En cada
viaje al extranjero me acompaña la lectura de una novela que, al cabo, la
relaciono con la estancia en un determinado país. En el caso del viaje a Gales
a principios de septiembre del año en curso la obra escogida fue Rumbo al Mar Blanco, escrita por alguien
como Malcolm Lowry (1909-1957), quien hizo precisamente de la aventura de
viajar uno de los principales alicientes de su agitada y, a la par, turbulenta
existencia. Al regresar de Gales concluí la novela de marras pero
definitivamente decidí releer varios pasajes para tener una perspectiva más
certera sobre su contenido. He dejado un considerable margen de tiempo para reposar
y meditar la valoración que me merece una obra inconclusa, cuya rocambolesca
historia queda glosada en la nota editorial que acompaña a Rumbo al Mar Blanco. Entonces, por mi parte se abre una ventana a
la intuición en el sentido que la obra Rumbo
al Mar Blanco tal como la conocemos en su edición a cargo del sello Malpaso
apunta que hubiera podido ser un texto de incalculable valor intelectual,
quedando alineada entre los más granado servido por la Literatura Universal en
la primera mitad del siglo XX. Por ello debemos lamentarnos que Lowry,
dipsómano contumaz, no llegara ni tan siquiera a apuntalar un manuscrito con el
que albergaba serias esperanzas de situarlo entre las grandes plumas de la
pasada centuria. De entrada, cabe agradecer el arrojo de Malpaso en ofrecer a
la comunidad de entusiastas de la Literatura la traducción a la lengua de
Dámaso Alonso de esta pieza inconclusa, subrayando el ímprobo trabajo llevado a
cabo por Ignacio Villaro. Sobre este traductor descansa la tarea suplementaria
de colocar infinidad de notas a pie de página referidas a personajes, citas,
alusiones, referencias veladas, ejercicios tautológicos a los que era tan
aficionado Lowry. En cierta forma estas ingentes notas que se suceden en la
inmensa mayoría de las páginas (unas trescientas setenta) ralentizan el
cometido de una lectura que, a juzgar por la experiencia propia, camina con un
sentimiento de ambivalencia. Por una parte, la erudición de la que hace gala el
escritor inglés sirve para entender la profundidad de un texto nacido con un
propósito de trascender a la propia
Historia de la Literatura, pero por otra desdibuja el fin último de una narración
que debe tratar de acercarse a la orilla del pensamiento de un público lector
adulto. En ese ejercicio de releer fragmentos de una obra de una complejidad
laberíntica, he podido descifrar algunas de las claves que se me pasaron por
alto en una primera lectura, pero aun así queda mucho por explorar sobre las
intenciones reales de Lowry sobre ese texto más que sin pulir, fragmentado e
incluso pendiente de ser aprobada una estructura narrativa lo suficientemente
sólida para resistir las embestidas
del paso del tiempo y, por consiguiente, de obtener el beneplácito de varias
generaciones de lectores. Llegados a este punto, cabe reboninar sobre lo
ocurrido el 7 de junio de 1944, en que una cabaña situada en la Columbia
Británica ardió como una tea. Malcolm Lowry se encontraba a las puertas de
cumplir su treinta y cinco aniversario cuando el incendio declarado en su
refugio alejado del mundanal ruido marcó un nuevo punto de inflexión en su
existencia. Si bien pudo rescatar a tiempo el manuscrito Bajo el volcán (1947), que tres años más tarde se editó con una buena
acogida entre aficionados a la Literatura, Lowry se sintió presa de la
desesperación al recuperar tan solo entre las llamas unas decenas de páginas de
un manuscrito que llevaría por título In
Ballast in the White Sea. Lo paradójico del asunto es que el propio Lowry
había depositado en 1936 una copia en papel carbón del manuscrito en la
residencia neoyorquina de su suegra, la madre de su primera mujer, Jan Gabrial.
