domingo, 22 de abril de 2018

«LOS JUICIOS DE RUMPOLE» (1979), de John Mortimer: HISTORIAS DEL OLD BAILEY


Al quedarse completamente ciego Clifford Mortimer, su hijo John, ya superada la adolescencia, le leía poesía y obras en prosa para mitigar, en cierta medida, una carencia física que le acompañaría hasta el resto de sus días. A cambio, John Mortimer (1923-2009) había recibido como herencia adicional infinidad de historias que conoció en boca de su progenitor sobre el mundo de la judicatura, en su calidad de defensor, por regla general, de causa perdidas. A sus cincuenta y cinco años todo este material le sirvió para sentar las bases de la confección de una novela que pivota sobre el personaje del abogado Horace Rumpole, tomado del molde de su figura paterna. Si el año pasado Impedimenta publicó la pieza literaria que lleva por título Los casos de Horace Rumpole, agobado (1978), el sello madrileño regresa en la primavera de 2018 sobre los pasos del elocuente banister con la edición de Los juicios de Rumpole (1979), en que una vez más John Mortimer afila un lápiz provisto de una mina compuesta de una fina ironía, sarcasmo y causticidad con las dosis razonables para mantener la atención del lector mientras esboza una (media) sonrisa al correr de las páginas. Si el lector ya está avisado verbigracia de haber cumplimentado la lectura de Los casos de Horace Rumpole, abogado, la particular diatriba en contra del matrimonio de Rumpole no le pillará con el pie cambiado si accede al contenido de las páginas de The Trials of Rumpole, así como reflexiones en torno al ejercicio de su profesión que encuentran en la frase «La gloria del abogado defensor reside en ser testarudo, descarado, intrépido, tendencioso, intimidante, grosero, ingenioso e injusto» toda una declaración de principios imposible de condensar en una tarjeta de visita. Tampoco queda al margen de sus fobias en esta segunda novela su alergia por las fiestas navideñas y todo lo que ello conlleva, incluido ir de visita a casas de familiares con la compañía de la que «Ha de ser Obedecida», esto es, la ínclita consorte Hilda Rumpole.  
    Dividida en seis partes bajo el génerico Rumpole y… --El ministerio de Dios, El mundo del espectáculo, El animal fascista, La cuestión de la identidad, El camino del verdadero amor y La edad de la jubilación--, y traducida al castellano de manera modélica por Sara Lekanda TeijeiroLos juicios de Rumpole concede un considerable protagonismo a George Frobisher, colega de profesión y amigo personal de Horace fuera de los juzgados, siendo el Bailey de Fleet Street un templo sagrado para dar cumplida cuenta del gusto por los buenos vinos. Uno de esos «pequeños placeres» compartidos que tienen los días contados al entender George Frosbisher la necesidad de ocupar plaza de juez, aunque su destino le alejara de Londres. Lejos de querer seguir los pasos de su compañero de fatigas, Rumpole razona para sí mismo: «¿Un juez de provincias? Era un destino que se me había antojado bastante peor que la muerte». Muestra inequívoca que John Mortimer invocaba a su progenitor, según confesión propia en un programa de la BBC conducido por Ludovic Kennedy y emitido a finales de los años ochenta, poco dado a ampliar su círculo de amistades y haciendo de su hogar un bastión donde encomendarse a sus placeres mundanos, entre éstos, su devoción por la lectura hasta que, como expresa E. L. Doctorow en el arranque de su genial Homer & Langley (2006, Ed. Miscelánea) se produjo un «No perdí la vista de golpe. Fue como en el cine: un fundido lento». En el caso de Mortimer inicia su novela Los juicios de Rumpole con un párrafo narrado en primera persona que marca el diapasón del temperamento mordaz y caústico que recorre una buena parte de las páginas de la segunda entrega en torno a las aventuras y desventuras del distinguido banister: «Me dispongo a tomar la pluma durante un breve e inoportuno cese de la actividad criminal (los villanos de esta ciudad, siguiendo el ejemplo de los mecánicos de coches, parecen haberse decidido tomar un descanso, lo que está provocando que todo vaya a paso de tortuga en el Old Bailey, por no hablar de las lamentables bajas y despidos que, como consecuencia de ello, están teniendo lugar), y me pregunto cuál de los juicios más recientes debería escoger para escribir una crónica». Sin duda, el que hace referencia al juicio de Rex Parkin, miembro del partido fascista British First, es de lo que más jugo extrae la prosa de ese espíritu burlón llamado John Mortimer, quien habla por boca de Horace Rumpole en su descripción de un ecosistema judicial donde su personalidad no pasa inadvertida en sala y tampoco en los pasillos. Su “celebridad”, entre otras consideraciones, se corrige a golpe de citas a Rudyard Kipling, Christopher Marlowe, William Shakespeare y Alfred Tennison, entre otras ilustres plumas, algunas de las cuales triunfaron en el universo teatral. Un espacio al que el propio Mortimer le hubiera gustado transitar con mayor asiduidad, pero las obligaciones contraídas en otros frentes, caso del literario y su serie consagrada a Horace Rumpole (hasta completar un total de ocho novelas), en buena medida, se lo impidieron.



