domingo, 9 de abril de 2017

«LA VOZ DEL AMO» (1968) de Stanislaw Lem: EL DIARIO DE PETER HOGARTH

Entre otras consideraciones, 1968 supuso un punto de inflexión en la Historia de la ciencia-ficción desde distintas vertientes ligadas al ámbito cultural. Por una parte, en febrero de ese año se estrenaba en salas comerciales en los Estados Unidos El planeta de los simios (1967) y en abril hacía lo propio 2001: una odisea del espacio (1968). De manera simultánea a la puesta de largo de 2001, en las librerías llegaría el relato firmado por Arthur C. Clarke quien asimismo había servido de base a través de algunos de sus escritos (El centinela, El fin de la infancia) para el ambicioso proyecto planificado por Stanley Kubrick, compartiendo espacio con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick muchos años más tarde reformulada en formato cinematográfico bajo el título Blade Runner (1982) y La voz del amo de Stanislaw Lem (1921-2006). Por aquel entonces, Lem ya era considerado un autor reputado a escala internacional, sobre todo a raíz de la publicación de Solaris (1961), que a modo de paso previo a la adaptación cinematográfica homónima a cargo de Andréi Tarkowski, precisamente en 1968, a la altura de su mes de octubre, la televisión de la extinta Unión Soviética emitía una versión televisiva dirigida por Lidiya Ishimbaeva, ignota por estos pagos. En el caso de Lem, el inicio y el final de esa “década prodigiosa” para la evolución del género se tocaban en lo relativo a una trama que fundamenta (parcialmente) su discurso en la necesidad del ser humano por descifrar mensajes indiciarios de vida inteligente en los confines de la galaxia o de multiplicidad de galaxias.
   Solaris había formado parte de las lecturas fijadas al suelo de la ciencia-ficción en mis años de adolescencia y primeros estadios de mi juventud. A fuer de ser sinceros, debido a su imbricada y críptica trama no sentí el impulso suficiente para proseguir en el camino del descubrimiento de otras piezas literarias del artista polaco. Al cabo, atendiendo al extraordinario crédito que me merece Impedimenta en la selección de títulos con apremio a quedar integrados en un excelso catálogo que no tiene parangón, desde mi modesta opinión, entre las editoriales nacidas en lo que llevamos de siglo XXI, he atendido a la lectura de La voz del amo con traducción al castellano (en una empresa nada fácil) a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. En realidad, el sello madrileño acoge dentro de su catálogo a una especie de "Biblioteca Stanislaw Lem" desde hace unos cuantos años, incluida la publicación de Solaris con una traducción ex novo del polaco al castellano Al margen de esa importancia de contexto que he esbozado al inicio de este escrito, la lectura de La voz del amo Glos pana en el original me ha ofrecido una perspectiva diferente de Lem en tanto que el propio crecimiento personal que un servidor ha experimentado durante este hiato de aproximadamente treinta y cinco años parece predispuesto a dejarse seducir por la obra propia de un erudito, poseedor de un conocimiento enciclopédico de materias muy dispares entre sí, con su centro de gravedad situado en el mundo de la ciencia. Allí donde muchos escritores se detienen para tratar de sortearlo, el prolífico autor polaco trató de comprenderlo, sometiéndose a la gimnasia diaria de la lectura de multitud de obras científicas que hicieron posible que el personaje medular de Glos pana, el matemático Peter Hogarth, siga siendo observado por lemistas conforme a un trasunto del propio artífice de Solaris. A través de la primera persona la de Hogarth la novela se repliega a la noción de diario tan cara a la literatura de Lem, en una necesidad (consciente o inconsciente) que esa perspectiva existencial que se desprende del escrito de Hogarth sea la propia de la voz del amo, la de un escritor que iría cimentando su leyenda a golpe de una reclusión autoimpuesta en su particular “santuario” rodeado de miles de libros. Entre éstos, a buen seguro, descansaban tratados de geología, termodinámica, física cuántica, biología celular… pero también obras vinculadas a la psicología o la filosofía. Campos diversos que “combustionan” en esta pieza literaria fechada en 1968, salpimentada de referencias a otros textos literarios, en ocasiones con una enmienda diáfana a la ironía por ejemplo, El señor de las moscas de William Golding, y de expresiones en latín y en francés que nos ayudan a dimensionar el alcance intelectual de un ser único. Asimismo, en los intersticios de esta obra literaria encontramos abundancia de silogismos y razonamientos que tratan de situarse a pie de calle lo que podría ser la “traducción” de determinados desarrollos científicos que implican a un grupo de expertos en distintas áreas con un objetivo común. La condición de misántropo a sí mismo se define es la que dicta muchos de los pensamientos de Hogarth en su diario en relación a esa suerte de proyecto creado a finales del siglo XX bajo la sombra alargada de su homólogo Manhattan, que causó entre su equipo científico problemas de conciencia tras el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.
La lectura de La voz del amo arroja como balance final una invitación directa a seguir buceando en una obra especialmente recomendable para aquellos que, como un servidor, hemos ido quemando etapas y, al mismo tiempo, provisionando de una experiencia que nos hace más hábiles a la hora de atender a la melodía propuesta con la letra de alguien poseído por un don superior, a golpe de “inbocar” a una voracidad de conocimiento que le llevó a compartir infinidad de tardes y mañanas junto a representantes de la comunidad científica. De noche, durante las horas reservadas al sueño, Stanislaw Lew iría acomodando su particular telescopio para la observación de esos mundos que apuntan hacia lo infinito. Allí donde los signos de interrogación surgen por doquier y sirven a la causa de una novela como La voz del amo que echa el cierre con la reproducción de una estrofa de un poema del inglés Algernon Charles Swinforne mientras al pie de la misma figura una doble fecha (junio y diciembre de 1967) y una doble localidad (Zapokane, Cracovia), no por casualidad ciudades bien conocidas por Stanislaw Lem.