En este lapso de tiempo de seis años Lowry se dedicó en cuerpo y alma a la
escritura de Under the Volcano, pero
iría dejando espacio en su privilegiada mente para cavilar sobre aspectos de
una novela que pretendía más ambiciosa que su precedente. Una novela de madurez
que interpela a clásicos
incuestionables como Moby Dick de
Herman Melville, o piezas pertenecientes al ámbito creativo de Joseph Conrad, en ese viaje homérico al que se pliegan los hermanos Tor i
Sibjorn, hijos de un armador escandinavo. Diversas lenguas hacen acto de
presencia en un texto que persigue un propósito de excelencia en su narrativa,
pero afectada de su condición de obra mostrada en alfileres y, por
consiguiente, un traje que precisaría de una mayor elaboración. Con todo, en
contra de algunas voces que puedan cuestionar su edición, Rumbo al Mar Blanco es otra herramienta que nos permite seguir
reconstruyendo el talento de un escritor de conocimientos enciclopédicos, que
vivió más que bajo el volcán, en el
interior de un volcán en erupción, el propio de alguien que se sintió tocado
por los Dioses pero se dejó seducir en exceso por los aromas etílicos prestos a
convocarle a una vida desordenada y definitivamente corta. Su certificado de
defunción se dio el 26 de junio de 1957, en su país natal. Trece años antes,
empero, de que su razón para vivir quedara seriamente dañada tras el fatídico incendio
de la que levantaría acta su segunda esposa, Margerie Bonner. Ella le sobrevivió, como también esta edición en el haber de Malpaso con el habitual sello de calidad de este sello barcelonés.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
lunes, 23 de octubre de 2017
jueves, 19 de octubre de 2017
EL PRESIDENT PUIGDEMONT Y LA «RASPUTINA» MARCELA EN EL «TEATRO DEL ABSURDO»
Superado el ecuador del siglo XXI presumo que los nuevos volúmenes consagrados a la
Historia del estado español reservarán un generoso espacio a trazar una
panorámica sobre lo acontecido en la segunda década de esta centuria en el
noreste del país, concretamente en Catalunya. En ese recorrido cronológico no
faltará el detalle de lo ocurrido en octubre de 2017, un mes que arrancó con un seudoreferéndum y concluyó con la aplicación del artículo 155 de la Constitución
Española como antídoto a la decisión del Govern de la Generalitat de Catalunya
de proclamar la DUI, esto es, la Declaración Unilateral de Independencia de Catalunya.
Condenada al fracaso desde su fecha de nacimiento al no haber obtenido el
beneplácito de las cancillerías europeas y de prácticamente la totalidad del
resto del mundo, la DUI representaría un órdago al Estado español impulsada por
un govern liderado por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, sendos máximos mandatarios de PDeCat (Partit Demòcrata de Catalunya) y ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), respectivamente. La suma
de ambos partidos arroja como resultado de la ecuación Junts pel Sí, un
proyecto surgido con el objetivo de alcanzar la independencia con el inestimable
apoyo de la CUP, formación de carácter asambleario e instalado en la noción
del anticapitalismo. En diversas ocasiones he tratado de razonar el porqué de
esa precipitación al lanzarse al vacío en un proyecto suicida, con el Estado
español evitando que no se quiebre el status
quo. Al cabo, la explicación la encuentro tras varias lecturas reveladoras
de un hecho determinante: para tirar adelante un proyecto de tamaña envergadura
cabía tener al frente personajes desligados de un sentido de la realidad que, a
buen seguro, les hubiera comportado frenar sus impulsos primarios. El uno (Junqueras), creyente acérrimo del catolicismo, apelando a cuestiones divinas buscando en su bondad y de quién les rodea un
escudo protector frente a toda suerte de críticas; el otro (Puigdemont) imbuido
de una mística que ya había cultivado durante sus años de adolescencia y
juventud en su localidad natal de Amer (un pequeño municipio de la comarca de
la Selva envuelto de un manto de naturaleza), reactivado exponencialmente al
conocer a la que hoy en día sigue siendo su esposa, Marcela Topor. Sin
parentesco alguno con el artista pluridisciplinar Roland Topor, la rumana Marcela
padeció las calamidades inherentes a la dictadura de Nicolae Ceaucescu y encontró refugio
en el teatro para dibujar ventanas de esperanza de cara al futuro. La
representación escénica de piezas de su coetáneo Eugène Ionesco —figura capital
de la cultura en su país de nacimiento— llevaron a Marcela Topor a participar
en uno de los festivales de teatro que se programan anualmente en Girona. A
partir de asistir a la representación de la pieza El rey se ha muerto —cuyo protagonista curiosamente se llama
Berenguer, apellido enrraizado a la propia Historia de Catalunya a través de
una nissaga de poder— Marcela y Carles
Puigdemont cruzaron sus destinos, procurando que sus aficiones comunes
sirvieran para ir apuntalando una relación de pareja.
