lunes, 26 de septiembre de 2016

«FARGO» (2014): PRIMERA TEMPORADA. LA SOMBRA ALARGADA DE LORNE MALVO

Presumiblemente, para los anales de la historia audiovisual de los Estados Unidos Joel y Ethan Coen tributen por su aportación al medio cinematográfico, constituyendo uno de los tándems de cineastas más sólidos que nos ha deparado en los últimos treinta años. No obstante, cuando la carrera de ambos toque a su fin, seguirá quedando grabado en el recuerdo de muchos de los que hemos seguido la trayectoria de Joel y Ethan desde sus inicios profesionales, o de los que se hayan ido incorporando a lo largo de la misma una serie que lleva el mismo título de una de sus más emblemáticas producciones cinematográficas: Fargo (1996). En cierto sentido, la serie Fargo (2014-    ) pertenece al espectro temático y/o estilístico que han ido abordando en el curso de los años los hermanos Coen, aunque ofrece la posibilidad de ampliar una dramaturgia barnizada con un peculiar sentido del humor negro a través de un nuevo formato para ellos, dividido en diez episodios de algo menos de una hora de duración para cada una de las dos temporadas emitidas hasta la fecha. Inequívocamente, la huella de los Coen queda impresa sobre la superficie blanquecina de una propuesta televisiva de la que ejercen de productores ejecutivos, esto es, adoptando un rol de control del producto final pero desde una prudencial distancia. El contacto más a pie de obra corresponde al showrunner Noah Hawley, a buen seguro un incondicional del cine de los Coen, quien había realizado su particular aprendizaje en series como Bones, The Unusuals y My Generation con desigual fortuna. Para Hawley, el reto de Fargo serviría para “interpelar” a sus admirados Brothers Coen pero buscando su propio espacio creativo.
    Transcurridos más de dos años desde la emisión de la primera temporada de Fargo por el canal estadounidense FX, visito sus diez capítulos con el propósito, acaso inconsciente, de recuperar las sensaciones que había experimentado con el ya lejano estreno de la película homónima dirigida por los Coen. Empero, más allá de compartir un gélido escenario similar y una tipología de personajes que abrigan ciertas conexiones en relación a la obra seminal, Fargo-la serie funciona de una manera autónoma en que no resulta difícil adivinar casi a las primeras de cambio del magnetismo que despierta Lorne Malvo, en una caracterización superlativa por parte de Billy Bob Thornton. Un personaje que va progresando a medida que avanza la serie hasta su conclusión final en su primera temporada. Comparado en su momento (de una forma un tanto precipitada) con Robert De Niro, el rastro de Thornton parecía haberse perdido en la espesura de propuestas intrascendentes. Un pobre bagaje artístico el suyo desde que se enfudó el traje de Ed Crain hecho a medida precisamente por los hermanos Coen en El hombre que nunca estuvo allí (2001). Un relato cinematográfico en blanco y negro una osadía visual prince du siécle— que situó a Billy Bob Thornton en un plano de excelencia del que no tardaría en descabalgarse merced a elecciones poco satisfactorias, si bien en el orden crematístico podrían tener otro signo. Por fortuna, Fargo ha propiciado la recuperación de Billy Bob Thornton gracias a la recreación de un personaje amoral que no parece de este mundo. Esa alma inhumana, “animalesca” a la que parece acomodado el personaje de Lorne Malvo –en sintonía con el Anton Chigurh (Javier Bardem), el singular psycokiller de la oscarizada No es país para viejos (2007)— es explotada por los guionistas de turno para dotar de una cierta carga alegórica a una narración que, a mi juicio, extiende la mano hacia el universo Twin Peaks (cortesía de Mark Frost y David Lynch) en la definición de otros personajes como la dupla de matones formada por el mudo Mr. Wrench (Russell Harvard) y Mr. Numbers (Adam Goldberg), protagonistas de una rocambolesca subtrama en que acaban siendo “compañeros” de celda de Lester Nygaard (Martin Freeman). Lester salva el pellejo in extremis cuando Wrench y Numbers son llamados a abandonar la celda cuando se les notifica que la fianza impuesta por el juez ha sido satisfecha. Pero el vivaz Lester, una vez “liberado” de vida anodina, prosigue su huída hacia adelante, haciendo partícipe al espectador de una mutación de comportamiento –desde la bondad domesticada verbigracia del hábito a una maldad asimilada conforme a una nueva forma de vida— pareja a la experimentada por Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad (2008-2013). Muestra inequívoca que las series se retroalimentan entre sí, aunque con la lección aprendida de preservar unas señas de identidad que las hagan únicas, diferentes. Sin duda, una de las señas de identidad de la primera temporada de Fargo responde al nombre de Lorne Malvo, el diablo con guantes de seda que visita Bemidji con la intención de grabar a fuego la historia criminal de una hasta entonces apacible localidad de Minnesota, de cuyos valores humanitarios el jefe de la policía local Bill Oswalt (Bob Odenkirk, uno de los actores revelación en Breaking Bad y con espacio propio en el spin-off de ésta, Better Call Saul) es uno de sus más firmes depositarios. Por ello, Oswalt trata de preservar un clima familiar en el seno del cuerpo policial de Bemidji que sufre una ola de crímenes "basados en hechos reales". Una nota de humor negro que se imprime en el encabezamiento de unos títulos de crédito iniciales puntuados por la composición musical de Jeff Russo definida en forma de Réquiem... por los que van a morir cuando la sombra alargada de Lorne Malvo se adivina en el horizonte.   