sábado, 14 de abril de 2018

ROGER WATERS, US + THEM EUROPEAN TOUR ‘018: EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE PRIMAVERA


Si hay un olor característico de la festividad de Sant Jordi es el de las rosas. A diez días de la celebración de la Diada de Sant Jordi, el auditorio que lleva el mismo nombre, sito en la ciudad Condal, acogió el arranque de la gira Us + Them capitaneada por Roger Waters, incorporando al set list el tema Smell of Roses, perteneciente al último disco en estudio del legendario miembro de Pink Floyd, Is This Life We Really Want? (2017). Un título que lleva incorporado un interrogante para una propuesta musical sembrada de figuras alegóricas, como ese olor de rosas que trata de corregir, a modo de mecanismo de autodefensa, la realidad de un mundo que hace tiempo ha entrado en “estado de pánico” al albur de totalitarismos camuflados de democracias del siglo XXI. «Wake up / Wake up and smell the roses / Close your eyes and pray this wind don't change / There's nothing but screams in the field of dreams» («Despierta / despierta y huele las rosas / Cierra tus ojos y reza que este viento no cambie / No hay nada más que gritos en el campo de los sueños») reza una de las estrofas de uno de los doce temas que jalonan Is This Life We Really Want?. Gritos de júbilo se registraron entre el público en ese campo de los sueños que se convirtió para un servidor el Palau de Sant Jordi la pasada noche del viernes 13 de abril de 2018 y, a buen seguro para mi mujer Esther con la que pude compartir una velada mágica. Apostados prácticamente en primer línea (la ocasión lo merecía) dos horas antes del concierto, con un ligero retraso a las 9.20 de la noche Roger Waters, el maestro de ceremonias, daba inicio a la gira europea de Us + Them, en alusión a la pieza maestra integrada en el álbum Dark Side of the Moon (1973). El mismo no faltaría en el repertorio musical que nos brindó Waters y su banda en el ecuador de la segunda parte del concierto. Al compás de este tema compuesto por Richard Wright desvié un pensamiento para el finado teclista de Pink Floyd, del que aún conservo en la memoria su imagen del concierto celebrado en agosto de 1994 en el Estadi Olímpic, a escaso medio millar de metros del Auditori de Sant Jordi. Dos emblemáticos emplazamientos ubicados en la montaña de Montjuic, allí donde se iluminaron los corazones de muchos de nosotros en un concierto que jamás olvidaré, en que Roger Waters dio una master class de cómo un músico sabe corresponder a un público ecléctico, buena parte militantes de base del rock sinfónico y otros que han recogido el testimonio de padres, tíos e incluso abuelos de esas escuchas de los discos de Pink Floyd, preferentemente los fechados en los años setenta. De ese legado musical hubo una amplia representación en el set list, siendo uno de los high point de la velada la puesta de largo de algunos temas de Animals (1977) con una escenificación que es una evocación a La rebelión en la granja de George Orwell, en que parte del lineup y el propio Waters se acomodan una careta de cerdo para regocijo de un público ya decididamente entregado. Otros pasajes orwellianos se dieron cita en el Palau de Sant Jodi, con la proyección de dirigentes políticos cuyas decisiones han comprometido al futuro de la humanidad, llevándose la palma en el envite la imagen de Donald Trump, una suerte de monigote en las manos de Terry Gilliam en su etapa Monty Python. No hay mayor afrenta para Waters que un político que tenga entre ceja y ceja crear un muro que divida países en el nuevo milenio. De ahí la ira del miembro de Pink Floyd (me niego a pensar en términos de ex; él seguirá siendo una pieza basal de un sonido inifinidad de veces imitado, pero siempre es preferible el original) para con el máximo mandatario de la Casa Blanca, quien esa misma madrugada mandó lanzar las bombas “inteligentes” a determinados enclaves estratégicos del régimen de Siria. A modo de epifanía («Mother do you think they'll drop the bomb?» / «Mamá, ¿piensas que tirarán la bomba?»), Waters nos obsequió con el tema Mother de una de las Opus magna de los Floyd, The Wall (1979), instantes antes de concluir su repaso a los miembros de la banda, con mención especial para las polifacéticas Jess Wolfe y Holly Leasing (a pesar de lo blanquecino de sus pieles, poseídas de unas poderosas voces negras, a juego con los vestidos que lucían), y un guiño a su otrora compañero David Gilmour, al equiparalo con la imagen setentera del guitarrista Jonathan Wilson. Para sus adentros, el frontman británico debió pensar «When We Were Young», parafraseando el título de obertura del postrer álbum de Waters, del que pudimos escuchar cuatro de sus temas de un espectáculo de primera magnitud cuya guinda la puso Confortubly Numb. The Wall again. Mientras queden muros por derribar, Mr. Waters seguirá en activo con su juego de guitarras, un renovado entusiasmo y un amor incondicional por la música. Aquella capaz de apelar a los sentimientos y a permanecer vigilante ante las atrocidades que se cometen en un planeta sometido al dictamen de las guerras en cuyo fondo subyace el poder del dinero y el control de las masas. Leit motivs de un discurso musical que no parece tener fin en el ánimo de Roger Waters, con quien pude chocar los puños en el momento que abandonó el escenario y decidió hacer un acto de agradecimiento al público que ocupábamos las primeras filas de un auditorio casi lleno hasta la bandera en gran parte de su aforo con cabida para unas veinte mil personas. Lejos de dosificarse, Roger Waters, a sus setenta y cuatro años, se entregó hasta el último aliento en un concierto que concluyó justo a medianoche. Tocaba, pues, que cada uno de nosotros desfilara hacia sus respectivas carrozas de oro. Habíamos vivido nuestro particular cuento de hadas en ese sueño de una noche de primavera mientras nos hacíamos la pregunta: «Is This the Life We Really Want?». La respuesta para un servidor no se hacía esperar: «con conciertos como éste, rotundamente sí».                      