La celebridad de Ionesco viene determinada
por haber sido el impulsor de lo que se dio en llamar «El teatro
del absurdo». Desde el plano del subconsciente el título de El rey se ha muerto debió seducir a Puigdemont antes de asistir a
la representación de la obra de Ionesco en un teatro gerundense a finales del
siglo pasado cuando ocupaba el cargo de director del Centre de Cultura de
Girona. Allí, sobre los escenarios, lucía la figura de Marcela, quien poco más
tarde asumiría la condición de rasputina
en el contexto de ese «teatro del absurdo» en el que se ha convertido la
política en Catalunya a partir de que la CUP “destronara” al Rey Artur(o) Mas sopena de amenaza de convocatoria de nuevos comicios electorales de ámbito autonómico (sic) en 2016. Para la inmensa
mayoría de los habitantes con derecho a voto de Catalunya, el sustituto de Mas resultaba
ser un auténtico desconocido con la salvedad de haber sido edil en el
ayuntamiento de Girona con el cambio de milenio. Pronto salieron a relucir
detalles sueltos de su biografía fuera de la esfera política. Por razones
óbvias reparé en aquellos gustos musicales que le llevaron a ejercer de bajista
en una banda denominada Zénit. Me llamó la curiosidad su afición por Motörhead.
Luego entendí el porqué: la conexión con el satanismo y la brujería que había
sido una de sus pasiones de adolescencia. Ya instalado en la cuarentena, la
entrada en contacto con Marcela avivó esa llama semiapagada por esos temas
esotéricos. En esa dimensión sobrenatural a la que acuden representaciones
provenientes de la tradición pagana de Centroeuropa es donde su ubica el hoy
president de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont, cuya decisión de
hacerse fuerte en el Palau de la Generalitat, pasando a residir allí sine die (la amenaza de una hipotética detención planea sobre el nido del cuco), abunda
sobre algo que hace meses he meditado: no solo trata de escapar
de la legalidad sino de la realidad. Entretanto, la rasputina sigue tratando de hacer vida normal en Girona. La conexión entre ambos no tan solo viaja por skype
o por línea telefónica, sino por vía espiritual. En una de las escasas
entrevistas que ha concedido Marcela Topor manifestó que «no le importaba
salir de la Unión Europea con tal que Catalunya se independizara de España». En manos
de una conversa con aspiraciones de rasputina y un fanático mórbido del
independentismo (en sus años de juventud llegó a utilizar un falso DNI
catalán para identificarse en distintas plazas hoteleras de Europa) se
encuentra el destino de Catalunya, a los ojos de aquellos que no dudarían en
aclamarlo como el President de la República del nou Estat. Óbviamente, el Estado
español se verá impelido a aplicar el artículo 155 de la Carta Magna y de no
deponer su actitud Puigdemont le espera un horizonte judicial sumamente
complicado. Me aventuro a creer que el destierro de los Cárpatos no resultaría un
mal destino para alguien que quiso llevar a Catalunya al zenit del independentismo, impelido por esa conexión de tintes esotéricos
con su consorte Marcela. Ella que había nacido
para educarse en el infierno, que diría el finado Lemmy Kilmister, el líder
espiritual de Motörhead, banda de cabecera de alguien como Carles Puigdemont, a quien no
deseo ver en prisión; más bien intuyo que puede acabar en algún otro tipo de espacio con paredes bien
acolchadas por si le sobreviene un mal pensamiento.
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domingo, 1 de octubre de 2017
LA NOCHE MÁS OSCURA: LEVANTANDO ACTA DEL 1-0 DE 2017
Días antes de la celebración de un referéndum
convocado por el Govern de la Generalitat de Catalunya el 1-O, contraviniendo toda lógica dictada por el sentido común, asistí a la proyección de Detroit
(2017). Ciertamente, el tema de los disturbios que tuvieron lugar en la ciudad más poblada del estado de Michigan en el verano en el año que nací —en el marco de lo que se dio en
llamar «The Long Hot
Summer of 1967», jugando con el título de la popular película filmada nueve años
antes, a su vez inspirada en una serie de relatos escritor por William Faulkner—
hasta entonces no había sido tratado de una forma directa en la gran pantalla,
a pesar que hubiera sido un material propicio de abordar por realizadores como
John Singleton , el "otro" Steve McQueen y sobre todo Spike Lee. Focalizada de manera especial en lo que
ocurrió en el interior del Algiers Motel, donde el cantante de The Dramatist, una
banda emergente de R&B, se ve
envuelto en unos trágicos acontecimientos, con fuerzas militares y la Guardia
Nacional provocando una auténtica barbarie al saberse atacados por un snipper («francotirador»), Detroit me dejó un gusto agridulce, pero
con la creencia que directora (Kathryn Bigelow) y guionista (Mark Bolan) habían
contribuido decisivamente a sacar a la palestra uno de esos episodios de la
crónica negra de los Estados Unidos del siglo XX que invitan a tomar la
temperatura del grado de racismo que tuvo lugar hace medio siglo y que, por
desgracia, anda lejos de ser eliminado de raíz. Con todo, poco podía imaginar que días
después Catalunya, mi amada Catalunya, se convertiría en campo abonado para la
represión policial fruto de la locura y el despropósito de unos y otros.
