarlo al corpus literario de su ambiciosa El mago (1966).  Una manera de “premiar” un texto que, según el prisma de John Fowles, no tenía los márgenes de calidad necesarios para ser considerado ni tan siquiera por un editor para su eventual publicación. En virtud de este juicio severo, John Fowles trataría de disuadir a su padre de que albergara cualquier esperanza porque le siguiera los pasos profesionales. Esos pasos que condujeron a John Fowles hacia una senda inexplorada por el autor de The Magus, la de un ensayo sobre la naturaleza que amaga por derroteros autobiográficos (con algún que otro apunte curioso, como su devoción, compartida por su colega Vladimir Nabokov, por la caza de mariposas para coleccionarlas, elemento inspirador de su opera prima) pero que, al cubrir la lectura de sus primeras páginas, reconduce el texto hacia un propósito inicial. Éste recibió el respaldo de una erudición nacida de ingentes lecturas relativas a un sinfín de temáticas (algo que le permitió vincular las obras literarias primerizas de la Historia con una de sus constantes, la ubicación de las mismas en espacios boscosos), pero también de la observación de esa fiel compañera durante su exilio de la realidad urbana: la naturaleza. En cierto sentido, más que en un ensayo, El árbol muda a un follaje de distinto color, el correspondiente a una especie de manifiesto en favor de la preservación de una naturaleza salvaje fruto de una pulsión ecologista que había arraigado a finales de la década de los setenta, con movimientos impulsados por la sociedad civil que cuestionaban la seguridad de centrales nucleares, tal como ocurrió por las fechas de la publicación de esta pequeña obra con el accidente registrado en la central Three Mile Island, en Harrisburg (Estados Unidos). Entre líneas podemos leer una conciencia ecológica por parte de John Fowles que amplía la visión de un humanista dedicado en cuerpo y alma al estudio desde su refugio espiritual, una granja de Dorset, confiando que semejante entorno privilegiado le guiara hacia la inspiración, aunque su producción literaria fuera relativamente baja en comparativa con otros escritores coetáneos. Con todo, cada página (del centenar que contiene el total) de El árbol vale su peso en oro por la lucidez de su razonamiento, avanzado en tantos aspectos a su tiempo, proponiendo que ese propósito taxonómico que embarga al naturalista (semi)aficionado quede en segundo plano, imponiéndose una observación medida casi con un enfoque espiritual y dejando constancia que sigue siendo uno de los bienes más preciados del que la humanidad puede beneficiarse. Una temática nada baladí en tiempos donde el cambio climático puede causar estragos que, de no poner coto de manera proactiva entre todos, resultaría irreversible. Bajo la luz de la realidad actual del siglo XXI, las palabras de John Fowles plasmadas en El árbol encierran una orientación de carácter profético que hace aún si cabe más recomendable su lectura. Se lee en un suspiro, pero las lecciones que podemos extraer de la misma se antojan imperecederas. 