miércoles, 14 de septiembre de 2016

«RELATOS TEMPRANOS» (1935-1943) de TRUMAN CAPOTE. TRAS LA PISTA DEL GENIO PRECOZ DE NUEVA ORLÉANS

Truman Streckfus Persons, artísticamente Truman Capote (1924-1984), no llegó a cumplir los sesenta años por algo más de un mes. En los aledaños de haber alcanzado una cifra redonda que lo situara próximo a la edad de jubilación y con apenas tan solo cuatro novelas publicadas in strictu sensu podría colegirse que Capote fue un escritor tardío y/o extraordinariamente perfeccionista para que hubiera podido ser catalogado conforme a un escritor prolífico. Nada más lejos de la realidad. A los ocho años, desde el rincón de la marginalidad derivada de la falta de afecto maternal y de la ausencia del referente paternal, Truman Streckfus decidió ser escritor. Una pulsión infantil que adoptaría carta de naturaleza en una adolescencia en que el menudo Truman parecía plenamente consciente de su talento innato para la escritura, una forma de mitigar las punzadas de dolor soportadas por su corazón doliente, al albur de las intermitentes ausencias de su figura materna, dejándolo al cuidado de tres de sus tías, a las que homenajeó a su manera en una de sus contadas novelas, El arpa de hierba (1951).
    La condición de escritor precoz de Truman Capote, tocado por la “varita mágica” de un talento “sobrenatural”, queda refrendada plenamente en Relatos tempranos, que en marzo de 2016 sacaba a la venta el sello Anagrama dentro de la colección consagrada al genio de Nueva Orléans. Hubiera podido resultar un ejercicio un tanto prosaico o, cuanto menos ocioso, hacernos comulgar con la idea que textos literarios escritos por adolescentes con apenas decenas lecturas de clásicos en su haber (en el mejor de los casos) tuviera sentido su edición en forma de compendio de una docena larga de relatos. Algo que en la inmensa mayoría de los casos podríamos dar por bueno, pero cuando nos enfrentamos a un escritor llamado Truman Capote estamos ante la excepción que confirma la regla. Inequívocamente, la lectura atenta de Relatos tempranos levanta puentes con las obras “de madurez” de Capote, estableciendo así una invisible secuencia cronológica en que pasamos de esa fase primigenia en que ya advertimos su incipiente dominio de las figuras poéticas y metafóricas  (a modo de ejemplo, «El sol declinaba ya en el cielo veteado de escarlata y el calor se alzaba de la tierra seco y vibrante» y «se agarró a la oscuridad en busca de asidero», sendas frases y/o expresiones que cabalgan sobre el texto de “La señorita Belle Rankin”), y su decantación por lo lúgubre y lo siniestro al reflejar una realidad cotidiana que tuvo como denominador común un núcleo rural en los catorce relatos publicados en el presente volumen. No en vano, Truman pasó buena parte de su infancia y adolescencia en la localidad de Monroeville, en el estado de Alabama, donde fue vecino e íntimo amigo de Harper «Nelle» Lee (la autora de la novela Matar un ruiseñor), a quien parece invocar en la pieza “Si yo te olvidara” a través del personaje de la sureña Grace Lee. En este mismo relato, expresa a través de la voz de la protagonista de la función que «quizá vuelva a buscarme para llevarme a alguna urbe grande como Nueva Orléans o Chicago, o incluso Nueva York». Ya por aquel entonces, Truman Streckfus parecía presagiar cuál sería su destino, una ciudad invadida de rascacielos que lo acogería en calidad de meritorio en la revista “New Yorker” para, una vez instalado en la veintena, dar rienda suelta a una veta literaria tocada por un estilo propio, de escritura precisa y elegante, en que su capacidad de adaptabilidad a cualquier tipo de personaje (de razas, bagaje cultural, estratos sociales y edades disímiles) ya había tenido el campo abonado durante su fase (pre)adolescente, a cuenta de Hilda, Louise, y Lucy en los relatos epónimos, pero asimismo de personajes masculinos tales como Em (“La polilla en la llama”), Jep y Lemmie (“Terror en el pantano”) o Jamie (“Esto es para Jamie”), entre otros.  
     Para todos aquellos amantes de la literatura de Truman Capote estos Relatos tempranos favorecen al pensamiento que se requiere (casi) toda una vida para alcanzar el zénit creativo (él lo hizo con A sangre fría, asumiendo con ello un coste demasiado alto en lo personal), marcando así sobre un imaginario tablero la progresión que adopta una forma de curva ascendente sin apenas percibirse dientes de sierra. Un regalo, por consiguiente, difícil de substraernos para quienes consideramos a Truman Capote uno de los mayores talentos de su generación, sometido, como acertadamente señala en el epílogo la editora Amuschkas Roshani, al flagelo intermitente  del recuerdo de una infancia marchita por la ausencia de afecto materno, un anhelo que clamaría "venganza" en algunos de sus textos más afilados, con la punta de mordacidad e ironía perfectamente acondicionada para grabarse sobre el papel. Del olor del mismo, Truman Capote no se desprendió jamás, aunque otro olor, el del alcohol, que funcionó como “bálsamo” acabaría truncando su vida (mucho) antes de tiempo. Con todo, medio siglo dedicado a la literatura le colocaron en el Panteón de los elegidos de las Letras Americanas de todos los tiempos.