jueves, 17 de noviembre de 2016

«THE KNICK» (2014), PRIMERA TEMPORADA: SODERBERGH «AT TV»

Mi interés por el cine de Steven Soderbergh no nace con la proyección de su opera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) sino que llega bastantes años más tarde, a caballo entre el siglo XX y el XXI. A partir de entonces, de una manera más o menos regular traté de seguir su trayectoria fílmica, amén de recuperar títulos pertenecientes a la centuria como Schizopolis (1996) un auténtico one man show con Soderbergh ejerciendo de actor (sic) en una especie de home movie con aspiraciones de estreno comercial, que pude ver dentro de la sección Seven Chances en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Una vez acumulada una veintena de largometrajes tras las cámaras, su actividad cinematográfica se detuvo en seco, asqueado del trato que le dispensaba una Industria formada por ejecutivos que manejan un negocio prescindiendo de la consideración que se encuentran, además, frente a un fenómeno artístico. Al mismo tiempo que anunciaba una salida del medio cinematográfico sin concretar la posibilidad de un regreso al medio o largo plazo, Soderbegh dejaba caer la posibilidad que siguiera ligado a la realización pero en el ámbito de la televisión, a donde habían ido a parar colegas “rebotados” con los estudios que seguían poniendo en práctica esa vieja expresión que razona «vales lo que vale tu última película». La tvmovie Behind the Candelabra (2013) a mayor gloria de Liberace, famoso cantante homosexual que adopta las facciones de Michael Douglas, recién salido de un complicado trance en lo personal sirvió de antesala de la nueva etapa emprendida por Soderbergh, en razón de su participación en el proyecto The Knick que trató de mantenerse en secreto. Así pues, Soderbergh pareció decidido a no dejar ningún cabo suelto, asegurándose que la serie en cuestión le situaba en la dirección correcta después de un viraje profesional al cumplir el medio siglo de existencia que llamó a la incredulidad dentro del negocio cinematográfico pero asimismo de aquellos dispuestos a admitir, como un servidor, que hasta entonces su verdadero talento tan solo se había mostrado a cuentagotas. Cuál sombra, la capacidad de experimentación había perseguido a Soderbergh, incluso dentro de aquellas producciones con arrestos de mainstream, esto es, Contagio (2009) o «trilogía Ocean» que había conformado junto a su socio por aquel entonces, George Clooney. Esa misma necesidad de experimentación guía el destino de John Wilkison Thackery, el médico al que da vida Clive Owen en la serie The Knick. Presumiblemente, al sopesar qué actor sería el más idóneo para encarnar a Thack en la pequeña pantalla, la triple alianza formada por Michael Begler, Jack Amiel (haciendo las veces de showrunners) y Soderbergh repararon en Clive Owen por su antecedente de médico en Closer (2004), cuyo verdadero relato vital no se corresponde con lo imaginable en una persona de su condición social y/o de su profesión.

    Cineasta especialmente dotado para pasar de un proyecto a otro con una facilidad pasmosa, Soderbergh dedicó tiempo y esfuerzo en 2013 pasa sentar las bases de un proyecto que razona sobre las interioridades de un hospital de principios de siglo XX en Nueva York, el Knicklebooker, más conocido por su diminutivo, The Knick. En el seno de este centro médico Thack desarrolla su actividad profesional, como si de un laboratorio se tratara y los pacientes fueran sus “cobayas”. En su primera temporada, The Knick nos muestra líneas de continuidad con la forma de operar en el cinematógrafo por parte de Soderbergh, dejando las riendas de la composición musical a su recurrente colaborador Cliff Martínez (para mi gusto, uno de los principales déficits de los primeros diez capítulos en su conjunto, con una orientación de calado psicológico que choca en muchas ocasiones con la plástica de las imágenes y el marco en el que se sitúa el relato) y abogando por una planificación visual en que abundan los ángulos bajos, (casi) a ras de suelo, marca de fábrica de un heterodoxo por excelencia como sigue siendo el realizador oriundo de Atlanta. Una vez constatado el magnetismo que emana el personaje de Thackery siempre inquieto, pendiente de un nuevo desafío en la sala de operaciones y en la trastienda del hospital, la serie va progresando merced al crecimiento experimentado por determinados personajes, en particular el doctor Algernon Edwards, confeccionado por André Holland con extrema pulcritud y savoir faire. Su nombre de pila hace referencia explícita a la novela clásica, de corte alegórico de Daniel Keyes, Flores para Algernon (1966), uno de los diversos guiños que procura mantenerse atento al contenido y al continente de esta first season que concluye tradición obligacon un giro narrativo dispuesto para mantener la llama del interés por la continuidad de la serie. A mi juicio, el andamiaje narrativo de The Knick se asienta con más firmeza si cabe en una segunda temporada no apta para personas sensibles a lo que un quirófano es capaz de dejar al descubierto.... Todo ello bajo la batuta de Steven Soderbergh, que cambió de medio hace unos años pero ha seguido procesando una similar actitud de rodar sin desmayo, asumiendo que lo suyo es un perenne aprendizaje. Solo así se entiende que se haya hecho cargo de cada uno de los veinte episodios que comprometen a las dos temporadas emitidas hasta la fecha, muestra inequívoca de otro rasgo más de la singularidad de The Knick, producida por Cinemax, una de las múltiples ramificaciones de la «todopoderosa» HBO en materia de (mini)series televisivas.        