sábado, 21 de noviembre de 2015

«EL ZORRO EN EL ÁTICO» (1961), de Richard Hughes: PRIMER MOVIMIENTO DE UNA OPUS MAGNA INCOMPLETA

Fruto de la casualidad o de la intencionalidad, el sello barcelonés Ático de los libros reservaría para la obra número treinta y cinco de su catálogo el título El zorro en el ático (1961), un titulo que ya encierra una enmienda a lo metafórico para el que sería el tercero de los libros de su autor, Richard Hughes (1900-1975). Desde que me asomé a su bautizo literario con Huracán en Jamaica (1927), en su edición a cargo de Alba, adaptada el cabo de los años por el norteamericano de ascendencia escocesa Alexander Meckandrick —después de varias tentativas frustradas, que incluía el proyecto de dirigirla Peter Ustinov—, tuve la fijación de regresar sobre el universo de su autor, Hughes, aunque el abanico de las opción se reducía a tan solo tres títulos más. Pese a haber vivido tres cuartos de siglo, las razones del porqué de la baja producción literaria de Hughes deben atribuirse esencialmente a su necesidad, casi imperiosa, por cocer a fuego lento cada uno de sus proyectos literarios, máxime si se trata de una ambiciosa trilogía bajo el genérico «La condición humana», que tan solo llegaría a completar las dos primeras partes. El punto de parte de la trilogía ordeñada por Hughes se corresponde con el título que figura al inicio de este texto, el de El zorro en el ático, cuya salida al mercado coincidiría con una recuperación de la memoria histórica sobre el nazismo en razón de la divulgación de una pieza cinematográfica, Vencedores o vencidos /El juicio de Nüremberg (1961), que ganaría a la comprensión sobre la realidad de un periodo particularmente oscuro de la historia contemporánea en el viejo continente. El juicio celebrado en la ciudad bávara puso de relieve las atrocidades guiadas bajo la tutela de manos medios y la cúpula del régimen nazi, aunque los abogados defensores de los acusados trataban de presentar a algunos de estos representantes de la jerarquía militar y política del alemán con la piel de cordero, eso sí pero en sus entrañas aullaba el sonido sordo de lobos o zorros que perseguían en su fuero interno un cambio de status quo de  Alemania tras la complicada situación de índole económico que atravesaban (la inflación se disparó, los suelos y las pensiones iban a la baja, las tasas de paro crecieron) pero también relativa a la identidad nacional que padecían gran parte de su población. Aquellos barros (la derrota sufrida por Alemania durante la Primera Guerra Mundial)  derivarían en esos lodos que propiciarían una revuelta popular cuyos hilos manejaban militares y políticos con un complicado encaje en las estructuras de gobierno de lo que se dio en llamar la República del Weimar. Baviera concentró en primera instancia esos movimientos de rebeldía que Richard Hugues dedica varias páginas de su libro invadida de un propósito de thriller, tocada con un halo de misterio que no cierra las puertas a una disposición narrativa netamente encarada a establecer alegorías, por ejemplo, entre la ceguera progresiva que padece Mitzi —su prima y, a la par objeto de deseo de Augustine, un representante de la aristocracia británica acusado del asesinato de una niña en su país natal, que echa tierra por medio y decide instalarse en la Alemania de entreguerras— que nos habla, entre líneas, de un país germano que se tapa las vendas mientras Adolf Hitler, cuál flautista de Hamelín, va reclutando adeptos para la causa del nazismo. La lectura de El zorro en el ático representa una de las novelas de carácter histórico que mejor nos ayudan a entender ese lento proceso de conquista de una mentes atacadas por numerosos problemas (las carencias económicas, quizás en primer término) hasta desembocar en una alienación guiada por un sentimiento patriótico y de reconstrucción de la que será una nueva Alemania, con un punto final de una primera etapa trazada en el imaginario de Hitler y sus acólitos con el alzamiento del nacionalsocialismo en 1933. Ese fondo histórico lo maneja con solvencia Hughes, quien invirtió ingentes horas en documentarse sobre el periodo, con algún que otro aporte en forma de testimonio directo, en especial, de ese Adolf Hitler cuyo ego parecía emanar de una fuerza interior de naturaleza desconocida. Un personaje con unos trazos psicológicos que no escapan a la necesidad de Hughes por encontrarle acomodo a la hora de trenzar una historia que combina elementos ficticios y reales. A veces el lector puede tener la sensación que Hughes introduce esos personajes ficticios conforme a simples intrusos para sacar a la palestra su verdadero objetivo, el de ir conformando un tejido de personajes interrelacionados con su propia problemática incorporada, para así ofrecer una orientación lo más apegada a la realidad de ese mundo que caminaban con decisión, paso firme, hacia una “reinvención” de Alemania bajo las directrices del nazismo. El huevo de la serpiente estaba a punto de entrar en una nueva fase, la que supuso su salida del cascarón y de la que Hugues, doce años de haber entregado la primera parte de su ambiciosa trilogía, cursaría la entrega de una segunda, The Wooden Shepherdess (1973), que a buen desde Ático de los Libros tienen en perspectiva para 2016 su publicación, no sin antes evaluar el refrendo que haya obtenido una obra de arte confeccionada por un autor de culto cuyas velas repletas de talento se desplegarían para acomodar una historia ubicada en un mar embravecido donde resuenan de fondo, en los claros de bosques frondosos del país germano, los cánticos alemanes procurados, entre otros, por un joven e impetuoso Joseph Goebbles, a la búsqueda de redefinir un sentimiento identitario. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