Seguramente, muchos de los habitantes de Catalunya tardarán meses, acaso años a
la hora de pasar página de uno de los días más funestos de su historia reciente.
Un día con su correspondiente noche. Parafraseando el título de la película
anterior a Detroit concebida por la
dupla Bigelow-Bolan, esta noche más
oscura en la que, al filo del amanecer escribo estas líneas tratando de
mantener el ánimo sereno y el pulso firme. Ni por asomo un referéndum ilegal
merece que más de ochocientos de mis hermanos
catalanes hayan sufrido heridas de distinta consideración, pero todas ellas con
el denominador común que trabaja asimismo desde un plano psicológico del que
resultará más complejo si cabe recuperarse. Me duele en el alma la
desproporción con la que han actuado cuerpos de la Guardia Civil y de la
Policía Nacional desplazados desde distintos puntos de la geografía española
para cumplir un mandato dictado desde las altas esferas judiciales con hilo (in)directo
con el gobierno del Estado. Decidí no ir a votar al considerar que no había
ninguna garantía legal en relación a una convocatoria camuflada de referéndum.
Pero entendí que esas personas prestas a ir a votar debían hacerlo con plena
libertad. Una vez celebrado ese acto festivo-reivindicativo a favor del
independentismo, tocaría saldar cuentas con aquellos dirigentes políticos obcecados en poner a los pies de los caballos a ediles, personal de centros
públicos y a una ciudadanía que, vistos los resultados, creían que la
violencia policial practicada por los nuevos centuriones formaba parte intrínseca de otras realidades geográficas como la
estadounidense, con el conflicto racial aún latente. Obviamente, a toda
represión policial cabe una respuesta de contraataque por parte de grupos o grupúsculos de personas
violentadas por la situación creada. El campo de batalla estaba servido en
algunos puntos de la geografía catalana, en que una mezcla de odio por saberse “traicionados”
por la policía local —los Mossos d’Escuadra—, presión acumulada durante días y
el desconocimiento del territorio, sirvió de reactivo para que Policía Nacional
y Guardia Civil enloquecieran,
atacando indiscriminadamente a todas aquellas personas de bien (equivocadas o
no al hacer suyo un referéndum con más sombras que luces) que trataban de
defender su derecho a voto y, porqué no, acariciar con las yemas de los dedos
un ideal de independencia. No hay que privar de alcanzar sus sueños a nadie. La imagen de cuerpos y fuerzas de Seguridad del
Estados trepando por una valla como si fueran a asaltar la madriguera de
terroristas de Al Queda o ISIS, quedará grabada para siempre en mi memoria.
Iban a por esas urnas que, a la postre, han resultado el MacGuffin en este relato en
negro que debería cubrir de vergüenza al PP (Partido Popular) con su nefasto
Presidente del Gobierno Mariano Rajoy al frente. Ni una sola traza de humanidad
se pudo leer en sus labios al omitir a las más de ochocientas víctimas de la población civil cuando hizo acto de presencia en esta, la noche más oscura donde actuaron a sus
anchas uniformados en tierra hostil,
algunos de los cuales solo les faltaba lucir en sus cascos la leyenda «Born to Kill»mientran blandían sus porras.
Aún con los ojos humedecidos solo quiero
expresar mi convicción que existe la esperanza de volver a reconstruir esos
puentes que han tratado de dinamitar auténticos descerebrados. Ante la historia
Mariano Rajoy quedará como el máximo responsable de una de las peores
decisiones que ha conocido nuestro país. La llave que puede abrir una eventual
solución se llama PSOE (Partido Socialista Obrero Español), dando por descontado que
Unidos Podemos demostrará una vez más su visión de estado y acierto en el
diagnóstico de situación. Lo dice un catalán que les seguirá votando, aún con
el corazón compungido y con la certeza que asimismo Carles Puigdemont y Oriol
Junqueras deben rendir cuentas con la Historia, a pesar que sean
convertidos en mártires por una significativa porción de mis conciudadanos. En
la irresponsabilidad de ambos por crear un espejismo
en forma de referéndum ilegal en el oasis
catalán radica una de las razones del porqué de la situación creada en nuestro
territorio. El tiempo, dicen, lo cura todo. Habrá, pues, que poner pronto el
contador a cero para volver a dinámicas de antaño, en que iguales podrían
discrepar ideológicamente, pero la convivencia en paz se presumía como una de
las principales conquistas tras la dictadura franquista, aquella en la que en
el imaginario de algunos sigue bien presente.
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