miércoles, 28 de febrero de 2018

PASAPORTE A LA LEYENDA: QUINI (1949-2018)


1981. Dos secuestros. El uno, acaecido el del 23-F, duró casi veinticuatro horas y puso a prueba una democracia que aún empezaba a gatear. El otro duró veinticuatro días, el de Enrique Castro González (así figuraba en su DNI), a quien todos conocíamos por el sobrenombre de Quini. Por aquel entonces contaba con trece años y no hubo un solo día ni una sola noche en que no desviara un pensamiento por Quini. Cada amanecer de aquel fatídico mes de marzo de 1981, aún con el susto en el cuerpo por esa tentativa frustrada de golpe de estado, era una ventana a la esperanza, a sintonizar el transistor y saber que Quini, nuestro Quini había sido liberado. Cerca de mi casa, en el barrio de Santa Eulàlia de L’Hospitalet de Llobregat, trascendió la noticia que se había dejado una nota en una cabina telefónica escrita de puño y letra por el propio fubtolista. Lloré en la intimidad del hogar temiendo por la vida de Quini, un futbolista al que ya conocía de su etapa en el Sporting de Gijón, allí donde se forjó su leyenda. El día 25 de marzo me hicieron el mejor regalo de aquel año en que vivimos peligrosamente, al albur de un golpe de estado perpetrado por la cúpula militar, el constante goteo de atentados de ETA y de un secuestro que inexorablemente dejaría secuelas para siempre en la persona de Enrique Castro González. Vi danzar en el área tantas veces a Quini en el Camp Nou, dejando que su instinto goleador encandilara al espectador, que me parecía imposible que permaneciera recluído casi un mes en un zulo de apenas diez metros cuadrados. Él perdonó a sus secuestradores. Muchos no lo entendieron. Caso paradigmático de «El síndrome de Estocolmo». Los que estuvieron a punto de enterrarlo en vida recibieron el perdón de «la persona más buena que he conocido», según palabras de Bernd Schuster el portentoso centrocampista del FC Barcelona, proveniente de tierras teutonas. Un país que en aquel periodo empezaba a fijar las Islas Baleares conforme a su segunda residencia, a la búsqueda de horas de sol y de playa necesarias para alimentar un ideal de felicidad. Allí recalaríamos ese mismo año con motivo del viaje de fin de curso de los alumnos de la EGB del colegio Lacinia. Recuerdo con claridad meridiana que en la despedida en el puerto de la Ciudad Condal pude ver a bordo del barco que debía llevarnos hasta Menorca el partido que enfrentaba al FC Barcelona con el Sporting de Gijón en la final de la Copa del Rey. 3 a 1 a favor de los blaugranas. Quini marcó pero evitó celebrarlo por respeto a la afición sportinguista, que volvería a corear su nombre lo del calificativo de apodo ya había prescrito— durante casi un lustro sobre el terreno de juego de El Molinón tras haber pasado cuatro temporadas en el FC Barcelona. Tiempo suficiente para haber reconocido en Quini uno de esos espejos en los que quisiera mirarme cada día de mi vida. La tenacidad, el compromiso, la bondad, la honradez, la lealtad (a un escudo: el del Sporting de Gijón con un alto en el camino que supo a gloria para los aficionados al barcelonismo) y la amistad. En sus  diecinueve temporadas entre Primera y Segunda División, y portando la camiseta de la Selección Española— en activo jamás fue expulsado de un terreno de juego. Por encima de sus espectaculares cifras Pichichi en siete ocasiones (dos en segunda división) en un periodo en que el gol de pagaba bastante más caro, cuando el once que saltaba al terreno de juego iba con la numeración del 1 al 11, y los brazos y piernas de los jugadores estaban libres de tatuajes, Quini fue una de las personas más queridas del cine español. Al recibir la madrugada del 27 de septiembre de 2018 la luctuosa noticia de la muerte de Quini por parte de un acreditado sportinguista –Alejandro Díaz Castaño—y de un barcelonista de pro –Jordi Marí— se me humedecieron los ojos. El día que murió una persona que he admirado como pocas, y nacía una leyenda que para siempre permanecerá en mi corazón con las franjas rojiblancas y blaugranas, las propias de mis dos equipos favoritos. Sin Quini no se entiende mi afición por el Sporting de Gijón y por extensión mi amor a la tierra asturiana, a la que hasta la fecha he acudido en un par de ocasiones pero por desgracia quedó pendiente la visita para saludar a Don Enrique Castro González ya en funciones de delegado del Sporting de Gijón y expresarle todo el cariño que sentía por él desde que nos lo “devolvieron” a la vida ese 25 de marzo de 1981, marcado a fuego en mi particular calendario. En esos días previos a su liberación soñé con Quni en esas noches de vigilia y, al cabo, pasados unos cuantos años, creí reconocerlo conduciendo en el interior del automóvil a escasos metros de la casa familiar. Quizás fuese una ilusión, un simple espejismo, pero sí tengo la certeza que hasta el fin de mis días recordaré a un patrimonio del fútbol español pero asimismo de la humanidad. Quini, siempre Quini.    