domingo, 6 de noviembre de 2016

«AUTOR SOLARIS» (2016): MEDIOMETRAJE DOCUMENTAL SOBRE STANISLAW LEM, UN «PROFETA» DE NUESTROS TIEMPOS

   
Mi afición por la lectura en realidad se inició al concluir los estudios medios en el instituto, antes de ingresar en la Universidad. Nunca llegaron a interesarme demasiado esas lecturas obligatorias en el instituto, teniendo el pálpito por aquel entonces de que quedaban obras veladas a nuestro conocimiento que podrían multiplicar exponencialmente la atención por la letra escrita en un texto, pongamos por ejemplo, de ciencia-ficción. Sin duda, ese sería el género preferido en mi despertar como lector, frecuentando a partir de mediados los años ochenta librerías de Barcelona en que reservaban un amplio espacio al género en cuestión. Entre mis primeras adquisiciones recuerdo que me hice con un ejemplar de Solaris de Stanislaw Lem (1921-2006), presumiblemente después de asistir a una proyección en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya de su versión cinematográfica homónima, filmada por Andréi Tarkowski en 1971. Entre ciertos círculos de aficionados a la literatura de ciencia-ficción Lem ocupaba un lugar preponderante dentro de un imaginario «Panteón» de escritores consagrados al género. Bien es cierto que tras la lectura de Solaris (1962) y algunos textos sueltos en forma de ensayos de Lem, me decanté por proseguir la senda de otros autores que quizás me resultaran más “accesibles”. En cualquier caso, la necesidad por saber más sobre un escritor polaco que “competía” en cifras de ventas con sus colegas de profesión del mundo anglosajón nunca ma ha abandonado. Así pues, al leer la programación de la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya la misma entidad publica (pero en una sede distinta) que me abrió las puertas al conocimiento de la obra de Lem vía adaptación cinéticaprevista para el mes de noviembre de 2016 reparé en la proyección de Autor Solaris, fechado ese mismo año y que, por tanto, parecía la oportunidad pintiparada para asistir a uno de los escasos pases del documental en cuestión celebrados en una sala de cine fuera de las fronteras polacas. A juzgar por las palabras de las personas que se encontraban en la mesa para presentar el film (incluidos su director Borys Lankosz, su guionista Wojciech Orlinski y el gran experto en su obra Stanislaw Beres, quien aparece en distintas fases del documental) y celebrar un coloquio a posteriori con el público asistente, el día 4 de noviembre de 2016 representó una de las primeras citas de Autor Solaris frente a una sala cinematográfica que dejaba pocos asientos libres, algo que evidentemente me complació.
    Requerido de tres países para la financiación Francia (a través del canal ARTE), Alemania y Polonia de un presupuesto más bien modesto (cien mil euros) incluso tratándose de un documental con una duración propia de un mediometraje, Autor Solaris traza una panorámica personal de Stanislas Lew ligada a la propia historia de Polonia contemporánea con dos fechas clave en la misma: 1956 y 1968. En este intervalo de tiempo es precisamente donde se acomoda la producción literaria más fértil de Lem, aquella capaz de proyectarle a un escenario de popularidad ni tan siquiera remotamente imaginado por él mismo. Una popularidad entendida por su condición de escritor cuya obra se ha traducido hasta la fecha a cuarenta y un idiomas y la cifra de ventas en total se eleva por encima de los treinta millones de ejemplares. Estos datos se recalcan de manera particular en el arranque del documental, una forma de marcar la pauta del interés que pueda generar un autor que hizo de su vida privada un fortín inexpugnable a los medios de comunicación, ociosos de entrar en el detalle de una existencia volcada en el continuo aprendizaje de materias muy diversas del ámbito de la ciencias, con especial propensión por las nuevas tecnologías. Ateísta por convicción, Stanislas Lem practicó una clase de literatura que llamó a la indiferencia y/o a la incomprensión de muchos en su país de origen del que siempre se mostró ligado. Solo lo abandonó durante unos años para residir en Alemania y Austria, pero con la convicción que regresaría algún día. De hecho, durante su destierro se iba edificando una vivienda que había comprado con los beneficios generados por la venda de derechos de sus libros y la traducción a un sinfín de idiomas en este sentido, tuvo pocos competidores entre los de cuerda literaria, señal inequívoca que había vislumbrado la vuelta a su Polonia natal, allí donde sería saludado conforme a una de sus más grandes pensadores una vez se produjo el deshielo en los estertores de la Guerra Fría. En el documental de marras se habla de Lem en términos de «profeta». Lo es óbviamente no el sentido religioso o místico, sino el inherente a un visionario de un mundo que él había imaginado y plasmado en el papel y que, al cabo, se tradujeron al plano de la realidad, caso de no pocos asuntos que comprometen al espacio tecnológico donde hemos quedado atrapados en la era de internet. Es por ello que en un breve espacio de tiempo retomaré la lectura de la obra de Stanislaw Lem, una asignatura pendiente que llevo arrastrando desde hace demasiados cursos. Una vez concluida la inmersión en la literatura de Lem espero tener plaza en ese congreso de futurología para poder confrontar con conocimiento de causa las claves de la obra de un profeta de nuestros tiempos cuyo cuerpo expiró hace diez años pero que su alma literaria (la que infunde el valor de la (re)lectura de textos de carácter reflexivo y/o filosófico en que abundan las referencias a la ciencia) está lejos de desaparecer para siempre.      