«PINK FLOYD: TRAS EL MURO» (2015), de Hugh Fielder: TRIBUTO EN PAPEL A UN GRUPO FUNDAMENTAL DE LA HISTORIA DEL ROCK

   
Al cumplir el medio siglo de existencia, Pink Floyd sigue siendo una marca rentable aunque el grupo como tal parece haber echado el cierre definitivo con la publicación de The Endless River (2014) después de veinte años de silencio discográfico. De hecho, este disco compacto nace precisamente de los outakes («descartes») de las sesiones de grabación de The Division Bell (1994), a imagen y semejanza de la operación llevada a cabo años atrás por Roger Waters en The Final Cut (1983) en relación a su Opus Magna The Wall (1979). Obra referencial en el contexto de la música de rock contemporánea, The Wall representó un antes y un después en la historia de la banda británica. Así queda reflejado en el libro de reciente publicación en nuestro país, Pink Floyd: tras el muro (2015), a cargo del sello Blume, en que a lo largo de doscientas páginas (descontados los apéndices en forma de índice, discografía, álbumes, créditos de imágenes, bibliografía seleccionada y agradecimientos) el aficionado puede asistir a la historia del grupo a través de un despliegue fotgráfico espectacular y unos textos que guardan un propósito periodístico dictado por Hugh Fielder, reservando algún que otro alto en el camino para destacar las sincronías establecidas por unos cuantos fans («con mucho tiempo libre», a juicio de un mordaz David Gilmour) entre The Dark Side of the Moon (1973) y la producción cinematográfica El mago de Oz (1939), la peculiar relación marcada a fuego entre Gilmour y su fiel amante la Fender Stratocaster (incluso llegaría a editarse en 2009 un modelo de esta guitarra con su nombre) y las razones del porqué del éxito de The Dark Side of the Moon que, contra la creencia generalizada, a fecha de hoy sigue superando por bastantes millones a las ventas del genuino The Wall.
    No creo traicionar a mis pensamientos si manifiesto que Pink Floyd ha sido y creo que seguirá siendo mi grupo favorito, la piedra roseta que me abrió el camino al conocimiento de la música contemporánea. Aquel enamoramiento adolescente al calor de la escucha de The Wall con su posterior aliño en forma de propuesta cinematográfica matriculada en la factoría de Alan Parker dejaría paso hace unos años, dentro de la obra Historia del rock sinfónico (2012, T&B Editores), a un extenso ensayo sobre Pink Floyd con el revelador subtítulo «La suma de todas las partes» (una expresión que sería del agrado del batería Nick Mason). Después de publicar otros tres libros, en este otoño de 2015 me he enfrentado a la lectura de Pink Floyd: tras el muro con el interés propio de alguien ocioso por bucear una vez más en el relato cronológico de una de las bandas señeras del planeta, ampliando horizontes sobre el conocimiento de la historia de Pink Floyd a través de una prosa que no escatima el sentido de la reflexión, que maneja los datos con solvencia y claridad expositiva, y desarrolla una línea de pensamiento que desemboca inexorablemente a hacer partícipe al lector que un fenómeno musical de estas dimensiones responde a los estímulos propios de una época donde los estadios donde se celebran conciertos multitudinarios han acabado convirtiéndose en auténticos centros de culto, de adoración de las masas por esas “deidades” apostadas sobre el escenario, rodeados de todo tipo de artilugios instrumentales de nueva generación. De ello se percataría Roger Waters durante la gira The Flesh celebrada en 1977, cuya parada final en el estadio Olímpico de Montrealdio pie a una anécdota que alcanzaría rango de categoría escupió a uno de sus fans, especialmente impertinente en el curso del showal encender la mecha de lo que un par de años sería la puesta de largo de su doble álbum conceptual The Wall. El éxito del mismo sacaría a flote la empresa financiera que movía la maquinaria de Pink Floyd, en el punto de mira del fisco británico tras una serie de inversiones fallidas provocadas por un hombre de confianza que no tardaría en ingresar en prisión. De estos avatares en paralelo a las dinámicas estrictamente creativas de los Floyd se ocupa el presente volumen, pero la música deviene el espacio nuclear, evaluando esos procesos creativos que sufrieron un vuelco con la salida (forzada y forzosa) de Syd Barrett, el reverso de esa «cara oculta» del éxito que han tocado con los dedos David Gilmour, Nick Mason, Rick Wright y Roger Waters, este último quien se mantiene aún pegado a un muro que le ha devuelto la ilusión por situarse encima del escenario y así conquistar nuevos públicos. Solo así se entiende la extraordinaria recepción de sus espectáculos en directo de The Dark Side of the Moon y The Wall, piezas angulares de un legado discográfico que fluye de color de rosa, aunque bajo la superficie haya sido en realidad un camino plagado de espinas, desde el desinterés discográfico de propuestas que no parecían conducir a ningún sitio (Atom Heart Mother, cuya música quiso utilizar Stanley Kubrick para La naranja mecánica, o Meddle) hasta las trifulcas judiciales libradas entre la batería de abogados a sueldo de Waters y los abogados de la defensa del resto de los Floyd por la utilización de un nombre cuya rentatibilidad, como advertía al inicio de este escrito, sigue mostrando señales de fortaleza. De tal suerte, por ejemplo, The Dark Side of the Moon vende un cuarto de millón de copias cada año de media y todo parece indicar que la historia de Pink Floyd, tarde o temprano, tendrá refrendo en la ficción cinematográfica, entre cuyas líneas argumentales a buen seguro podría quedar consignada la rivalidad sostenida en el tiempo por David Gilmour y Roger Waters, caracteres disímiles pero con un talento común, diríase que innato, para la música. Una disciplina, un arte que para quien suscribe estas líneas tendría otro sentido sin el relato musical de Pink Floyd.      

