domingo, 22 de enero de 2017

«VIKINGOS» (2013, PRIMERA TEMPORADA): MICHAEL HIRST, A LA CONQUISTA DE SU «REINADO» TELEVISIVO

La importancia que han cobrado las series de televisión anglosajonas en el contexto audiovisual en las últimas décadas ha procurado crear sus propias etiquetas. Señas de identidad que subvierten la idea que, como en el cine, el dominio creativo viene asociado al director. Mas, semejante privilegio ha quedado reservado en el terreno televisivo a la figura del showrunner, siendo hasta la fecha múltiples los ejemplos de este principio de autoría que ejercen diversas personalidades algunas de ellas provenientes del cinepara una determinada producción creada para la pequeña pantalla. Si bien es cierto que el británico Michael Hirst (n. 1952) participa de este concepto de showrunner, a medida que Vikingos (2013-2016)originalmente pensada para llevar el título Raid (el mismo computaría para el quinto de los episodios de la first season)ha ido consolidando su propuesta con el rodaje garantizado hasta la fecha de una quinta temporada, el guionista y productor inglés opera bajo unas condiciones favorables de trabajo a los que muy pocos de sus colegas han accedido. Hirst ejerce su particular “reinado” desde el confort de su hogar en Oxford, llegando incluso su área de influencia a promocionar a dos de sus hijas, Georgia y Maude Hirst, en sendos papeles (secundarios) para la serie Vikingos después de haber participado en la confección de otra serie menos longeva, Los Tudor(2007-2010). Lejos de someterse al dictado de esas interminables brainstormings, para luego pasar el filtro de reuniones con participaciones de un pool de guionistas con el objetivo de fijar las líneas maestras de una determinada temporada, Hirst “despacha” consigo mismo y evacúa consultas con el historiador Justin Pollard. Es por ello que cada uno de los episodios de los que consta Vikings llevan la rúbrica de Hirst, amo y señor de una serie que persigue un cometido fundamental: “universalizar” el conocimiento sobre un pueblo, el vikingo, del que la mayoría de los mortales puede juzgar sobre su historia de una manera somera, quedándose en los clichés de su carácter de aguerridos guerreros fiados a una especie de patriarcado que reserva un papel residual a las mujeres. Precisamente, éste resulta uno de los lugares comunes que la serie Vikings invita a desterrar, mostrando a féminas que poseen papeles de relieve en el contexto de comunidades de perfil tribal.
    La de Vikingos, sin duda, fue desde su gestación una apuesta de “autor”, en que la idoneidad de contar con una estrella de relumbrón derivada, a poder ser, del medio cinematográfico o bien resultando familiar para el público merced a una participación anterior en una determinada serie no daba lugar en el debate previo al lanzamiento en antena de una primera temporada. Una temporada de arranque que, en buena lid, debía ceñirse a un total de nueve episodios verbigracia de la singularidad que entraña esta cifra de cara a la mitología nórdica. Respetando semejante métrica, los máximos responsables de Vikingos con Hirst a la cabeza, concibieron una primera temporada con múltiplos de tres, esto es, tres directores para otros tantos episodios. En este formato de “equidad” el sueco Johan Renck, el irlandés Ciarán Donnelly y el canadiense Ken Girotti se repartieron las funciones de dirección de una propuesta que preserva similares estándares de calidad en cada uno de los nueve episodios que jalonan la primera temporada de Vikingos. En este primer envite se va tejiendo esa malla repleta de conflictos de cariz tribal, en que sobresale la figura de Ragnar Lothbrok, encarnado por el australiano Travis Fimmel, ex modelo que se ha convertido en un bastión para una producción que precisaba de una lenta cocción para que, al cabo, su plato fuera degustado para paladares de espectadores de muy distinto perfil. Su presencia se ha hecho imprescindible; en cuanto a lo que vemos en pantalla se revela la viga maestra que soporta el edificio de una producción que para su primera temporada contaría con los servicios del dublinés Gabriel Byrne, uno de esos «sospechosos habituales» que brillaron con luz propia en el largometraje dirigido por Bryan Singer. Descabalgado el conde Earl Haraldson (Byrne), Vikingos adquiere una nueva dimensión, pero sin perder un ápice los principios vectores que rigen la serie en cuestión, esto es, un tratamiento de la violencia hiperrealista (aunque contaminada de una cierta estética animé) y el favorecimiento de unas subtramas que implican a la noción de estirpes que tratan de preservar el poder vía derechos de cosanguineidad. A la sombra de las mismas actúan personajes como Floki (Gustaf Skasgård, uno de los vástagos del actor Stellan Skasgård), constructor de barcos de profesión y un trasunto de Loki, una de las figuras capitales de la Mitología Escandinava. Para la segunda temporada, Floki irá adquiriendo un rol cada vez más preponderante, siendo protagonista de una de las líneas narrativas concebida por Michael Hirst, más que un show runner, un long distance runner por su voluntad de convertir Vikingos en su particular Torre de Babel, un equivalente televisivo a El señor de los anillos referido a un pueblo que sigue preservando una mítica derivada en su momento merced al visionado del film protagonizado en 1958 por el ya centenario Kirk Douglas y al que la Metro-Goldwyn-Mayer ofreció a Hirsch en su momento elaborar un eventual remake. Felizmente, la propuesta en cuestión dio pie a que la mecha empezara a prender hasta dar forma a una primera temporada de Vikingos en 2013, principio de un relato que aún queda un largo recorrido para que toque a su fin. 