miércoles, 2 de noviembre de 2016

«HECATOMBE»» (1927), de WILLIAM GERHARDIE: THINGS TO COME

En 1991 Editorial Versal publicaba por primera vez en lengua castellana una novela escrita por William Gerhardie (1895-1977). Empleando para la cubierta la imagen de un cuadro en que aparece un joven sentado ataviado con un vestido anaranjado y sosteniendo entre sus manos una fruta, Futilidad (1922) parecía un título demasiado “sofisticado” para “trascender” en el mercado editorial. Una quincena de años más tarde, Editorial Siruela un sello más acorde con el tipo de literatura que proponía Gerhardie ya desde su primera novelarecuperaba el texto en cuestión, pero facultando a una operación de “lavado de cara” con la publicación de una edición con un nuevo título (Inutilidad) y una nueva portada la que se corresponde con una hipotética imagen del personaje central, Nikolai Vasilievich, en cierto sentido alter ego del propio escritor—, una traducción ex novo a cargo de Menchu Gutiérrez y la inclusión de un prólogo, nada menos, que de Edith Wharton. Entiendo que con todos estos cambios operados sobre la opera prima de Gerhardie en relación a su primigenia edición no serían suficiente para que la apuesta de Siruela cuajara, postergando sine die la publicación de alguna de las otras novelas cinceladas por el talento del escritor de nacionalidad británica con fuertes vínculos con el otrora Imperio Ruso. Una vez más, Impedimenta anduvo resuelta a la hora de ampliar el abanico de publicaciones referidas a Gerhardie en la lengua de Dámaso Alonso, apostando por la edición en 2013 de Los políglotas (1925), acaso la novela que parece llamar al consenso sobre su extraordinaria calidad y que le granjearía un sólido prestigio en determinados círculos literarios. Él mismo pareció ser consciente de ello cuando se avino a publicar Memoirs of a Polyglot: The Autobiography of William Gerhardie (1931). En la misma se ocupa de levantar acta de las visicitudes experimentadas durante el tiempo de escritura de Doom (1927), la otra novela recuperada por Impedimenta bajo el título Hecatombe (2016) y con traducción a cargo de Martín Schifino. Tan solo asomándonos a su portada entendemos que el título “contradice” a la imagen en que aparecen siete damas de distintas edades luciendo vestidos de noche color champán con unos sombreros que cubren sus respectivas cabelleras convenientemente recogidas. Al correr de las páginas, entendemos que esa imagen de portada cuadra con el de esa alta sociedad rusa a la que pertenece Eva Dickin, la joven por la que suspira Frank Dickin, un escritor en ciernes. A propósito de este peculiar personaje, Gerhardie construye un fresco de época decididamente sarcástico y mordaz en su conjunto, e irónico en algunos de sus pasajes.