domingo, 25 de febrero de 2018

«REMEDIOS DESESPERADOS» (1871) de Thomas Hardy: EL DEBUT DE UN GIGANTE DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Dentro de su incipiente colección reservada a títulos clásicos de alcance internacional, Ático de los libros se suma a la extensa lista de editoriales que han acogida en sus respectivos catálogos una o varias obras del escritor inglés Thomas Hardy (1840-1928). Poeta antes que novelista y autor de cuentos, Hardy representa un ejemplo paradigmático de hasta qué punto cuestiones en nada relacionadas a su calidad narrativa erosionaron su condición de prohombre de las Letras en sus años de mayor actividad volcado en el noble arte de escritor. Estas cuestiones “extraliterarias” fueron las que sometieron al dictado del olvido su primera novela publicada (bajo seudónimo), Remedios desesperados (1871), que el sello Ático de los libros ha tenido la intuición, cuando no la diligencia y la habilidad de publicar por primera vez en lengua castellana, en una traducción impecable de Claudia Casanova.
   Recientes aún las lecturas de Tess de los d’Ubverville (1891) y Jude el oscuro (1895), en sendas ediciones a cargo de Alba, el acercamiento al debut literario “oficial” puesto que el manuscrito de The Poor Man and the Lady (1867) se da por desaparecido— me coloca nuevamente sobre la pista de un escritor de primera magnitud, abonado al detallismo y con una clara decantación a la hora de “aliarse” con un paisaje natural en que trata de capturar a través de las páginas de sus voluminosas novelas esos sonidos propios que emanan de la fauna y de la vegetación circunscrita a Wessex, región inventada del sur de Inglaterra que atiende a las características geográficas y a la idiosincrasia propia de los habitantes de su Dorset natal. Pero el sostén narrativo de Remedios desesperados se fundamenta en un personaje como el de Cytherea Graye, un esbozo a carboncillo de futuras (anti)heroínas que pueblan la literatura de Hardy y que alcanzaría sus cotas más altas de desarraigo de los convencionalismos sociales la Sue Bridehead de Jude el oscuro y Bathsheba Everdene de Lejos del mundanal ruido (1874). Tras su tentativa frustrada con The Poor Man and the Lady, Thomas Hardy cinceló un retrato costumbrista que mereció la reprobación de los sectores más conservadores de la sociedad victoriana, al punto que fue tildada de escandalosa al colocar en el disparadero al personaje de Aeneas Manston, atribuyéndole un perfil propio de maltratador a los ojos de hoy en día. Por aquel entonces, empero, este tipo de semblantes masculinos, ociosos de comportamientos degradantes para con sus cónyuges (ese fue el caso de Cytherea, casada en segunda nupcias siete días antes de la Vieja Navidad) o amantes contadas veces se registraban en la Literatura Inglesa, siendo en este aspecto Hardy un avanzado a su época con frases del calibre «a pesar de la costumbre, hoy arraigada, que sostiene que la mujer no es menos que un hombre, sino distinta, el hecho es que las mujeres pertenecen a la humanidad y, en muchos sentimientos de la vida, la distinción sexual es una mera diferencia de grado» (pág. 217),  consignadas en el ecuador de una novela que avanza inexorablemente hacia un final cubierto de un velo de tristeza y resignación. Anticipo, pues, de la plantilla emocional al que se amoldarán la docena de novelas que Hardy llegó a escribir en un periodo de un cuarto de siglo. Tiempo suficiente para aquilatar una obra literaria que vale su peso en oro merced a esa sabia combinación de retratista de la condición humana y de fino observador de las infinitas formas que adopta la Madre Naturaleza, aquellas prestas para que las alegorías sublimen el texto hasta el extremo de hacer que cada página vencida deje en el lector un poso, un aroma de placer indescriptible. Virtud de un escritor que experimentaría con Remedios desesperados la opción del juego epistolar librado entre Cytherea y su hermano Owen, afectado de una extraña dolencia en una de sus piernas que le lleva ser apartado de su puesto de trabajo y, en paralelo, a un largo periodo de convalescencia, a imagen y semejanza de propuestas literarias coetáneas, caso de Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, con la que no pocas veces se la ha equiparado. En cierta manera, Jane Eyre y Cytherea beben de las mismas fuentes, aquellas deudoras de un pasado que las atenaza y las predispone continuamente a proyectar una sombra de duda sobre los aspirantes a conquistar sus afligidos corazones.               