martes, 3 de enero de 2017

LA HISTORIA MUSICAL DE «EL EXORCISTA»: HERRMANN, SCHIFRIN, LA MÚSICA VANGUARDISTA CENTROEUROPEA Y LAS «CAMPANAS TUBULARES»

No cabe duda que William Friedkin deviene uno de esos cineastas que han contribuido sobremanera a forjar su propia leyenda ya desde la verificación de su fecha de nacimiento. Él mismo parecía llamado a la sorpresa cuando descubrió que su partida de nacimiento era la del 29 de agosto de 1935, en lugar de la fecha del mismo día y mes pero de distinto año, 1939, como recogían los datos biográficos sobre su persona hasta no hace demasiado tiempo. En la convicción que su madre (asistenta de enfermería) le trajo al mundo un par de días antes de oficializarse el arranque de la Segunda Guerra Mundial pareció moverse William Friedkin durante gran parte de su vida, entre otros periodos los que cubren su eclosión, a efectos mediáticos, con los estrenos de French Connection / Contra el imperio del crimen (1971) y sobre todo El exorcista (1973). Salvando las distancias, ciertos paralelismos caben entre William Friedkin y Orson Welles en sus respectivas condiciones de enfants terribles, realizando un pulso con los estudios con el fin de hacer valer sus respectivos criterios artísticos. En ambos casos, la curva descendente empezó a evidenciarse en etapas demasiado tempranas de sus singladuras profesionales, sin llegar nunca a moverse en los niveles creativos que dieron carta de naturaleza a sus respectivos logros profesionales en el campo audiovisual. Esas analogías existentes entre Welles y Friedkin se hubieran incrementado si éste último hubiera aceptado las condiciones impuestas por Bernard Herrmann (1911-1975) a la hora de elaborar el score de The Exorcist. Al igual que muchos otros cineastas, William Friedkin debía al visionado de Ciudadano Kane (1941), a modo de “revelación”, el hecho de convertirse en director de cine. Al cabo, al presentarse la opción por parte de Friedkin de colaborar con Herrmann, el autor de las bandas sonoras de Citizen Kane y El cuarto mandamiento (1942) los primeros largometrajes oficiales dirigidos por Welles, hubo un handicap que sería insalvable. Después de ver un copión de The Exorcist, Herrmann parecía satisfecho con la idea de colaborar con William Friedkin, pero la negativa del primero a desplazarse hasta Los Ángeles para grabar la partitura con músicos de la zona frustró el acuerdo. Incluso si hubiera aceptado la propuesta de Herrmann de grabar la música en el St. Giles Cripplegate de Londres como había sido el deseo del compositor neoyorquino afincado en Gran Bretaña desde los años sesenta, quedaba un escollo aún más insalvable si cabe: el uso de un órgano. Friedkin no transigió a este deseo atendiendo a que no quería música “católica”. Sus intenciones se corregían en un sentido bastante distinto y, por consiguiente, la opción Herrmann quedó del todo descartada. En esa baraja “diabólica” que resultaba la elección de un compositor para The Exorcist, Friedkin buscó en Lalo Schifrin (n. 1932) una alternativa solvente. Durante el laborioso proceso de montaje de El exorcista, el músico argentino le entregó un comentario musical que, según el criterio de Friedkin, era demasiado estridente para un film que las impactantes escenas rodadas hablaban por sí solas. No