lunes, 9 de abril de 2018

«FRINGE» (2008-2013), PRIMERA TEMPORADA: «EXPEDIENTES X» EN LA ERA OBAMA


A la altura de 2008 se registró uno de los picos de mayor actividad dentro del mundo de las series de televisión en lo que llevamos de siglo XXI. De entre las que cursaron billete para su estreno en la pequeña pantalla, sin duda, destacan Breaking Bad (2008-2013) y Fringe (2008-2013). Coincidentes en el tiempo, tanto la una como la otra se estructuraron en cinco temporadas, pero Fringe llegó a la cifra de cien episodios (en una distribución desigual, al albur del dictamen de las audiencias) mientras que Breaking Bad se quedó en un total de sesenta y dos episodios. Una diferencia de episodios sustancial, aunque con el “matiz” a resltar de que Fringe abodaría cada segmento a partir de la segunda temporada con unos cuarenta minutos de duración por los cerca de cincuenta minutos de media de Breaking Bad. En relación a la primera, tiempo suficiente, en todo caso, para el desarrollo de tramas, a priori individualizadas, que parten de un patrón común a la seminal Expediente X (1993-    ) participada en la elaboración de sus guiones precisamente por el showrunner de Breaking Bad Vince Gilligan, esto es, una pareja de agentes especiales de distinto sexo que deben enfrentarse a la resolución de casos que escapan de lo cotidiano, situándose en el terreno de lo paranormal, de lo extraordinario.
    A partir de su carta de presentación, el episodio piloto que se emitió por primera vez en septiembre de 2008, Fringe muestra alguna de las cartas de una baraja abonada a las sorpresas, con la intención que éstas se vayan dosificando a lo largo de sus cinco temporadas. Nacida de una serie de ideas que pusieron en común J. J. Abrams, Roberto Orci y Alex Kurtzman, Fringe fía desde su inicio las cartas que pone en juego a la “triangulación” de caracteres, los correspondientes a Peter Bishop (el canadiense Joshua Jackson), a Walter Bishop (el australiano John Noble, incomprensiblemente ocupando la cuarta o quinta plaza en los créditos iniciales de cada episodio) y Olivia Dunham (la asimismo aussie Anna Torv). A medida que la serie progresa hacia la segunda temporada, van tomando un mayor peso los personajes de Astrid Farnsworth (Jasika Nicoleen calidad de asistenta y figura protectora de Walter Bishop en el laboratorio sito en la Universidad de Boston (Massachusetts)— y el estoico Philip Broyles (Lance Reddickcabeza visible de FRINGE, división dedicada a resolver casos extraños de índole paranormal en el seno del FBI, pero sin menoscabo al protagonismo adoptado por los Bishop y Liv prácticamente desde el arranque de la serie de marras. En razón de los veinte episodios vistos de la first season (sin contabilizar el piloto) podría colegirse que Fringe representa una actualización, una puesta al día de Expediente X, pero el propósito de sus creadores va más allá, en una prospección por una serie de fenómenos que comprometen a la noción de la existencia de universos paralelos, aquellos dispuestos a “explicar” el porqué de determinados hechos que acontecen en nuestro mundo real. Sin semejante particularidad el recorrido de Fringe presumo que se agotaría al cabo de la primera temporada, a lo sumo una segunda temporada, a pesar de haber encontrado en el personaje de Walter Bishop una presencia carismática como pocas, dotado de un coeficiente intelectual (IQ) cercano a 200, capaz de proporcionarle unos conocimientos que van muy por delante del cuerpo de científicos que trabajan para el FBI. El toque de genialidad que aporta en cada episodio Walter Bishop hace más llevadera aquellas tramas decididamente liberadas de cualquier anclaje con la lógica, más cercana al non sense en particular, los episodios que apelan a la comunicación "intercerebral" a través de una “escenificación” extraída de Minority Report (2002) o de Viaje alucinante al fondo de la mente (1980)— y, por tanto, susceptible de ser tomados como ejercicios que colocan al espectador en una difícil tesitura. En contraposición, para esta primera temporada Fringe reserva algunos episodios soberbios, tales como Unleashed (número 17), que involucra a unos activistas a favor de los derechos de los animales, dejando trazas de un mensaje ecologista en el marco de una trama guiada tras las cámaras por uno de los enfants terribles del fantástico contemporáneo, Brad Anderson (El maquinista, Sesión 9). Cineasta con pedigrí que adoptará una creciente importancia en el desarrollo de la serie, al igual que Akiva Goldsman, el oscarizado guionista de Una mente maravillosa (2001), título que asimismo valdría como subtítulo para una suerte de hipotético spin-off de Fringe, en referencia a Walter Bishop, el verdadero catalizador (a distintos niveles, incluido el emocional) de una serie que ha seguido la senda trazada por X-Files, pero ampliando el foco de una fenomenología labrada en laboratorios en los años 70 por el propio científico (recluido posteriormente en un hospital psiquiátrico por espacio de diecisiete años) y el doctor William Bell, en la piel de Leonard Nimoy. Precisamente Akira Goldsman se encargaría del rodaje del episodio Bad Dreams en que el doctor Bell emerge de la oscuridad enfrentándose a la mirada escrutadora y, a la par, asustadiza de Liv, auténtico high point de una primera temporada en que no faltan una nutrida nómina de guest stars (entre otros, Theresa Russell, Clint Howard, genial en su composición de personaje trekie abonado a las conspiraciones, y Jared Harris, un malvado con piel de cordero, emulando a la criatura literaria de otro Harris, de nombre de pila Thomas, Hannibal Lecter).                   