domingo, 18 de febrero de 2018

«BIRD ON A WIRE» (1974): EL «PROFETA» LEONARD COHEN EN TIERRA SANTA


En 2015 el Festival In-Edit, a la altura de su 13 edición, decidió programar una retrospectiva sobre Tony Palmer (n. 1941), uno de los cineastas más prolíficos versado sobre todo en el campo del documental. Entre los once largometrajes seleccionados para dar acomodo a la retrospectiva figuraba una pieza que había dormido el sueño de los justos por espacio de treinta y seis años: Bird On a Wire (1974). Con el asentamiento de las nuevas tecnologías, Palmer se involucró a la hora de recopilar material filmado susceptible de ser “procesado” en una suerte de remontaje y, de esta forma, dar salida a largometrajes que habían quedado “varados” en la orilla en tiempos de la era analógica, que tuvo en la década de los setenta uno de sus periodos más florecientes en lo creativo por lo que compete a la música de rock, pop y/o folk. Géneros que, en mayor o menor medida, sirvieron para que Leonard Cohen (1934-2016) hilara un discurso musical recorrido por una poética que, a día de hoy, sigue siendo materia para estudiosos dispuestos a indagar más allá de la superficie de las palabras, de esas estrofas que los espectadores cantan a coro, a modo de salmos, mientras el creador de las mismas, Leonard Cohen ejerce de “profeta” sobre los escenarios.
    La canción Bird On a Wire da nombre al documental dirigido y (re)montado por Palmer sobre la gira europea celebrada por Leonard Cohen en la primavera de 1972, con punto de partida en Dublín y destino final en tierra santa, Jerusalén. Diecinueve conciertos precedieron a ese cierre de gira en un enclave especialmente significativo para un hombre de raíces judías, parte esencial de una educación recibida en su Montreal natal. Sin duda, Tony Palmer fue consciente en todo momento de la importancia que cobraría la presencia de Cohen en Israel, con una legión de seguidores capaces de recitar su cancionero como si se tratara de salmos aprendidos en una sinagoga. La cámara de Palmer, asistida por Les Young, escruta en el rostro de un artista de ojos verdes, llenos de luz cuando los astros son propicios y se produce una conexión de naturaleza místico-espiritual para con el público. Por aquel entonces, el músico y poeta canadiense ya había firmado tres discos de estudio Songs of Leonard Cohen (1967), Songs from a Room (1969) y Songs of Love and Hate (1971)— que le habían granjeado una proyección internacional. Atraído desde temprana edad por poetas europeos en singular, Federico García Lorca, a sus treinta y siete años Leonard Cohen entendió la necesidad de concebir una gira en el viejo continente, rodeado de un cuerpo de músicos Jennifer Warnes, Donna Washburn (voces), Ron Cornelius, David O’Connor (guitarras), Bob “Duke” Johnston (órgano) y Peter Marshall (bajo)— que conformaban una especie de familia a lo largo de varias semanas fuera del hogar canadiense. En plena treintena, aún candente el éxito de su tercer disco editado bajo el paraguas de la Columbia Records, Leonard Cohen se muestra a cámara conforme a una persona frágil, sensible, en