    William Alexander Gerhardie encaja dentro de la consideración de «escritor de escritores», poseedor de un timbre estilístico propio en esa afinación por combinar un universo literario persuadido por lo satírico y/o lo humorístico con una orientación visionaria que le sitúa por derecho propio entre aquellos capaces de haber entendido porqué derroteros se conducía en mundo en el periodo de entreguerras. De tal suerte, el ayer (en relación al peso del pasado que arrastra consigo una saga familiar rusa en franco declive), el hoy (cuyo diapasón lo marca las acciones emprendidas por Frank Dikin, a quien acoge cuál protector el adinerado Lord Ottercove) y el mañana (el que hace referencia al título, el provocado por una bomba atómica que anticipa lo ocurrido en el plano de la realidad a casi veinte años vista) “conviven” en un texto literario de exquisita factura en su formulación narrativa, que incluye numerosas referencias a prohombres de las letras (algunos de ellos compatriotas como Jane Austen o H. G. Wells) y unas pocas al mundo de la ciencia. Éstas últimas se dan cita cuando el relato encara su parte final, aquel capaz de dar un giro un tanto imprevisible para el lector, procediendo a “domesticar” la ironía y el sarcasmo en beneficio de la crudeza de los escenarios que sobrevuelan en nuestra imaginación al calor de la representación de un mundo apocalíptico producto de la sinrazón del ser humano. Sin duda, H. G. Wells tuvo presente Doom a la hora de conformar el guión de Things to Come (La vida futura para su distribución en suelo español) por encargo de Alexander Korda. Aunque con ciertas reservas, acaso Stanley Kubrick conociera asimismo el contenido de la novela de Gerhardie para decantarse definitivamente por modificar el rumbo de la historia de Dr. Strangelove (¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú) que quería imprimir en la gran pantalla a partir de la novela Red Alert (1958) de Peter George, que adopta un semblante “serio” en su fondo y forma. Una hipótesis de trabajo bastante probable, pero que en todo caso Hecatombe representa una propuesta única que, amén de cautivar por su prosa precisa y elegante, sorprende por las dotes de “adivino” de Gerhardie sobre el potencial de autodestrucción del ser humano bien entrado el siglo XX y que nos sitúa de facto en una nueva era. La fisión nuclear de los átomos procuraba la confección de un arma de destrucción masiva hasta entonces ni tan siquiera imaginada. Por su parte, la “fusión nuclear” de una familia rusa, en combinación con un escritor de talento dudoso en el que, sin embargo, confía Lord Overcotte (no es difícil "visualizar" la figura de Sir Ralph Richardson , uno de los actores partícipes en Things to Come, en una hipotética representación de esta pieza literaria en la escena teatral o cinematográfica que nunca se dio), ofrece buena parte de la cuota de hilaridad e ironía de un relato que había adoptado distintos nombres My Sinful Earth, Eva’s Apples y Jazz and Jasperantes de imponerse el de Hecatombe. En ese lado oscuro del planeta literario británico, transcurridos casi noventa años desde su primera edición, aún podemos observar esa huella en forma de cráter que lleva la rúbrica de William Gerhardi, en arte con el añadido final de la «e» al final de su apellido. Una «e» que equivale a excelencia literaria, a los ojos inclusive de coetáneos de mucho mayor reconocimiento artístico y/o mediático como el caso de Graham Greene o Edith Wharton, quien sentencia en el prólogo de Siruela para la edición de Inutilidad: «yo tengo talento, pero lo de él es genio».