A punto de cruzar el puente que separa el siglo XX del
siglo XXI, en un annus horribilis para
la cinematografía mundial —algunos
de sus peones (Andrew L. Stone, Buzz Kulik), alfiles (Charles Crichton, Edward Dmytryk) y Reyes (Robert Bresson,
Stanley Kubrick) fueron borrados de este tablero imaginario que compete a sus
directores— el estreno de Una historia verdadera (1999) volvió a colocarnos sobre la pista de
un director que llama al culto solo pronunciar su nombre: David Lynch. A nivel
comercial, Lynch parecía plenamente consciente que se disparaba un tiro en el
pie colocando al frente del cartel a dos octogenarios, Richard Farnsworth y Harry
Dean Stanton (n. 1926). n “sacrificio” que valía la pena con tal repercutir en la gran
pantalla acaso una de las últimas obras maestras filmadas en el siglo pasado.
En mi memoria aún perdura asistir al pase de prensa de The Straight Story celebrado en los cines Verdi de Barcelona y
salir a su conclusión con los ojos humedecidos. Al cabo, en octubre de 2000
conocíamos la noticia del fallecimiento de Farnsworth. En cambio, Harry Dean
Stanton ha seguido en la brecha, pero dejando de contabilizar los largometrajes
y las (mini)series de televisión en las que ha participado, la inmensa mayoría
dando cobertura a personajes secundarios. El valor de la excepción lo constituye
su papel de Travis en París Texas
(1984) y de Bud en Repo Man (el recuperador)
(1984), rodadas en un mismo año. Veintiocho y ocho años después, Harry Dean
Stanton se erigió por derecho propio en el protagonista de un documental suizo que
habla sobre él a través de su propia voz y de diversos directores, intérpretes
y músicos que lo han tratado o siguen tratando a lo largo de los años.
Al calor del
visionado de Harry Dean Stanton: Partly
Fiction (2012) podemos levantar acta de un intérprete que en los estertores
de su vida, cuando su llama se va apagando, su flor marchitando, deja escrito a
cámara un consejo para futuros actores: «interpretaros
a vosotros mismos». Filósofo (de barra), cantante
vocacional, instruido, mujeriego, solitario... Harry Dean Stanton es un
personaje en sí mismo que, como señala la ex Blondie Debby Harris ha sabido
mantener amistades durante muchos años, algo ciertamente complejo en un mundo
como el del cine en que lo fugaz deviene la moneda de cambio común. Amistades
que saben interpretar sus silencios, tan largos, tan profundos, “tan poderosos”
como él mismo dice al aplicarse en esa filosofía de vida que requiere, a modo
de contrapartida, ese salvavidas en forma de retribución monetaria por el sinfín
de producciones en las que ha participado. De un tiempo a esta parte, de esos
asuntos pecuniarios y de otros temas se ocupa Logan Sparks, quien reflexiona a
cámara que Dean Stanton no comulgaba con esa vida religiosa, plegada a las
ordenanzas de la Biblia ,
que acabarían abrazando sus dos hermanos en su Kentucky natal. Harry Dean
Stanton viajaba en sentido contrario, mostrándose al llegar a ese territorio
soñado —Hollywood— un outsider,
alguien que podía comprometer su amistad para tirar adelante un determinado
proyecto que le llamara la curiosidad. Ello le granjearía un sentido de
pertenencia a una comunidad, aunque su alma solitaria ha seguido vagando de
noche por rincones de la ciudad de Los Ángeles, con parada obligada en el bar
de Santa Mónica Boulevard. Allí donde deja colgado a la entrada su traje de
actor y se muestra conforme a la persona que es; cálida en el trato, diciendo
cosas con sentido —según el propietario del local— cuando sus cuerdas vocales se tensan lo suficiente,
y empinando el codo. Tampoco falta el cigarro que enciende a modo de gimnasia
diaria mientras su rostro se muestra impertérrito, salvo cuando una ligera
brisa, la propia de una voz amiga, activa el dispositivo de su memoria, aún con
el disco duro intacto en algunas de
sus partes que lo conforman. Entre esos registros de voz Dean Stanton detecta
al instante la de David Lynch, quien se presta en este documental dirigido por Sophie
Huber a realizar un pequeño cuestionario al veteranísimo actor. En un amago de
confesión, Dean Stanton revela que Rebecca De Mornay le partió el corazón
cuando lo dejó. Experiencia que le sirvió para componer el que presumiblemente
sea el papel más revelador de su propia naturaleza, el de un Travis que emerge
de su amnesia en París Texas para
iluminar el camino de su pasado. Inocencia y autenticidad se fusionan en un
mismo personaje al que da cobertura Harry Dean Stanton, quien nos habla a través de las canciones (memorable
el instante en que nos deleita con un cover
de “Everybody’s Talkin’” de Harry
Nilsson) mientras leemos a través de
su rostro angulado ese “mapa humano” lleno de melancolía, bondad y serenidad.
Una “apariencia” que supone una medida de ahorro para todos aquellos directores
que saben a ciencia cierta la necesidad que una imagen pueda “suplir” decenas
de líneas de diálogo. A sus noventa y un años, con sesenta años de experiencia
tras las cámaras, Harry Dean Stanton sigue en disposición de acogerse a ese “estímulo
disponible” —expresión utilizada entre el
gremio, el equivalente al encuentro del duende
por estos pagos— cuando toca actuar ante las cámaras,
desplegando su rica paleta de silencios en un medio al que siempre ha preferido
frente al teatro donde hizo sus pinitos. Un periodo en el que Dean Stanton
apenas se detiene, como tampoco el de sus años de convivencia con sus padres
que acabarían divorciándose. Su rostro hace una mueca de desaprobación cuando Huber
le pregunta sobre sus progenitores. En cambio, en su hogar se reserva un hueco
para una foto de pequeño con su madre, al lado de otra en que luce un traje de la Marina de los Estados
Unidos, cuerpo con el que sería destinado a la Batalla de Okinawa en
plena Segunda Guerra Mundial. Las contradicciones propias de un ser humano único
en su especie: Harry Dean Stanton.