permanente búsqueda de una paz interior que choca inexorablemente con las presiones inherentes a una gira en que el foco mediático lleva incluso a ser protagonista involuntario de escenas tan absurdas como la invitación a recitar uno de sus poemas musicales nada más bajarse del avión, con un avispero de periodistas al pie de la escalinata del jet privado en un aeropuerto de Europa Central. No menos pintoresca deviene la escena en que el propio Leonard Cohen devuelve el importe de las entradas de un concierto que ha sido cancelado en medio de la actuación por problemas con el sonido de los altavoces. El animal herido, superado por los fallos técnicos (se lamenta en petit comité que tan solo el concierto de Glasgow funcionó a pleno rendimiento la acústica) no reacciona con la ira como moneda de cambio, al más puro estilo de las estrellas de la música de (pop)rock que saborearon las mieles del triunfo preferentemente en los años sesenta y setenta. Su carácter acrisolado de espiritualidad hace activar la maquinaria de la razón frente a esos sentimientos encendidos cuando factores externos imposibilitan ejecutar una velada, a priori, mágica, mostrando esa faceta humana definitoria de Leonard Cohen, aquella que quedaría impresa en las letras de sus canciones. No obstante, a pocos metros que la gira llegara a la estación final, la magia sobrevolaría el recinto donde Leonard Cohen dio un concierto en Jerusalén. Las lágrimas cobraron protagonismo en el rostro del astro canadiense cuando la canción “So Long, Marianne” brotaron de sus cuerdas vocales. La canción había prendido, una vez más, en el corazón delator de Leonard Cohen, llevando consigo la necesidad de replegarse al backstage para meditar sobre la posibilidad de detener su actuación o volver a los escenarios. Con un público entregado, el Mesías Leonard Cohen regresó para dejar constancia de una nota de agradecimiento. No hubo bises, sino una despedida silenciosa, todo ello captado por la cámara de Palmer, flirtreando a lo largo del metraje con imágenes en blanco y negro como la escena que recoge la presencia de Leonard Cohen obsefvando el Muro de las lamentaciones. La puesta de largo en Inglaterra de Bird On a Wire («pájaro sobre un alambre») coincidiría con la proeza sustanciada por Philippe Petit, al ejecutar un ejercicio de funambulismo de elevadísmo riesgo, cruzando con un alambre de punta a punta (varias veces) la distancia que separa las Torres Gemelas de Nueva York. En la Ciudad de los Rascacielos sería precisamente donde Leonard Cohen, tras su fracaso en calidad de poeta sus obras no pasaban de los dos millares de copias vendidas en sus ediciones primigenias— alimentó la posibilidad de cultivar una carrera musical, colocándose sobre ese alambre invisible en que resulta tan fácil caerse al vacío y desaparecer para siempre. Empero, Leonard Cohen logró permanecer en el alambre sin la necesidad de artificios y trucajes hasta el fin de sus días. De la pureza del artista levanta acta, a modo de testimonio visual y sensitivo para los anales, esta gema llamada Bird On a Wire, esculpida por Mr. Palmer.       