miércoles, 11 de noviembre de 2015

«CRONOMOTO» (1997) de Kurt Vonnegut: DOBLE SALTO MORTAL

En  marzo de 2003, a las puertas de una primavera especialmente “caliente” en cuanto a agitaciones sociales y políticas en nuestro país, Angle Editorial, en su colección titulada «Narrativas», publicaba Salt en el temps, una suerte de reflexiones plasmadas al papel por Kurt Vonnegut (1922-2007), que habían nacido tras una tentativa frustrada por dar acomodo a una nueva novela. Aquellos ociosos en ir completando el parque de piezas literarias (relatos cortos, ensayos, novelas, etc.) de Vonnegut nos hicimos con un ejemplar, pero me aventuro a creer que la tirada fue ciertamente limitada, máxime al tratarse de un libro escrito en catalán. Recuerdo con certeza, eso sí, que Salt en el temps pasó por mis manos con celeridad, acomodando una de esas lecturas rápidas que suelen sustanciarse en una plaza hotelera o en el interior de un tren de media o larga distancia. Para los que orbitamos en el «planeta Trafalmadore» las lecturas de Vonnegut resultan de esta naturaleza; no precisan de una serie de etapas para dejar “reposar” el texto y volver sobre el mismo al cabo de unos días o semanas. El compromiso para con la literatura de Vonnegut requiere de otra actitud, la que pasa por “anclarse” a su lectura y devorarla, a poder ser, de un tirón. Una docena de años más tarde, aún conservo el recuerdo de un texto preñado de indulgencia por parte de Vonnegut en relación al grueso de los miembros que conforman la genealogía familiar. Primos, hermanos, tíos, cuñados, suegros, padres, abuelos maternos y paternos, hijos biológicos o adoptados de Vonnegut asoman en las páginas de Salt en el temps, cuya edición al castellano en el haber de Malpaso haciendo hincapié en lo subversivo, el color de moda de distintos sellos de nuevo cuño (Capitán Swing, Sexto Piso, etc.) en otro periodo no menos convulso en lo social y en lo político otoño de 2015se ofrece bajo un nombre diferente, el de Cronomoto. Pero lo que sigue presidiendo la cubierta en uno y otro caso es el concepto de la esfera de un reloj “dislocada” o “fracturada”, jugando con la idea de que el tiempo se detiene. Curiosamente, idéntica noción se representa pero en el plano audiovisual en Madre noche (1996), la adaptación al celuloide de la novela homónima de Vonnegut donde él mismo representa a un peatón (cameo obliga) que aparece conforme a una especie de estatua en medio de una calle o avenida fuertemente transitada. A su coguionista Robert D. Weide y a su intérprete principal Nick Nolte se refiere en una de las páginas de una obra que, excusa decirse, despierta el hambre voraz de su lectura si previamente nos hemos familiarizado con su prosa, una forma de expresar las ideas sobre el papel que surgen al dictado de una mente abonada a cierta dispersión “controlada”, en esa contienda diaria que debió ser para él reformular pensamientos que quizás habían quedado superados en el pórtico del nuevo milenio. Así pues, el absurdo se apodera de determinadas páginas para luego ir alternando capítulos o fragmentos de los mismos en que saca brillo a un prosa que trata de auscultar la esencia del ser humano lleno de contradicciones cuando se razona sobre el sentido de la guerra o hace un somero repaso por la historia de los Estados Unidos a través de un anecdotario que refuerza si cabe aún más lo irreverente e impertinente en ocasiones de su discursos a los ojos de los celadores del tea party o, cuanto menos, de las capas más conservadoras del país. Un anecdotario que ya había acomodado en el espacio de las conferencias celebradas en multitud de universidades de los Estados Unidos, algunas de las cuales habían sido los principales feudos para la incipiente divulgación de la obra de Vonnegut verbigracia de novelas del alcance metafórico de Cuna de gato (1963) y Matadero Cinco (1969), por citar dos de los títulos contenidos en el catálogo de Anagrama en distintas colecciones. Longsellers que devienen la puerta de entrada al particular mundo creativo de Vonnegut para luego pasar a otro “estadio” de conocimiento, el que permite recrearnos (en modo empático) con algunas de las expresiones de Vonnegut que, a ratos, parecen hablar en boca de su alter ego literario, Kilgore Trout. No son pocas precisamente las páginas donde se recurre a Trout para lanzar al aire algún que otro concepto que nos invita a esbozar una sonrisa que acaba escondiendo una reflexión de hondo calado. 
   Al regresar otra vez sobre este texto (pero en su variante castellana), puedo calibrar con mayor tino el alcance de una propuesta que imprime carácter, el propio de un Vonnegut socarrón, irónico, perspicaz, decidido a salvaguardar las bondades de una estirpe familiar donde quedan convocados arquitectos, inventores, científicos y practicantes de oficios de muy distinto sesgo. Con todo, ninguno de los que ha pertenecido o perteneció a similar linaje ha obtenido u obtuvo la proyección internacional de Kurt Vonnegut, Jr, fruto de la cual se han sucedido traducciones a multitud de lenguas de sus obras más (re)conocidas y aquellas que destilan un aroma a despedida, a capitulación ejecutando un doble salto mortal en el tiempo. Uno realizado de espaldas a la realidad y el otro apegado a la misma cuando toca sacar polvo al álbum familiar estacionado en el baúl de los recuerdos.       