parece demasiado claro que Schifrin completara la música para la película, si no que cubrió la confección de algunos bloques, entre los cuales figura el correspondiente a los títulos de crédito finales con arreglos propios del rock. No tardaría en circular el bulo así me lo expresó en persona Lalo Schfrin en la edición de 1993 del Congreso de Música de Cine celebrado en Valencia— que el autor de origen sudamericano ser sirvió de su trabajo previo en El exorcista para adecuar la partitura de Terror en Amityville (1979), dirigida por su buen amigo Stuart Rosenberg, y que, a la postre, le valió una nominación al Oscar.
     En algún momento de ese febril periodo de trabajo consagrado a un film que le reportaría un nombre para la Historia, William Friedkin capituló y entendió que debía prevalecer una noción de underscore, esto es, una banda sonora que trabajara por debajo sin menoscabo a erosionar la potencia de unas imágenes hasta entonces ni por asomo vistas en la gran pantalla relativas a un exorcismo cuyas raíces se remontan a una historia verídica registrada en Maryland, en 1949, base de la “tesis doctoral” de la célebre novela de William Peter Blatty. En su afan perfeccionista, Friedkin convino con el triunvirato de montadores ligados al proyecto en emplear para los temp tracks temas de compositores de la vanguardia musical centroeuropea del siglo XX como Anton Webern (1883-1945), Hans Werner Henze (1926-2012) y Krzystof Penderecki (n. 1933). Una práctica habitual en directores que conceden una gran importancia a la música, haciendo gala de un componente melómano que en el caso de William Friedkin tiene en el pop-rock uno de sus principales áreas de interés. No en vano, el realizador de Chicago reparó en el contenido del disco Tubular Bells (1973), alumbrado en marzo de 1973, registrándose su estallido a nivel de ventas en Gran Bretaña. En un golpe del destino, Friedkin tuvo la habilidad de incluir un fragmento de este disco multiinstrumental en una banda sonora que de manera harto incomprensible aparecía encabezando los créditos el nombre de Jack Nitschze (1937-2000)(el autor del score de Alguien voló sobre el nido del cuco y vinculado en sus inicios profesionales con Neil Young en calidad de arreglista) cuando apenas su contribución supera el minuto en una cinta de unas dos horas de duración. Por lo que concierne a Tubular Bells, desde el primer instante se adhirió a la piel de El exorcista, y hoy en día no podemos contemplar la posibilidad de un film de terror que marcó una época sin esos acordes operados por un multiinstrumentista como Mike Oldfield, quien a sus veinte años hizo posible que el productor musical Richard Branson empezara a forjar un imperio. Su particular Rosebud atendió al nombre de Virgin. En una astuta jugada, Branson se benefició del éxito de la cinta dirigida por Friedkin para relanzar en formato single un fragmento de Tubular Bells con el añadido «un tema de El exorcista». En casa de los Oldfield, resonaban las campanas de un éxito inusitado que sentó, en cierta medida, los fundamentos de la new wave, la corriente musical por la que transitaría parcialmente la siguiente banda sonora articulada (por Tangerine Dream) para un film que llevara el sello de distinción de William Friedkin, Carga maldita (1977).