lunes, 5 de febrero de 2018

«DAMAS OSCURAS» (1833-1903): OTRAS VUELTAS DE TUERCA A LAS HISTORIAS DE FANTASMAS

En el año del cumplimiento del décimo aniversario del sello Impedimenta han sido diversas las voces femeninas adscritas a la literatura que han formado parte del catálogo de la editorial madrileña. Así pues, a los nombres propios de Penelope Mortimer, Stella Gibbons, Martine Desjardins, Penelope Fitzgerald, Joan Lindsay o Pilar Adón, cabe sumar la veintena de escritoras artífices de los cuentos que integran la antología Damas oscuras (2017), bajo el denominador común de su adscripción al género de terror sobrenatural desarrollado durante la época victoriana. Bien es cierto que algunas de estas piezas literarias fueron publicadas fuera de los márgenes temporales por definición de la época victoriana –caso de Napoleón y el espectro (1833) de Charlotte Brontë (1816-1855)--, pero en su inmensa mayoría tuvieron acomodo en las páginas de semanarios, revistas o antologías anglosajonas de la época.  No obstante, a lo largo de esos ochenta años aproximadamente de historia de la época victoriana los varones llevaban la voz cantante, abasteciendo de relatos de terror numerosas publicaciones que habían sido muy populares, sin menoscabo a que se colaran algunos escritos que llevaran la rúbrica de escritoras, la mayor parte de las cuales habían sido encapsuladas en la literatura infantil, juvenil y/o la novela romántica en sus distintas acepciones. Cabe congratularnos, pues, que bajo el genérico Damas oscuras la editorial Impedimenta saque a la luz trabajos de primerísima calidad elaborados por féminas que respondían a inquietudes artísticas muy diversas entre sí, algunas garantes de una obra que les llevarían a pasar a los libros de Historia (la mencionada Charlotte Brontë, Margaret Oliphant, quien brinda con su habitual preciosismo y detallismo una joya titulada La puerta abierta, paradigma de las historias de fantasmas, o Willa Carter) y el grueso de las seleccionadas caídas en desgracia y/o en un temprano olvido que no hace justicia a sus verdaderas aptitudes literarias. Con todo, Damas oscuras compendia una veintena de relatos de los que resulta difícil considerar alguno de los mismos susceptible de ser considerado prescindible en función de unos determinados estándares de calidad.
    Al emprender la lectura de Damas oscuras no reparé en las indicaciones del apéndice en que el orden de los cuentos sigue un estricto sentido cronológico, desde el más temprano en el tiempo Napoleón y el espectro hasta El solar (1903) de la norteamericana Mary Eleanor Wilkins (1852-1930). Saltaba de un cuento a otro desprovisto de la marca de la cronología, sintiendo en la lectura de cada pieza el pálpito de un savoir faire a la hora de trasladar conceptos e ideas a un plano literario que concitara la atención del lector de su época. Invariablemente, la presente antología da carta de naturaleza a textos de extensiones disímiles, en que un relato cercano a las cien páginas –Cecilia de Noël (1891) de Lanoe Falconer—“convive” con algunos otros que apenas cubren diez o quince páginas de texto –Junto al fuego (1859) de Catherine Crowe (1803-1876) o El abrazo frío (1860) de Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), entre otros--, en lo que vendrían a ser estas últimas auténticas delicatessen aptas para abrir el paladar de los comensales lectores. En su mayoría se trata de lecturas atravesadas de una cierta ironía que persiguen soltar lastre ante un hipotético sentido de la trascendencia cuando el lector se enfrenta a la descripción de fenómenos sobrenaturales, reservando clase preferente las ghost stories tan caras a ese periodo. No obstante, en escritos como el llevado por Mrs. Falconer en Cecilia de Noël lo caústico cobra visos de impregnarse en sus páginas, al calor de comentarios del tipo «Sir Walter (Scott), un hombre tan juicioso como el que más aunque escribiera poesía (…)». Dardos envenenados que tienen el propósito de una crítica soterrada en torno a aquellos escritores varones que dominaron el espacio literario en un periodo especialmente fecundo en novelistas que, hoy en día, la revisión de sus respectivas obras suele juzgar al alza. No en vano, por ejemplo, Willa Carter (1873-1947) representada en la antología con un texto titulado El caso de la Estación de Grover (1900), inédito hasta la fecha en castellano, sería reconocido por Truman Capote conforme a una de sus mayores influencias. Consideración que no debe caer en saco roto para quien antes de rubricar su magnum opus A sangre fría (1966) participó de la escritura del guión de la novela Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James, la pieza literaria por antonomasia al referirnos a los relatos de fantasmas. Sin duda, James, en su triple condición de literato, crítico y ensayista, repararía en el poder evocador de los escritos de Amelia Edwards (1831-1892), Vernon Lee (1856-1935), Dinah M. Mulock (1826-1887) y tantas otras féminas antes de proceder a la siembra y posterior recolección de su superlativo relato finisecular. De esta forma, una antología como Damas oscuras soberbiamente traducida y editada en tapa dura contraviniendo la norma de la casa— no debe faltar, haciendo compañía a The Turn of the Schrew, en aras a acceder en cualquier momento a su lectura, a poder ser con la luz de la noche por testigo.