lunes, 2 de abril de 2018

«LA FIEBRE DEL HENO» (1976): EL PRINCIPIO DE CASUALIDAD


A día de hoy, bien avanzado el siglo XXI, si se hiciera una encuesta entre los coneiseurs de la ciencia-ficción en sus múltiples derivadas, Philip K. Dick (1928-1982) y Stanislaw Lem (1921-2006) se ubicarían en los puestos más destacados de una eventual lista de escritores que contribuyeron a dimensionar el género y popularizarlo. Sendos talentos emergieron durante la Guerra Fría, posicionándose cada uno de ellos en espacios geográficos e ideológicos disímiles, aunque a la altura de mediados los años setenta la Asociación de Escritores de Ciencia-Ficción de los Estados Unidos tendió un puente de plata a Stanislaw Lem en forma de invitación a integrarse en dicha comunidad de literatos y/o ensayistas, entre los que se contabilizaban la recientemente fallecida Ursula L. LeGuin y el propio Philip K. Dick. No obstante, el romance intercontinental poco duró en virtud de la actitud poco displicente y diplomática mostrada por Lem para con la asociación de marras, dejando para los anales una perla de ensayo, "Un visionario entre charlatanes", que tuvo acomodo en las páginas del American Literary Science-Fiction en uno de los números aparecidos en 1975 dedicado a glosar la obra de Dick. Atacado por su vena más impulsiva, Lem salvaba de la quema a Philip K. Dick de entre una pléyade, según su perspectiva, de mediocres escritores norteamericanos. Justo ese año, Lem completaba la escritura de la novela La fiebre del heno, aguardando a su publicación en 1976 con el título original en polaco Katar, que podría traducirse como «Rinitis». Empero, el olfato comercial de la editorial estadounidense encargado de su publicación promovió el de The Chain of Chance («la cadena de cambios») mientras que para su edición en castellano el sello barcelonés Bruguera se decantó por el de «La fiebre del heno», la expresión más popular con la que se conoce el término científico «Rinitis». Al cabo, aquella añeja edición de 1978 quedó descatalogada y una vez transcurridos cuarenta años el sello Impedimenta la ha recuperado, integrándose en una suerte de «colección Stanislaw Lem», en la que conviven un total de ocho piezas literarias hasta la fecha, a la espera de rescatar otras novelas y/o relatos cortos de la magna obra del escritor centroeuropeo.
    Desconozco por motivos óbvios si existe alguna tesis doctoral basada en los analogismos entre las obras de Dick y Lem, pero de existir presumo que no pasaría por alto el autor o la autora de la misma una novela de las características de La fiebre del heno. Al igual que ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), Katar deviene un híbrido entre la ciencia-ficción y la novela negra con resultados altamente sugerentes en un periodo proclive a la experimentación en tantos ámbitos artísticos, incluido el de la literatura. De la lectura de una novela cuya popularidad creció de manera exponencial merced a su versión cinematográfica –Blade Runner (1982), la privilegiada mente de Lem la procesaría en aras a integrar (ya sea de forma consciente o inconsciente) algunos de sus elementos al cuerpo narrativo de futuras