domingo, 1 de noviembre de 2015

«LUCÍA EN LONDRES» (1927), de E. F. Benson: RETORNO A RISEHOLME

A principios de este año 2015 que pronto toca a su fin se registraría el fallecimiento de la actriz Geraldine McEwan (1932-2015), miembro del Royal National Theatre y considerada una de las primeras damas del Teatro británico, sin apenas relieve en el mundo de la gran pantalla pero sí, en cambio, con una destacada producción televisiva a sus espaldas. Entre los títulos que configuran su participación catódica cabe destacar la serie Mapp & Lucia (1985-1986), compuesta por diez episodios one hour, en que adapta de una manera sui generis la novela homónima de E. F. Benson (1867-1940). Geraldine McEwan daría acomodo en la misma al personaje de Emmeline «Lucía» Lucas, una mujer resuelta a alimentar sus aires de grandeza proyectándose en un mundo de lujo y ostentación que despierta resentimientos y envidias en el seno de esa comunidad de Riseholme poblada de un personal heterogéneo en las formas y en el fondo de sus psiques. Una segunda plasmación catódica del peculiar universo de Riseholme llegaría casi treinta años más tarde, en esta ocasión en formato de miniserie compuesta de tres capítulos. Su estreno el año pasado en la BBC coincidiría en el tiempo con la apuesta decidida de la editorial Impedimenta por rendir “culto literario” a Edward Frederick Benson a través de la publicación de la serie que pivota sobre el personaje de Lucía, no necesariamente siguiendo un orden cronológico. Así las cosas, a la edición de Reina Lucía (1920), Mapp y Lucía (1932) en 2012 seguiría la de Miss Mapp (1922) al año siguiente y para el presente otoño Lucía en Londres (1927). Aguardan, pues, edición Lucia’s Progress (1935) y Trouble for Lucia (1939) para, de esta forma, completar el ciclo de seis novelas que nos sirven de punta de lanza en nuestro país para el conocimiento de la obra de un escritor que asimismo cultivaría los relatos cortos con profusión. Una faceta que queda consignada en lengua castellana, en su derivada de ghosts stories con la publicación de La habitación de la torre. 13 cuentos de fantamas (Ed. Valdemar, 2009).
    Resulta curioso constatar que Lucía en Londres se editó por primera vez el año que hacía lo propio El gran Gatsby (1927) al otro lado del Atlántico. Una oportunidad, por consiguiente, a la hora de evaluar el distinto tono (sobre todo en relación al sentido del humor) utilizado por Benson y F. Scott Fitzgerald cuando colocan el foco en ese mundo de la aristocracia del que Lucía participa activamente durante su “destierro” en la capital inglesa, persuadida por enfrentarse a una nueva vida tras ser beneficiaria, junto a su esposo Pepino, de una herencia proveniente de una tía de éste llamada Amy. Desde esas primeras páginas donde tomamos la temperatura moral de esos personajes enquistados en la realidad del pueblo de Riseholme, la lectura de Lucía en Londres fluye con igual fortuna en cada uno de sus capítulos (no numerados) merced a las artes practicadas por Benson en el uso de una ironía afilada de seducción en expresiones que invocan a los grandes nombres de la literatura de las Islas Británicas. Una deliciosa novela que nos vuelve a colocar sobre la pista de E. F. Benson, un escritor que fundamenta su prosa en ofrecer aliento, alma a unos personajes cuyos pensamientos entran en perenne contradicción con sus actos, deslizando sobre la superficie una serie de acciones y expresiones que encubren otro plano de realidad que quisieran ver proyectadas en sus vidas y también en la de los demás, sobre todo cuando regresa a Riseholme Lucía convertida en una celebrity por obra y gracia de su estancia en Londres, codeándose con la jet set de aires victorianos. O al menos así lo expresa Lucía en su particular relato vital, buscando en Riseholme el lugar idóneo para “desconectar” de una existencia frenética (asistencia a fiestas, conciertos de ópera, representaciones teatrales, etc.) y ganarse nuevamente el afecto y la consideración de los lugareños, asistiendo a animadas cenas en que se dejan al descubierto la verdadera naturaleza de la que está hecha el ser humano. Fuera de estos cauces que apelan a la moralidad y a la ética de los personajes en liza, lo bensoniano se cobra su particular peaje en lo relativo a esas fugas fantásticas, un punto esotéricas, que llaman a la puerta de Riseholme en forma de tablas Güija manejadas por un hindú que parecen revelar desde el más allá los asuntos que competen a la vida social de Lucía en su “destierro” londinense. El esnobismo galopante del que hace acopio Lucía en la capital británica se cobra no pocos pasajes de ociosa maldad por parte de Benson,  siendo el episodio de su visita a una galería de arte uno de los más ilustrativos al respecto: «Justo acababa de terminar cuando llegó la señora Alingsby, y allá que se fueron juntos a una visita privada de la exposición de los poscubistas, donde se deleitaron con las obras de esos notables artistas. Había tantos retratos como paisajes, y por lo general era fácil distinguir los unos de los otros, porque un escrutinio cuidadoso revelaba en los primeros un ojo acá o una boca errabunda allá, y en los segundos un árbol o una casa. Lucía se mostró especialmente entusiasmada con un cuadro del puente de Waterloo, pero se había equivocado con el número de catálogo y resultó ser el retrato de la mujer del artista». Botón de muestra de un enfoque narrativo que funciona a distintos niveles, provocando el esbozo de una sonrisa mientras degustamos este manjar literario brindado por un escritor que, al margen de P. G. Wodehouse y Stella Gibbons, me recuerda de soslayo, por la carga de profundidad psicológica que infiere a determinados personajes, a su compatriota Ian McEwan, con idéntico apellido que la actriz que acondicionaría por primera vez en la pequeña pantalla el personaje de Emmeline Lucas, notaria de la decadencia aristocrática victoriana en el periodo de entreguerras. El margen temporal donde labraría su serie de novelas más difundidas el prolífico e insigne E. F. Benson.