piezas literarias, al tiempo que se encomendaría a la traducción al polaco de otra de las Opus magna del autor norteamericano, Ubik (1969). Una manera de familiarizarse con las particularidades de un lenguaje dickiano afectado de las alucinaciones derivadas de la ingesta de sustancias psicotrópicas, en especial el ácido lisérgico (LSD). Bajo semejante influjo, Philip K. Dick parecía fiado a la idea que Stanislaw Lem, con quien había mantenido una relación epistolar, no existía (sic) y que, en realidad bajo su afamado y muy poco común apellido se escondía un pool de escritores polacos situados bajo la esfera del comunismo. Esta sería la versión “oficial” que explica el porqué Lem y Dick nunca llegaron a conocerse en persona, pero circula una “oficiosa” en que el escritor norteamericano anduvo molesto con su colega porque no se le había satisfecho la cantidad pactada correspondiente por la traducción de Ubik al polaco. Tras su deceso se supo que Dick malvivió de su oficio de escritor (la oleada de adaptaciones cinematográficas llegaría “a título póstumo”) y, por consiguiente, precisaba de inyecciones económicas para su raquítica libreta de ahorros. Lejos de cualquier tentativa de cicatería, el principio de casualidad procuró que la transferencia a la cuenta de Dick no se hiciera efectiva y de ahí que según algunas especulaciones el autor de Blade Runner montara en cólera. Ese principio de casualidad al que apelan algunas fuentes sería el mismo que Lem aplicaría para el devenir de una novela La fiebre del heno— narrada en primera persona, la propia de un astronauta reclutado por una agencia de detectives con el fin de investigar una serie de muertes súbitas registradas entre un colectivo determinado que responde al patrón de individuos de mediana edad en torno a los cincuenta años--, varones, solteros y, en su mayoría afectados de distintos grados de alopecia. Amén del “parentesco” con la obra dickiana sobre todo en relación a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? al mixturar géneros, a priori, tan difíciles de integrar en un mismo relato, La fiebre del heno transita por espacios inherentes a la literatura de J. G. Ballard el pasaje del atentado en el aeropuerto de Nápoles es como si arrancáramos páginas de textos coetáneos con el membrete del escritor inglés— para descolgarse en sus páginas finales con una serie de deducciones expresadas en boca de un sosías de Hercules Poirot, asistido en sus razonamientos por principios dictados por la Ciencia. De ese pozo Lem extraería una ingente cantidad de información puesta al servicio de un oficio que practicaría sin descanso hasta el fin de sus días. Al poco de fallecer, Impedimenta inició su firme compromiso por dar a conocer algunas de esas piezas “ocultas” de la obra del genio polaco, que encuentran en La investigación (1958) y La fiebre del heno dos de sus eslabones más preciados que adquieren una perspectiva “terrenal” merced a su funda de novelas adscritas al género criminal pero con el “toque Lem”, entre otros asuntos, el que hace referencia a un discurso abonado a las disquisiciones metafísicas y filosóficas no exentas de una pátina de ironía.